– Sí -respondió aullando.
– Ya es suficiente -dije apartándolo por el hombro.
Se puso de pie respirando pesadamente y me sonrió.
– Dijo usted un frac, señor.
– Ya te diré cuándo necesita más de lo mismo.
Lange se secó el labio que le sangraba y contempló la sangre que le había manchado la palma de la mano. Tenía los ojos llenos de lágrimas pero seguía arreglándoselas para mostrarse indignado.
– Oigan -berreó-, ¿qué demonios es todo esto? ¿Qué creen que hacen metiéndose así en mi casa?
– Explícaselo -dije.
Becker le asió por el cuello del batín de seda y se lo retorció contra el rechoncho cuello.
– Te has ganado un triángulo rosa, gordito -dijo-. Un triángulo rosa con distintivo si hemos de fiarnos de las cartas a tu amigo Kindermann, el tapaculos.
Lange se arrancó la mano de Becker del cuello y lo miró furioso.
– No sé de qué está hablando -dijo entre dientes-. ¿Un triángulo rosa? ¿Qué significa eso, por todos los santos?
– Artículo 175 del código penal alemán -dije.
Becker citó el artículo de memoria:
– Cualquier varón que se permita practicar actividades delictivas indecentes con otro varón o consienta en participar en esas actividades, será castigado con la cárcel. -Le dio unos cachetes, como jugando, con el dorso de los dedos-. Eso quiere decir que estás arrestado, gordo tapaculos.
– Pero esto es ridículo.Yo nunca he escrito ninguna carta a nadie. Y no soy homosexual.
– Ah, no eres homosexual -dijo Becker, sarcástico-. Y yo no meo por el pito. -Del bolsillo de la chaqueta sacó las dos cartas que yo le había dado y las blandió ante la cara de Lange-. Y supongo que estas se las escribió al ratoncito Pérez, ¿verdad?
Lange hizo un amago de coger las cartas, pero no lo consiguió.
– Qué malos modales -dijo Becker abofeteándolo de nuevo, pero más fuerte.
– ¿De dónde las ha sacado?
– Yo se las di.
Lange me miró y luego volvió a mirarme.
– Un momento -dijo-. Lo conozco. Usted es Steininger. Estaba allí, esta noche, en… -Se calló a tiempo de no decir dónde me había visto.
– Exacto, estaba en la pequeña fiesta de Weisthor. Sé una buena parte de lo que está pasando. Y tú me vas a ayudar con el resto.
– Está malgastando el tiempo, quienquiera que sea. No voy a decirle nada.
Le hice un gesto a Becker, que empezó a golpearlo de nuevo. Yo observé, indiferente, mientras primero le daba con la porra en las rodillas y los tobillos y luego una vez, ligeramente, en la oreja, odiándome por mantener vivas las mejores tradiciones de la Ges tapo y por la fría y deshumanizada brutalidad que sentía en las entrañas. Le dije que parara.
Esperando que Lange dejara de lloriquear, anduve un poco por allí, husmeando. En completo contraste con el exterior, el interior de la casa de Lange era cualquier cosa menos tradicional. El mobiliario, las alfombras y los cuadros, de los que había muchos, eran todos del más caro estilo moderno, de la clase que es más fácil mirar que vivir con ella.
Cuando por fin vi que Lange se había controlado, le dije:
– Vaya casa que tiene. Puede que no coincida con mi gusto, pero, bien mirado, yo soy un poco anticuado. Ya sabe, uno de esos tipos torpes con las articulaciones redondeadas, el tipo que pone la comodidad personal por delante del culto a la geometría. Pero apuesto a que se siente cómodo aquí. ¿Crees que le gustará la trena del Alex, Becker?
– ¿Qué, el calabozo, señor? Muy geométrico, señor. Con todos aquellos barrotes de hierro.
– Sin olvidar a todos aquellos tipos tan bohemios que estarán allí y que le dan a Berlín su vida nocturna, famosa en el mundo entero. Los violadores, los asesinos, los ladrones, los borrachos… hay muchos borrachos en la trena, vomitando por todas partes…
– Es algo asqueroso de verdad, señor, no hay duda.
– ¿Sabes, Becker? No creo que podamos meter a alguien como Herr Lange allí. Me parece que no lo encontraría en absoluto de su gusto, ¿no crees?
