¿O había alguna otra razón para que Heydrich tuviera que ir a Wewelsburg dentro de pocos días? Nada que tuviera que ver con él era nunca exactamente lo que parecía, aunque yo no dudaba ni por un segundo que disfutaría con la incomodidad de Himmler. Para él sería un hermoso y espeso baño de chocolate por encima del pastel, cuyo ingrediente principal era el arresto de Weisthor y los otros conspiradores anti-Heydrich dentro de las SS.
No obstante, para probarlo iba a necesitar algo más que los papeles de Weisthor; algo más elocuente e inequívoco que convenciera al propio Reichsführer.
Fue entonces cuando pensé en Reinhart Lange. La excrecencia más débil del maculado cuerpo del plan de Weisthor no iba a necesitar, seguro, un bisturí limpio y afilado para extirparla. Yo tenía todavía la uña sucia y astillada que haría la tarea; tenía dos de sus cartas a Lanz Kindermann.
De vuelta al Alex, fui derecho a la mesa del sargento de guardia y encontré a Korsch y a Becker esperándome, junto con el profesor Illmann y el sargento Gollner.
– ¿Otra llamada?
– Sí, señor -dijo Gollner.
– Bien, en marcha.
Desde el exterior, la Cer vecería Schultheiss, en Kreuzberg, con su uniforme ladrillo rojo, sus numerosas torres y torretas, así como el jardín de buen tamaño, parecía más una escuela que una fábrica de cerveza. De no ser por el olor, que incluso a las dos de la madrugada era lo bastante fuerte como para provocar picazón en la nariz, se podría haber esperado encontrar salas llenas de pupitres en lugar de barriles de cerveza. Nos detuvimos ante la caseta, en forma de tienda de campaña, del guardia.
– Policía -le chilló Becker al guardia de noche, que parecía un barril de cerveza también él. Tenía un estómago tan grande que dudo que pudiera alcanzar los bolsillos del mono, incluso queriendo-. ¿Dónde guardan los barriles de cerveza viejos?
– ¿Cuáles? ¿Habla de los vacíos?
– No exactamente. Hablo de los que probablemente necesitan algún tipo de reparación.
El hombre se llevó la mano a la frente como si saludara.
– Tiene toda la razón, señor. Sé exactamente a lo que se refiere. Por aquí, por favor.
Salimos de los coches y lo seguimos, recorriendo en sentido contrario la calle por la que habíamos llegado. Al cabo de un corto trecho, pasamos agachados por una puerta verde que había en la pared de la cervecería y bajamos por un corredor largo y estrecho.
– ¿No tienen cerrada esa puerta? -pregunté.
– No hay necesidad -dijo el vigilante-. Aquí no hay nada que valga la pena robar. La cerveza se guarda detrás de la verja.
Era una vieja bodega con un par de siglos de suciedad en el techo y en el suelo. Una bombilla desnuda en la pared añadía un toque amarillento a la penumbra.
– Bueno, es aquí -dijo el hombre-. Supongo que esto es lo que andan buscando. Aquí es donde dejan los barriles que hay que reparar. Solo que muchos de ellos nunca llegan a repararse. Algunos no se han movido desde hace años.
– Joder -dijo Korsch-, por lo menos habrá un centenar.
– Por lo menos -dijo nuestro guía riendo.
– Bueno, pues será mejor que nos pongamos manos a la obra, ¿no?
– ¿Qué es lo que buscan exactamente?
– Un abrebotellas -dijo Becker-. Vamos, sea buen chico y márchese, ¿quiere?
El hombre lo miró socarrón, dijo algo entre dientes y luego se marchó anadeando, con gran diversión por parte de Becker.
Fue Illmann quien la encontró. Ni siquiera quitó la tapa.
– Aquí. Este es, lo han movido, y hace poco. Y la tapa es de un color diferente que la de los otros. -Levantó la tapa, respiró hondo y luego iluminó el interior con la linterna-. Es ella, no hay duda.
