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– Sí, entiendo que la policía podría mostrarse difícil -dije-. Puede contar con que no diré nada de lo que ha sucedido esta noche, y mi esposa tampoco.

– Herr Steininger, sabía que lo comprendería. -Abrió la puerta de la calle-. Por favor, no vacilen en ponerse en contacto con nosotros de nuevo si desean volver a establecer comunicación con su hija, pero yo esperaría un tiempo. No es bueno convocar a un espíritu con demasiada frecuencia.

Nos despedimos de nuevo y regresamos al coche.

– Sácame de aquí, Bernie -dijo Hildegard entre dientes mientras le abría la puerta del coche.

Cuando puse en marcha el motor, volvía a llorar, solo que esta vez era del impacto recibido y de puro horror.

– No puedo creer que haya gente tan… tan malvada -dijo sollozando.

– Siento que hayas tenido que pasar por esto -dije-. De verdad que lo siento. Habría dado cualquier cosa por evitártelo, pero era la única manera.

Conduje hasta el final de la calle y salí a la Bis markplatz, una tranquila intersección de calles de barrio con una pequeña extensión de hierba en el medio. Solo entonces me di cuenta de lo cerca que estábamos de la casa de Frau Lange en la Her bertstrasse. Vi el coche de Korsch y aparqué detrás de él.

– Bernie, ¿crees que la policía la encontrará?

– Sí, creo que sí.

– Pero ¿cómo pudo fingir que sabía dónde estaba? ¿Cómo podía saber todas aquellas cosas de ella? Eso de que le gustaba la danza…

– Porque él o uno de los otros la pusieron allí. Probablemente hablaron con Emmeline y le hicieron unas cuantas preguntas antes de matarla. Solo en aras de la autenticidad.

Se sonó y luego levantó los ojos.

– ¿Por qué hemos parado?

– Porque voy a volver allí para echar una ojeada. Para ver si puedo averiguar qué sucio juego se traen entre manos. El coche aparcado delante lo lleva uno de mis hombres. Se llama Korsch y te acompañará a casa.

Asintió.

Por favor, Bernie, ten cuidado -dijo con voz entrecortada, dejando caer la cabeza sobre el pecho.

– ¿Estás bien, Hildegard?

Buscó a tientas la manija de la puerta.

– Me parece que voy a vomitar.

Cayó de lado sobre la acera, vomitando en la cuneta y ensuciándose la manga al parar la caída con la mano. Salté del coche y corrí hasta la puerta del pasajero para ayudarla, pero Korsch llegó antes que yo y la sujetó por los hombros hasta que recuperó la respiración.

– Por todos los santos -dijo Korsch-, ¿qué ha pasado en ese sitio?

De cuclillas al lado de Hildegard, le enjugué el sudor de la cara antes de limpiarle la boca. Me cogió el pañuelo de la mano y permitió que Korsch la ayudara a sentarse de otra vez.

– Es una larga historia -dije- y me temo que tendrás que esperar un poco para que te la cuente. Quiero que la lleves a casa y luego me esperes en el Alex. Que Becker también esté allí. Tengo la sensación de que vamos a tener trabajo esta noche.

– Lo siento -dijo Hildegard-. Ya estoy bien.

Sonrió valientemente. Korsch y yo la ayudamos a salir del coche y, sosteniéndola por la cintura, la llevamos hasta el coche de Korsch.

– Tenga cuidado, señor -dijo él al sentarse al volante y poner en marcha el motor.

Le dije que no se preocupara.

Cuando se marcharon, esperé en el coche una media hora y luego volví andando por la Cas par-Theyss Strasse. Se estaba levantando un poco de viento y un par de veces cobró tanta intensidad entre los árboles que bordeaban la oscura calle que, de haber tenido un temperamento más imaginativo, quizás hubiera imaginado que tenía algo que ver con lo sucedido en casa de Weisthor. Lo de molestar a los espíritus y todo eso. En realidad, me sentía invadido por una sensación de peligro que el viento que gemía a través del cielo tormentoso no hacía nada por aliviar. Si acaso, la sensación se agudizó cuando volví a ver la casa de pan de jengibre.