– Cabrones.
– No creo que durara una noche, señor. Especialmente si encontráramos algo especial en su guardarropa para vestirlo. Algo artístico, como conviene a un hombre de la sensibilidad de Herr Lange. Quizás incluso un poco de maquillaje, ¿eh, señor? Tendría un aspecto muy agradable con un poco de carmín y colorete.
Soltó una risita, entusiasmado… era un sádico innato.
– Me parece que será mejor que hable conmigo, Herr Lange -dije.
– No me asustan, cabrones de mierda. ¿Lo oyen? No me asustan.
– Es una lástima. Porque, a diferencia del Kriminalassistant Becker, aquí presente, yo no disfruto especialmente con la perspectiva del sufrimiento humano. Pero me temo que no tengo alternativa. Me gustaría hacer las cosas bien, pero, francamente, no tengo tiempo.
Lo arrastramos escaleras arriba hasta el dormitorio, donde Becker escogió un conjunto del armario-vestidor de Lange. Cuando encontró colorete y carmín, Lange soltó un rugido y trató de atacarme.
– No -dijo chillando-, no me pondré eso.
Le cogí el puño y le retorcí el brazo a la espalda.
– Tú, cobarde llorica. Maldita sea, Lange, lo llevarás y te gustará o puedes estar seguro de que te colgaremos cabeza abajo y te cortaremos el cuello, como a todas esas chicas que tus amigos han asesinado. Y luego puede que echemos lo que quede de ti dentro de un barril de cerveza o de un baúl viejo y miremos qué tal se siente tu madre cuando tenga que identificarte después de seis semanas.
Le puse las esposas y Becker empezó a maquillarlo. Cuando acabó, comparado con él, Oscar Wilde habría tenido un aspecto tan modesto y conservador como el de un ayudante de tapicero de Hannover.
– Vamos -gruñí-, acompañemos a esta nena Kit-Kat de vuelta a su hotel.
No habíamos exagerado al hablar del calabozo nocturno del Alex. Probablemente sea igual en cualquier comisaria de policía de cualquier gran ciudad. Pero como el Alex es una comisaría de policía de una ciudad muy, muy grande, en consecuencia, el calabozo es también muy grande. De hecho, es enorme, tan grande como un cine corriente, salvo que no tiene asientos. Tampoco tiene literas ni ventanas ni ventilación. Solo un sucio suelo, sucias bacinillas, sucios barrotes, sucia gente y piojos. La Ges tapo metía allí a un montón de detenidos que no le cabían en la Prinz Al brecht Strasse. La Or po metía allí a los borrachos nocturnos para que se pelearan, vomitaran y durmieran la mona. La Kri po lo utilizaba igual que la Ges tapo utilizaba el canal; como sumidero para sus desperdicios humanos. Era un lugar horrible para un ser humano; incluso para uno como Reinhart Lange. Tuve que recordarme sin cesar lo que él y sus amigos habían hecho, pensar en Emmeline Steininger, metida en aquel barril como si fuera un montón de patatas podridas. Algunos de los prisioneros silbaron y lanzaron besos cuando vieron lo que traíamos y Lange se puso pálido de miedo.
– Dios santo, no irán a dejarme aquí -dijo-, aferrándose a mi brazo.
– Pues entonces, suéltalo todo -dije-. Weisthor, Rahn, Kindermann. Una declaración firmada y te conseguiré una bonita celda para ti solo.
– No puedo, no puedo, no sabe lo que me harían.
– No -dije, y señalé con la cabeza a los hombres de detrás de los barrotes-, pero sé lo que esos te harán.
El sargento de guardia abrió la enorme y pesada jaula y se apartó cuando Becker empujó a Lange dentro del calabozo.
Sus chillidos todavía me resonaban en los oídos cuando llegué de vuelta a Steglitz.
Hildegard estaba tumbada en el sofá, dormida con el cabello extendido sobre el cojín como si fuera la aleta dorsal de algún exótico pez rojo. Me senté y acaricié su suavidad de seda y luego la besé en la frente, notando el olor a alcohol de su aliento al hacerlo. Se despertó, se le abrieron los ojos, unos ojos tristes y anegados de lágrimas. Me puso la mano en la mejilla y luego en la nuca, atrayéndome hacia sus labios.