Me acerqué y eché una larga mirada por mí mismo y otra por Hildegard. Había visto suficientes fotografías de Emmeline en el piso para reconocerla inmediatamente.
– Sácala de ahí lo antes posible, profesor.
Illmann me dirigió una mirada extrañada y luego asintió. Quizá notó algo en mi tono de voz que le hizo pensar que mi interés era algo más que profesional. Con un gesto llamó al fotógrafo de la policía.
– Becker -dije.
– ¿Sí, señor?
– Necesito que vengas conmigo.
De camino a casa de Reinhart Lange nos detuvimos en mi oficina para recoger las cartas. Serví un buen vaso de schnapps y le expliqué parte de lo que había ocurrido aquella noche.
– Lange es el eslabón débil. Les oí decirlo. Y lo que es más, es un marica. -Vacié el vaso y me serví otro, inhalando profundamente para aumentar el efecto, notando en los labios una sensación de hormigueo mientras mantenía la bebida contra el paladar durante un rato antes de tragarla. Me estremecí un poco al dejarla deslizarse por mi columna-. Quiero que le apliques un tratamiento de brigada Antivicio.
– ¿Sí? ¿Cómo de duro?
– Quiero que le hagas un jodido frac.
Becker sonrió y se acabó la bebida.
– ¿Qué lo deje más plano que una estera? Capto la idea. -Se desabrochó la chaqueta y sacó una corta porra de goma con la que se golpeó en la palma de la mano-. Lo acariciaré con esto.
– Bueno, confío en que sabrás utilizarla mejor que esa Parabellum que llevas. Quiero a ese tipo vivo. Cagado de miedo, pero vivo. Para que pueda contestar a unas preguntas. ¿Lo entiendes?
– No se preocupe -dijo-. Soy un experto con este bonito caucho. Solo lo despellejaré, ya verá. Los huesos podemos dejarlos para cuando usted diga.
– No hay duda de que esto te gusta, ¿verdad?, lo de acojonar a la gente.
Becker se rió.
– ¿A usted no?
La casa estaba en la Lützo wufer Strasse, con vistas sobre el canal Landwehr y lo bastante cerca del Zoo como para oír a los parientes de Hitler quejándose del nivel de los alojamientos. Era un elegante edificio de tres plantas, de estilo guillermino, pintado de color naranja y con una gran mirador cuadrado en el primer piso. Becker se puso a tirar de la campanilla como si trabajara a destajo. Cuando se cansó pasó a golpear el picaporte. Finalmente, se encendió una luz en el vestíbulo y oímos descorrerse un cerrojo.
La puerta se abrió con la cadena puesta y vimos la pálida cara de Lange atisbando nerviosamente desde detrás.
– Policía -dijo Becker-. Abra la puerta.
– ¿Qué sucede? -dijo tragando saliva-. ¿Qué quieren?
Becker dio un paso atrás.
– Cuidado, señor -dijo, y le dio una patada a la puerta con la suela de la bota.
Oí chillar a Lange como un cerdo cuando Becker dio la segunda patada. Al tercer intento la puerta se abrió con un tremento ruido de madera astillada para mostrar a Lange que huía escaleras arriba en pijama.
Becker fue tras él.
– No lo mates, por todos los santos -dije chillando.
– Oh, Dios, socorro -gorjeó Lange cuando Becker lo cogió por el tobillo y empezó a arrastrarlo por las escaleras. Retorciéndose, trató de librarse de Becker dándole patadas, pero no le sirvió de nada y, siguiendo a Becker, que tiraba de él, bajó rebotando por las escaleras sobre su gordo trasero. Cuando llegó abajo, Becker lo agarró por la cara y tiró de las mejillas hacia las orejas.
– Cuando digo que abras la puerta, abres la jodida puerta, ¿entiendes? -Luego puso toda la mano sobre la cara de Lange y le golpeó la cabeza contra la escalera-. ¿Lo has entendido, maricón? -Lange protestó a voz en grito y Becker lo cogió por el pelo y lo abofeteó dos veces, con fuerza-. He dicho que si lo has entendido, maricón.