Los coches ya habían desaparecido de la acera, pero pese a ello me acerqué al jardín con cautela, por si por alguna razón se hubieran quedado allí los dos hombres de las SS. Una vez seguro de que la casa no estaba vigilada, la rodeé de puntillas y fui hasta la ventana del cuarto de baño que había dejado abierta. Hice bien en no hacer ruido, porque la luz estaba encendida y desde el interior de la pequeña habitación se oía el inconfundible sonido de un hombre que hacía grandes esfuerzos en el retrete. Pegándome bien a la pared, oculto entre las sombras, esperé a que acabara y, finalmente, después de lo que parecieron diez o quince minutos, oí el sonido de la cadena y el agua al caer y vi que se apagaba la luz.

Pasaron varios minutos antes de que me pareciera seguro subirme a la ventana y empujarla hacia arriba. Pero aun antes de entrar en el cuarto ya habría deseado estar en otra parte o, por lo menos, llevar una máscara antigás, ya que el olor fecal que se ofreció a mi nariz era tal que habría revuelto el estómago de todo el personal de una clínica especializada en proctología. Supongo que es a eso a lo que los policías se refieren cuando dicen que el nuestro a veces es un trabajo nauseabundo. Por mi dinero que tener que quedarse quieto en un lugar donde alguien ha culminado un movimiento de vientre de proporciones auténticamente góticas es lo más nauseabundo que pueda haber.

El horrible olor fue la principal razón de que decidiera salir al guardarropa bastante más rápidamente de lo que hubiera sido seguro y que casi me viera el mismo Weisthor cuando pasaba cansinamente por delante de la puerta y cruzaba el vestíbulo hacia una sala del lado opuesto.

– Vaya viento que hace -dijo una voz, que reconocí como perteneciente a Otto Rahn.

– Sí -dijo Weisthor con una risita-.Todo colaboraba al ambiente, ¿no es verdad? Himmler estará especialmente complacido con este cambio de tiempo. Sin duda le atribuirá todo tipo de wagnerianas ideas sobrenaturales.

– Estuviste magnífico, Karl -dijo Rahn-. Incluso el Reichsführer lo comentó.

– Pero pareces cansado -dijo una tercera voz, que supuse sería la de Kindermann-. Será mejor que me dejes echarte una mirada.

Avancé deslizándome y miré por la rendija que quedaba entre la puerta y el marco. Weisthor estaba quitándose la chaqueta y colgándola del respaldo de una silla. Sentándose pesadamente, dejó que Kindermann le tomara el pulso. Parecía apático y pálido, casi como si realmente hubiera estado en contacto con el mundo de los espíritus. Pareció haber oído mis pensamientos.

– Fingirlo es casi tan cansado como hacerlo de verdad -dijo.

– Quizá tendría que ponerte una inyección -comentó Kindermann-. Un poco de morfina te ayudará a dormir. -Sin esperar respuesta, extrajo una botellita y una jeringuilla hipodérmica de un maletín médico y se dispuso a preparar la aguja-. Después de todo, no queremos que estés cansado para el próximo Tribunal de Honor, ¿verdad?

– Desde luego te necesitaré allí, Lanz -dijo Weisthor subiéndose la manga y mostrando un antebrazo tan magullado y marcado de señales de pinchazos que parecía que lo hubieran tatuado-. No podré superarlo sin cocaína. Encuentro que es maravillosa para aclarar la mente. Y necesitaré estar tan trascendentalmente estimulado que el Reichsführer SS encuentre lo que tengo que decir absolutamente irresistible.

– ¿Sabes?, por un momento pensé de verdad que ibas a hacer la revelación esta noche -dijo Rahn-. Realmente lo pusiste a prueba con todo eso de que la chica no quería causar problemas a nadie. Bueno, francamente, ahora casi lo cree.