– Tengo que hablar contigo -dije resistiéndome.
Me puso un dedo en los labios.
– Sé que está muerta -dijo-. Ya he llorado todo lo que tenía que llorar. El pozo está seco.
Sonrió tristemente y le besé cada párpado tiernamente, alisándole el perfumado cabello con la palma de la mano, frotando los labios contra su oreja, mordisqueándole el cuello mientras ella me estrechaba entre sus brazos, más y más.
– Tú también has tenido una noche espantosa -dijo con dulzura-. ¿No es cierto, cariño?
– Espantosa -dije.
– Me preocupaba saber que habías vuelto a aquella casa horrorosa.
– No hablemos de eso.
– Llévame a la cama, Bernie.
Me rodeó el cuello con los brazos y yo la cogí, sujetándola contra mí como si fuera una inválida y, levantándola, la llevé al dormitorio. La senté en el borde de la cama y empecé a desabrocharle la blusa. Cuando se la hube quitado, suspiró y se dejó caer sobre el edredón. «Está un poco bebida», pensé, bajándole la cremallera de la falda y tirando de ella suavemente hacia abajo por las piernas vestidas con medias. Le quité la combinación y le besé los pequeños pechos, el vientre y luego la parte interior de los muslos. Pero parecía que las bragas le venían muy ajustadas o que se le habían quedado enganchadas entre las nalgas y se resistían a mis tirones. Le pedí que levantará el trasero.
– Rómpelas -dijo.
– ¿Qué?
– Que las rompas. Hazme daño, Bernie. Utilízame.
Hablaba con un ansia que la dejaba sin respiración y sus muslos se abrían y se cerraban como las mandíbulas de alguna enorme mantis religiosa.
– Hildegard…
Me golpeó con fuerza en la boca.
– Escucha, maldito seas. Hazme daño cuando te digo que me lo hagas.
La cogí por la muñeca cuando iba a golpearme de nuevo.
– He tenido suficiente por una noche -dije, cogiéndole la otra mano-. Basta.
– Por favor, tienes que hacerlo.
Negué con la cabeza, pero enrolló las piernas en torno a mi cintura y mis riñones se crisparon cuando sus fuertes muslos me apretaron más.
– Basta, por todos los santos.
– Pégame, estúpido cabrón. ¿Te había dicho que eras estúpido? Un típico poli cabezota. Si fueras un hombre, me violarías. Pero no tienes agallas, ¿verdad?
– Si lo que buscas es sentir dolor, entonces te llevaré al depósito de cadáveres. -Sacudí la cabeza, negándome, le separé los muslos y luego los aparté de mí-. Pero así no. Esto tiene que ser con amor.
Dejó de revolverse y durante un momento pareció reconocer la verdad de lo que yo le decía. Sonrió y luego, levantando la boca hacia mí, me escupió en la cara.
Después de aquello ya no quedaba nada más que marcharse.
Tenía un nudo en el estómago, frío y solitario igual que mi piso en la Fa sanenstrasse, y en cuanto llegué a casa me agencié una botella de coñac para deshacerlo. Alguien dijo una vez que la felicidad es lo negativo, la pura abolición del deseo y la extinción del dolor. El coñac me ayudó un poco. Pero antes de caer dormido, todavía con el abrigo puesto y sentado en el sillón, me parece que me di cuenta de lo positivamente que me había visto afectado.
22. Domingo, 6 de noviembre
Sobrevivir, especialmente en estos tiempos difíciles, tiene que contar como una hazaña de algún tipo. No es nada fácil conseguirlo. La vida en la Ale mania nazi exige que trabajes para lograrlo. Pero, habiendo hecho lo necesario, te queda el problema de darle algún sentido. Después de todo, ¿para qué sirven la salud y la seguridad si tu vida no tiene sentido?
No solo sentía lástima de mí mismo. Como muchas otras personas, yo estoy verdaderamente convencido de que siempre hay alguien que está peor. Además, en este caso lo sabía con certeza. A los judíos ya los perseguían, pero si Weisthor se salía con la suya, sus sufrimientos iban a ser llevados a un nuevo extremo. Y en ese caso, ¿en qué lugar nos dejaba eso a ellos y nosotros juntos? ¿En qué condiciones quedaría Alemania?
