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– No estoy segura del todo. Pero creo que se hace hincapié en tratar los trastornos mentales como parte de la salud física en su conjunto. No me pregunte en qué difiere de ese Freud, salvo que él es judío y Kindermann es alemán y su clínica es exclusivamente para alemanes. Alemanes ricos, con problemas de drogas y alcohol, de esa clase que se siente atraída por las facetas más excéntricas de la medicina; la quiropráctica y todo eso. O esos otros que solo buscan un caro descanso. Entre los pacientes de Kindermann se cuenta incluso Rudolf Hess, el lugarteniente del Führer.

– ¿Conoce personalmente al doctor Kindermann?

– Solo lo he visto una vez. No me gustó. Es un austríaco arrogante.

– ¿No lo son todos? -murmuré-. ¿Cree que sería capaz de hacer un poco de chantaje? Después de todo, las cartas iban dirigidas a él. Si no es Kindermann, tiene que ser alguien que lo conozca perfectamente o, por lo menos, alguien que haya tenido la oportunidad de robarle las cartas.

– Confieso que no había sospechado de Kindermann por la simple razón de que las cartas los implican a los dos. -Se quedó pensativa un momento-. Ya sé que suena estúpido, pero nunca había pensado en cómo las cartas habrían llegado a caer en manos de otra persona. Pero ahora que usted lo menciona, supongo que las debieron de robar; a Kindermann, diría yo.

Asentí y dije:

– De acuerdo. Ahora déjeme que le haga una pregunta bastante más difícil.

– Ya sé lo que va a decir, Herr Gunther -dijo con un enorme suspiro-. Me va a preguntar si he pensado en la posibilidad de que mi propio hijo sea el culpable.

Me miró con ojo crítico y añadió:

– No me he equivocado con usted, ¿verdad? Es justo la clase de pregunta cínica que esperaba que me hiciera. Ahora sé que puedo confiar en usted.

– Para un detective ser cínico es tan necesario como para un jardinero tener mano con las plantas, Frau Lange. A veces ese cinismo me mete en líos, pero casi siempre me impide subestimar a las personas. Así que espero que me perdone si le digo que esta podría ser la mejor de las razones para no involucrarlo a él en la investigación, y que usted ya había pensado en ello.

La vi sonreír ligeramente y añadí:

– Ya ve que no la subestimo, Frau Lange. -Ella asintió-. ¿Cree que podría estar escaso de dinero?

– No, como director del consejo de la Edi torial Lange, tiene un salario considerable. Además, tiene rentas de un elevado fideicomiso que su padre estableció para él. También es verdad que le gusta jugar, pero peor que eso, a mi modo de ver, es que es el propietario de una cabecera totalmente inútil llamada Urania.

– ¿Cabecera?

– Una revista. Sobre astrología u otra tontería así. No ha hecho más que perder dinero desde el día que la compró. -Encendió otro cigarrillo y le dio una calada con los labios fruncidos como si fuera a silbar una melodía-. Pero sabe que si alguna vez necesitara dinero, solo tendría que venir a pedírmelo.

Sonreí con aire lastimero.

– Ya sé que no tengo un aspecto precisamente encantador, pero ¿alguna vez ha pensado en adoptar a alguien como yo?

Se echó a reír al oírme y añadí:

– Me parece que su hijo es un joven muy afortunado.

– Es un malcriado, eso es lo que es. Y ya no es tan joven. -Se quedó mirando fijamente al vacío, en apariencia siguiendo el humo del cigarrillo-. Para una viuda rica como yo, Reinhart es lo que en el mundo de los negocios llamamos un «líder en pérdidas». No hay decepción alguna en la vida que pueda compararse ni de lejos a la desilusión producida por nuestro propio hijo.

– ¿De verdad? He oído decir que los hijos son una bendición cuando nos vamos haciendo mayores.

– ¿Sabe una cosa?, para ser un cínico, está empezando a sonar muy sentimental. Es fácil ver que no tiene hijos. Así que déjeme que le corrija: los hijos son el reflejo de nuestra propia vejez. Son la forma más rápida de envejecer que conozco. El espejo de nuestro declive. Sobre todo del mío.

