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– Sí, da la casualidad de que sí -dijo-. Es más bien un conocido. Hay un Otto Rahn que está en las SS.

El viejo Hotel Prinze Albrecht Strasse era un edificio notable de cuatro plantas con ventanas en forma de arco y columnas estilo corintio, con dos balcones largos, tamaño dictador, en el primer piso, rematados por un enorme y recargado reloj. Sus setenta habitaciones hacían que nunca hubiera pertenecido a la misma liga que los grandes hoteles como el Bristol o el Adlon, razón por la cual probablemente se lo habían quedado las SS. Llamado ahora SS Haus, y situado al lado del cuartel general de la Ges tapo, en el número 8, era también el cuartel general de Heinrich Himmler en tanto que Reichsführer SS.

En el Departamento de Registro del Personal del segundo piso, mostré mis credenciales y les expliqué mi misión.

– He sido requerido por la SD para que obtenga un certificado de Seguridad para un miembro de las SS a fin de que sea considerado para su promoción al servicio personal del general Heydrich.

El cabo de las SS que estaba de guardia se puso tenso al oír el nombre de Heydrich.

– ¿En qué puedo servirle? -dijo con entusiasmo.

– Deseo ver el expediente de ese hombre. Se llama Otto Rahn.

El cabo me pidió que esperara y luego entró en la sala de al lado, donde buscó el archivador adecuado.

– Aquí está -dijo, volviendo al cabo de unos minutos con la carpeta-. Me temo que tendré que pedirle que lo examine aquí. Solo se puede sacar un expediente de esta oficina con la autorización escrita del propio Reichsführer.

– Como es natural, ya estaba enterado -dije fríamente-. Pero estoy seguro de que me bastará una mirada rápida. Es solo un control rutinario de seguridad.

Me acerqué hasta un atril de lectura que había en el extremo más alejado de la oficina, donde abrí la carpeta para examinar el contenido. Era una lectura interesante.

SS Unterscharführer Otto Rahn, nacido el 18 de febrero de 1904 en Michelstadt, en Odenwald. Estudió Filología en la Uni versidad de Heidelberg, graduándose en 1928. Se incorporó a las SS en marzo 1936, fue ascendido a SS Unterscharführer en abril del 36; destinado a la Di visión SS Calaveras Oberbayern del campo de concentración de Dachau en septiembre del 37; trasladado a la Ofi cina Central para la Ra za y la Re población en diciembre del 38; orador y autor de Cruzada contra el Grial (1933) y Los siervos de Lucifer (1937).

Seguían varias páginas de anotaciones médicas y valoraciones de carácter, entre ellas una evaluación hecha por un SS Gruppenführer, un tal Theodor Eicke, quien describía a Rahn como «diligente, aunque dado a ciertas excentricidades». Según mis cálculos, eso podía abarcar casi cualquier cosa, desde el asesinato a la longitud del cabello.

Le devolví la carpeta al cabo y me dirigí a la salida del edificio. Otto Rahn. Cuanto más descubría de él, menos inclinado me sentía a creer que solo estaba practicando alguna complicada estafa mediante abuso de confianza.

Aquí tenía un hombre interesado en algo que no era solo el dinero. Un hombre para quien la palabra «fanático» no parecía inapropiada. Al volver a Steglitz, pasé en el coche por delante de la casa de Rahn en la Ti ergartenstrasse y no creo que me hubiera sorprendido ver a la Mu jer Escarlata y a la Gran Bes tia del Apocalipsis salir volando por la puerta principal.

Era de noche para cuando llegué a la Cas par-Theyss Strasse, que está justo al sur de la Kur fürstendamm, bordeando el Grunewald. Era una calle tranquila con chalés a los que les faltaba muy poco para ser algo más grandioso y que estaban ocupados principalmente por médicos y dentistas. El número 33, al lado de una pequeña clínica rural, ocupaba la esquina de la Pa ulsbornerstrasse, frente a una gran floristería donde quienes visitaban el hospital podían comprar flores.

