– Naturalmente -dije, y le firmé el papel que ella había preparado. «Muy profesional», pensé. Sí, sin ninguna duda era toda una dama-. Por curiosidad, ¿cómo fue que me eligió? No le preguntó a su abogado, y yo -añadí pensativo- no me anuncio, claro.
Se puso en pie, todavía con el perro en los brazos, y fue hasta el escritorio.
– Tenía una de sus tarjetas profesionales -dijo, entregándomela-. Es decir, mi hijo la tenía. La encontré hace por lo menos un año en el bolsillo de uno de sus trajes viejos, que iba a enviar al Socorro Invernal. -Se refería al programa de beneficencia organizado por el Frente Alemán del Trabajo-. La guardé, con intención de devolvérsela, pero cuando se lo comenté, me temo que me dijo que la tirara. Pero no lo hice. Supongo que pensé que podría serme útil en algún momento. Bueno, no me equivoqué, ¿verdad?
Era una de mis antiguas tarjetas, de la época anterior a mi asociación con Bruno Stahlecker. Incluso tenía el teléfono de mi vivienda anterior anotado en el dorso.
– Me gustaría saber de dónde la sacó -dije.
– Creo que me dijo que era del doctor Kindermann.
– ¿Kindermann?
– Le hablaré de él enseguida, si no le importa.
Saqué una tarjeta nueva de la cartera.
– No tiene importancia, pero ahora tengo un socio, así que será mejor que tenga una de las nuevas.
Le di la tarjeta y la dejó sobre el escritorio, al lado del teléfono. Mientras se volvía a sentar su cara adoptó una expresión seria, como si hubiera desconectado algo dentro de su cabeza.
– Y ahora será mejor que le diga por qué le he llamado -dijo con tono grave-. Quiero que averigüe quién me está chantajeando. -Se detuvo, removiéndose incómoda en la chaise longue-. Lo siento, no me resulta muy fácil.
– Tómese el tiempo que necesite. El chantaje pone nervioso a cualquiera.
Asintió y bebió un poco de ginebra.
– Bueno, hace unos dos meses, quizás algo más, recibí un sobre con dos cartas que mi hijo había escrito a otro hombre. Al doctor Kindermann. Por supuesto, reconocí la letra de mi hijo y, aunque no las leí, supe que eran de naturaleza íntima. Mi hijo es homosexual, Herr Gunther. Lo sé desde hace tiempo, así que no fue la horrible revelación que creía ese malvado. Era algo que dejaba claro en su nota, así como que tenía en sus manos varias cartas más como las que yo acababa de recibir y que me enviaría si le pagaba la suma de mil marcos. Si me negaba, no tendría otra alternativa que hacerlas llegar a la Ges tapo. Estoy segura de que no tengo que explicarle, Herr Gunther, que este gobierno tiene una actitud menos ilustrada hacia esos desgraciados jóvenes que la Re pública. Ahora cualquier contacto entre hombres, por inocente que sea, se considera punible. Si se pusiera al descubierto que Reinhart es homosexual, sin duda el resultado sería que lo enviarían a un campo de concentración por un período de hasta diez años.
»Así que pagué, Herr Gunther. Mi chófer dejó el dinero donde me dijeron, y al cabo de una semana, más o menos, recibí no un paquete de cartas, sino una sola. Iba acompañada de otra nota anónima que me informaba de que el autor había cambiado de opinión, que era pobre, que yo tendría que comprar las cartas de una en una, y que todavía le quedaban diez. Desde entonces me ha devuelto cuatro, que me han costado casi cinco mil marcos. Cada vez pide más que la vez anterior.
– ¿Y su hijo sabe todo esto?
– No. Y al menos de momento, no veo razón alguna para que los dos tengamos que sufrir.
Suspiré y estaba a punto de expresar mi desacuerdo cuando me detuvo.
– Sí, ya sé, va a decirme que así es más difícil atrapar a ese criminal, y que Reinhart puede tener información que podría ayudarle. Por supuesto, tiene toda la razón. Pero escuche mis razones, Herr Gunther.