El perro bostezó y se bajó de un salto de su falda como si ya hubiera oído eso muchas veces. En el suelo se estiró y corrió hacia la puerta, donde se volvió y miró hacia su ama con aire expectante. Sin inmutarse ante aquella exhibición de arrogancia canina, Frau Lange se levantó para dejar que el animal saliera de la sala.

– Bueno, ¿y ahora qué hacemos? -dijo, volviendo a su chaise longue.

– Esperar a que llegue otra nota. Yo me encargaré de la próxima entrega de dinero. Pero hasta entonces me parece que sería buena idea si yo ingresara como paciente en la clínica de Kindermann durante unos días. Me gustaría saber un poco más sobre el amigo de su hijo.

– Supongo que eso es lo que quería decir al hablar de gastos, ¿no?

– Trataré de que sea una estancia corta.

– Procure que sea así -dijo, adoptando un tono de maestra de escuela-. La Clí nica Kindermann cuesta cien marcos al día.

– Muy respetable -dije soltando un silbido.

– Y ahora tendrá que disculparme, Herr Gunther -dijo-.Tengo que preparar una reunión.

Me guardé el dinero que me había dado y nos estrechamos la mano, después de lo cual recogí la carpeta que me había dado y encaminé mis pasos hacia la puerta.

Recorrí el polvoriendo pasillo y atravesé el vestíbulo.

Una voz bramó:

– Quédese donde está. Tengo que acompañarlo a la puerta. A Frau Lange no le gusta que no les abra la puerta a sus visitas yo misma.

Puse la mano en el pomo de la puerta y me encontré con algo pegajoso.

– Seguro que es debido a ese carácter tan agradable que tiene usted. -Abrí la puerta de golpe, irritado, mientras el caldero negro atravesaba anadeando el vestíbulo-. No se preocupe -dije examinándome la mano-. Siga con lo que sea que esté haciendo en este pozo de polvo.

– Llevo mucho tiempo con Frau Lange -gruñó-, y nunca ha tenido ninguna queja de mí.

Me pregunté si se trataría de chantaje; después de todo, no tiene sentido tener un perro guardián que no ladra. No se me ocurría modo alguno de que fuera una cuestión de afecto, no con esta mujer. Había más probabilidades de llegar a sentir afecto por un cocodrilo. Nos miramos fijamente unos segundos y luego dije:

– ¿La señora siempre fuma tanto?

La negra lo pensó un momento, preguntándose si sería una pregunta con trampa. Finalmente, decidió que no lo era.

– Siempre va con un pitillo en la boca, se lo digo yo.

– Bueno, eso lo explica todo -dije-. Con todo ese humo a su alrededor, apuesto a que ni siquiera sabe que está usted aquí.

Masculló un taco y me cerró la puerta en la cara.

Tenía mucho en que pensar mientras conducía a lo largo de la Kur furstendamm hacia el centro de la ciudad. Pensé en Frau Lange y aquellos mil marcos suyos que llevaba en el bolsillo. Pensé en un corto descanso en una bonita y cómoda clínica con los gastos pagados por ella y en la oportunidad que se me ofrecía, al menos durante un tiempo, de escapar de Bruno y de su pipa; por no hablar de Arthur Nebe y Heydrich. Puede que incluso curara mi insomnio y mi depresión.

Pero más que nada pensé en cómo podía haber llegado a darle mi tarjeta profesional y el número de teléfono de mi casa a una mariposilla austríaca de la que nunca había oído hablar.

3. Miércoles, 31 de agosto

La zona al sur de la König strasse, en Wannsee, alberga todo tipo de clínicas y hospitales privados, elegantes y lujosos, donde utilizan tanto éter en los suelos y ventanas como en los pacientes mismos. En lo que atañe al tratamiento, se inclinan a ser igualitarios. Un hombre podría tener la constitución de un elefante africano y no dejarían por ello de tratarle como si estuviera traumatizado por la guerra, asignándole un par de enfermeras de labios pintados para que le ayudaran con las marcas más selectas de cepillos de dientes y de papel higiénico, siempre y cuando pudiera pagarlo. En Wannsee, tu saldo en el banco importa más que tu presión sanguínea.