Había un toque del Hombrecito de Pan de Jengibre en la extraña casa a la que nos había invitado Rahn. Los ladrillos del sótano y la planta baja estaban pintados de marrón y los del primer y segundo pisos eran de color crema. Una torre de forma heptagonal ocupaba el lado este de la casa, una logia de madera coronada por un balcón en la parte central, y en la oriental, un tejado de madera cubierto de musgo sobresalía por encima de un par de ojos de buey.

– Confío en que hayas traído un diente de ajo -le dije a Hildegard mientras aparcaba. Era evidente que no le gustaba mucho el aspecto de aquel lugar, pero siguió obstinadamente callada, convencida todavía de que todo era un asunto limpio.

Fuimos hasta una verja de hierro forjado que había sido decorada con una serie de símbolos zodiacales y me pregunté como interpretarían todo aquello los dos hombres de las SS que estaban de pie, fumando, debajo de uno de los muchos abetos que había en el jardín. Esta idea me ocupó solo un segundo antes de pasar a la cuestión más difícil de responder de qué hacían allí tanto ellos como varios coches de cargos del partido que había aparcados en la acera.

Otto Rahn abrió la puerta, saludándonos con calidez y comprensión, y nos acompañó hasta un guardarropa donde dejamos los abrigos.

– Antes de entrar -dijo-, debo explicar que a esta sesión van a asistir otras personas. Las proezas de Herr Weisthor como clarividente lo han convertido en el sabio más importante de Alemania. Me parece haberles comentado que hay un cierto número de miembros importantes del partido que apoyan el trabajo de Herr Weisthor (por cierto, estamos en su casa), así que, aparte de Herr Vogelmann y yo mismo, es probable que alguno de los otros invitados les resulte familiar.

Hildegard se quedó boquiabierta.

– ¿No estará hablando del Führer? -dijo.

Rahn sonrió.

– No, no es él, pero sí alguien muy cercano a él. Ha pedido que se le trate como a todos los demás a fin de facilitar un ambiente favorable para el contacto de esta noche. Por eso se lo he dicho ahora, para que no se queden demasiado sorprendidos; es al Reichsführer SS Heinrich Himmler a quien me estoy refiriendo. Sin duda habrán visto a los hombres de seguridad ahí fuera y se habrán preguntado qué pasaba. El Reichsführer es un gran patrocinador de nuestro trabajo y ha asistido a muchas sesiones.

Al salir del guardarropa, pasamos por una puerta insonorizada con piel verde tachonada y acolchada y entramos en una sala en forma de ele de gran tamaño y amueblada con sencillez. Al otro lado de la gruesa alfombra verde y en uno de sus extremos había una mesa redonda, y en el otro un grupo de unas diez personas de pie alrededor de un sofá y un par de sillones. Las paredes, allí donde eran visibles entre los paneles de madera de roble, estaban pintadas de blanco y las cortinas verdes estaban corridas. Había algo clásicamente alemán en aquella habitación, que era igual que decir que era tan cálida y acogedora como un cuchillo del ejército suizo.

Rahn nos ofreció unas bebidas y nos presentó, a Hildegard y a mí, a los presentes. Lo primero que detecté fue la pelirroja cabeza de Vogelmann; le saludé con un gesto y luego busqué a Himmler. Como nadie llevaba uniforme resultó un tanto difícil distinguirlo con su traje cruzado de color oscuro. Era más alto de lo que esperaba, y también más joven, quizá no tuviera más de treinta y siete o treinta y ocho años. Al hablar, parecía un hombre de modales suaves y, salvo por su enorme Rolex de oro, mi impresión general fue que lo podrías tomar por un director de escuela en lugar de por el jefe de la policía secreta alemana. ¿Qué tendrían los relojes de pulsera suizos que los hacía tan atractivos para los hombres con poder? Pero un reloj no era tan atractivo para este hombre en concreto como Hildegard Steininger, según parecía, y pronto los dos comenzaron a conversar animadamente.