Me dije que en verdad no era asunto mío y que los judíos se lo habían buscado, pero incluso si fuera así, ¿qué valía nuestro placer al lado de su dolor? ¿Nuestra vida era más dulce a sus expensas? ¿Es que mi libertad me sabía mejor como resultado de su persecución?
Cuanto más pensaba en ello, más cuenta me daba de la urgencia, no solo de detener a los asesinatos, sino también de frustrar el objetivo declarado de Weisthor de convertir la vida de los judíos en un infierno, y más sentía que actuar de otra manera me degradaría en igual medida.
No soy ningún quijote, solo un hombre curtido, con un abrigo arrugado, de pie en una encrucijada, con una vaga idea de algo que podríamos decidirnos a llamar moralidad. Por supuesto, no soy demasiado escrupuloso en las cosas que podrían beneficiar mi bolsillo y tengo tanta capacidad para inspirar a un grupo de jóvenes matones a que hagan buenas obras como para ponerme en pie y cantar un solo en el coro de la iglesia. Pero de una cosa estaba seguro: ya estaba harto de mirarme las uñas cuando había ladrones en la tienda.
Tiré la pila de cartas encima de la mesa frente a mí.
– Las encontramos cuando registramos tu casa -dije.
Un Reinhart Lange muy cansado y desaliñado las contempló sin demasiado interés.
– A lo mejor te interesaría decirme cómo llegaron a tu poder.
– Son mías -dijo encogiéndose de hombros-. No lo niego. -Suspiró y hundió la cabeza entre las manos-. Mire, he firmado su declaración. ¿Qué más quiere? He cooperado, ¿no?
– Casi hemos acabado, Reinhart. Solo quedan un par de cabos sueltos que quiero atar. Por ejemplo, ¿quién mató a Klaus Hering?
– No sé de qué me está hablando.
– Tienes muy mala memoria. Le estaba haciendo chantaje a tu madre con estas cartas que le había robado a tu amante, que además da la casualidad de que también era su patrón. Debió de pensar que era mejor hablar con ella, por el dinero, supongo. Bueno, para abreviar, tu madre contrató a un detective privado para averiguar quién la estaba extorsionando. Y esa persona era yo. Eso fue antes de que volviera a ser un poli del Alex. Es una mujer astuta, tu madre; lástima que no heredaras algo de eso de ella. De cualquier modo, ella pensaba que era posible que tú y quienquiera que la estuviera chantajeando estuvierais liados sexualmente. Así que cuando averigüé cómo se llamaba, quiso que fueras tú quien decidiera qué hacer a continuación. Por supuesto, ella no podía saber que tú ya habías contratado a un detective privado con la fea forma de Rolf Vogelmann. O, por lo menos, Otto Rahn lo había hecho, utilizando el dinero que tú les proporcionabas. Fue una coincidencia que cuando Rahn buscaba un negocio para comprarlo me escribiera a mí. Nunca tuvimos el placer de discutir su propuesta, así que tardé bastante en recordar su nombre. Pero eso es otra historia. Cuando tu madre te dijo que Hering la estaba chantajeando, naturalmente lo hablaste con el doctor Kindermann y él te aconsejó que resolvierais el asunto vosotros mismos. Tú y Otto Rahn. Después de todo, ¿qué más da otra cabronada más, cuando ya se han hecho tantas?
– Yo nunca he matado a nadie, ya se lo he dicho.
– Pero estuviste de acuerdo en matar a Hering, ¿no es así? Supongo que tú conducías el coche. Probablemente incluso ayudaste a Kindermann a atar el cuerpo de Hering y hacer que pareciera un suicidio.
– No, no es verdad.
– Llevaban puestos los uniformes de las SS, ¿verdad que sí?
Frunció el ceño y dijo:
– ¿Cómo puede saber eso?
– Encontré una insignia de las SS clavada en la carne de la mano de Hering. Apuesto a que se resistió. Dime, ¿el hombre del coche también se resistió? El hombre del parche en el ojo. El que vigilaba el piso de Hering. A él también había que matarlo, ¿no?, no fuera que os reconociese.