»Para empezar, mi hijo es un chico impulsivo. Lo más probable es que su reacción fuera decirle a ese chantajista que se fuera al diablo, y no pagar. Eso llevaría, casi con toda certeza, a que lo arrestaran. Reinhart es mi hijo, y como madre lo quiero mucho, pero es un estúpido, y no tiene ni idea de pragmatismo. Imagino que el que me está chantajeando comprende muy bien la psicología humana. Y sabe lo que una madre viuda siente por su único hijo, especialmente si es rica y está bastante sola, como yo.
»En segundo lugar, conozco bastante bien el mundo de los homosexuales. El difunto doctor Magnus Hirschfeld escribió varios libros sobre el tema, uno de los cuales me siento orgullosa de haber publicado. Es un mundo secreto y traicionero, Herr Gunther, donde un chantajista tiene carta blanca. Es decir, que puede que ese malvado conozca a mi hijo. Incluso entre hombres y mujeres, el amor puede resultar una buena razón para el chantaje, y más aún si hay adulterio o corrupción de la raza, que parece ser lo que más preocupa a esos nazis.
»Debido a esto, cuando usted haya descubierto la identidad del chantajista, se lo diré a Reinhart y entonces será él quien decidirá lo que se haga. Pero hasta entonces él no sabrá nada de todo esto -Me miró, inquisitiva-. ¿Está de acuerdo?
– Su razonamiento es impecable, Frau Lange. Parece haber reflexionado sobre esto con mucha claridad. ¿Puedo ver las cartas de su hijo?
Asintiendo, extendió el brazo para coger una carpeta que había al lado de su asiento y luego vaciló.
– ¿Es necesario? Quiero decir, leer las cartas.
– Sí, lo es -dije con firmeza-. ¿Conserva las notas del chantajista?
Me entregó la carpeta.
– Todo está aquí -dijo-. Las cartas y los anónimos.
– No le pidió que se los devolviera.
– No.
– Eso es bueno. Quiere decir que estamos tratando con un aficionado. Alguien que hubiera hecho esto antes le habría pedido que le devolviera las notas con cada pago. Para impedir que acumulara pruebas contra él.
– Entiendo.
Eché una ojeada a lo que, con demasiado optimismo, había llamado pruebas. Las notas y los sobres estaban escritos a máquina en papel de buena calidad sin ningún rasgo distintivo y habían sido enviados desde diversos distritos en todo el oeste de Berlín -W.35,W. 40, E. 50- y todos los sellos conmemoraban el quinto aniversario de la llegada al poder de los nazis. Eso me dijo algo. El aniversario había tenido lugar el 30 de enero, así que quien chantajeaba a Frau Lange no debía de comprar sellos muy a menudo.
Las cartas de Reinhart Lange estaban escritas en ese papel tan caro que solo los enamorados se molestan en comprar; esa clase que cuesta tanto que tiene que tomarse en serio. La letra era pulcra y cuidadosa, incluso esmerada, que era más de lo que se podía decir del contenido. Quizás un empleado de una casa de baños otomana no habría encontrado nada censurable en ellas, pero en la Ale mania nazi las cartas de amor de Reinhart Lange bastaban para otorgar a su descarado autor un viaje a un KZ con el pecho lleno de triángulos de color rosa.
– Este doctor Lanz Kindermann -dije, leyendo el nombre en el sobre con perfume a lima-, ¿qué sabe de él exactamente?
– En una época, Reinhart se convenció de que debía seguir un tratamiento contra la homosexualidad. Primero probó varios preparados endocrinos, pero no le hicieron efecto. Parecía que la psicoterapia ofrecía más posibilidades de éxito. Creo que varios miembros de alto rango del partido y chicos de las Juventudes Hitlerianas se habían sometido al mismo tratamiento. Kindermann es psicoterapeuta y Reinhart lo conoció cuando ingresó en su clínica de Wannsee en busca de tratamiento. En lugar de recibirlo, empezó una relación íntima con Kindermann, que también es homosexual.
– Perdone mi ignorancia, pero ¿qué es exactamente la psicoterapia? Pensaba que era algo que ya no estaba permitido.
Frau Lange sacudió la cabeza.