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– No…

– Todo muy limpio. Matarlo y hacer que parezca que lo había hecho Hering, y luego hacer que Hering se cuelgue en un arrebato de remordimiento. Y sin olvidaros de coger las cartas, claro. ¿Quién mató al hombre del coche? ¿Fue idea tuya?

– No, yo no quería estar allí.

Lo agarré por las solapas, lo levanté de la silla y empecé a abofetearlo.

– Basta, ya me he cansado de tus lloriqueos. Dime quién lo mató o hago que te fusilen antes de una hora.

– Lanz lo hizo, con Rahn. Otto lo sujetó por los brazos mientras Kindermann… él lo apuñaló. Fue horrible, horrible.

Lo dejé caer en la silla. Se echó hacia adelante encima de la mesa y empezó a sollozar sobre el brazo.

– ¿Sabes, Reinhart?, estás en un verdadero aprieto -dije, encendiendo un cigarrillo-. Haber estado allí te hace cómplice de asesinato. Y además, hay lo de estar enterado de los asesinatos de todas esas chicas.

– Ya se lo he dicho -lloriqueó-, me habrían matado. Yo nunca estuve de acuerdo, pero tenía miedo.

– Para empezar, eso no explica cómo te metiste en todo esto.

– No crea que no me he hecho la misma pregunta.

– ¿Y has encontrado alguna respuesta?

– Un hombre al que admiraba, un hombre en el que creía. Me convenció de que lo que estábamos haciendo era por el bien de Alemania, que era nuestro deber. Fue Kindermann quien me convenció.

– Al tribunal no le va a gustar, Reinhart. Kindermann no es una Eva muy convincente para ti como Adán.

– Pero es la verdad, se lo aseguro.

– Puede que sí, pero se nos han agotado las hojas de parra. Si quieres una defensa, será mejor que pienses en perfeccionar eso. Es un sólido consejo legal. Y déjame que te diga algo: vas a necesitar toda la ayuda legal que puedas conseguir. Porque, tal como yo lo veo, es probable que seas el único que necesite un abogado.

– ¿Qué quiere decir?

– Seré franco contigo, Reinhart. Tengo lo suficiente en esta declaración tuya como para mandarte directo al verdugo. Pero los demás… no sé. Todos son de las SS, conocidos del Reichsführer. Weisthor es amigo personal de Himmler y, bueno, me preocupa, Reinhart, me preocupa que tú vayas a ser el cabeza de turco. Desde luego, es probable que los otros tengan que dimitir de las SS, pero solo eso. Tú serás el que perderá la cabeza.

– No, no puede ser verdad.

Moví la cabeza asintiendo.

– Ahora bien, si hubiera alguna otra cosa, además de tu declaración, algo que pudiera librarte de la trampa del cargo por asesinato… Por supuesto, tendrás que correr el riesgo del artículo 175, pero puede que te libres con cinco años en un campo de concentración, en lugar de una sentencia de muerte inmediata. Tendrás una oportunidad. -Hice una pausa-. Así que, ¿qué me dices, Reinhart?

– Está bien -dijo, al cabo de un minuto-, hay algo.

– Cuéntamelo.

Empezó con vacilaciones, no del todo seguro de si hacía bien o no en confiar en mí. Ni yo mismo estaba seguro.

– Lanz es austríaco, de Salzburgo.

– Eso ya lo sospechaba.

– Estudió medicina en Viena. Cuando se licenció se especializó en enfermedades nerviosas y consiguió un puesto en el manicomio de Salzburgo, que es donde conoció a Weisthor. O Wiligut, como se hacía llamar por entonces.

– ¿Era uno de los médicos?

– Cielos, no. Era un paciente. De profesión soldado en el ejército austríaco. Pero también es el último de una larga lista de hombres sabios alemanes que se remonta hasta tiempos prehistóricos. Weisthor está dotado de una memoria clarividente ancestral que le permite describir las vidas y prácticas religiosas de los primeros alemanes paganos.

– Algo útil de verdad.

– Los paganos adoraban al dios germánico Krist, una religión que más tarde les robarían los judíos en forma del nuevo evangelio de Jesús.

– ¿Denunciaron el robo? -pregunté, y encendí otro cigarrillo.

– Usted quería que se lo contara -dijo Lange.

– No, no, por favor, sigue, te escucho.

– Weisthor estudiaba las runas, en las cuales una de las formas básicas es la esvástica. De hecho, las estructuras cristalinas, como la pirámide, son todas signos rúnicos, símbolos solares. De ahí viene la palabra «cristal».

– No me digas.

– Bueno, a principios de los años veinte,Weisthor empezó a mostrar signos de esquizofrenia paranoide, creyéndose que era víctima de los católicos, los judíos y los francmasones. Esto sucedió después de la muerte de su hijo, lo cual significaba que la línea de hombres sabios de Wiligut quedaba rota. Culpó a su mujer y, con el paso del tiempo, se volvió cada vez más violento. Finalmente, trató de estrangularla y lo declararon demente. En varias ocasiones durante su internamiento trató de matar a otros internos. Pero, gradualmente, bajo la influencia del tratamiento médico, se logró dominar su mente.

– ¿Y Kindermann era su médico?

– Sí, hasta que Weisthor fue dado de alta en 1932.

– No lo entiendo. ¿Kindermann sabía que Weisthor estaba loco pero lo dejó salir?

– La orientación de Lanz en psicoterapia es antifreudiana y vio en el trabajo de Jung material para la historia y la cultura de una raza. Su campo de investigación ha sido indagar en la mente inconsciente del hombre en busca de estratos espirituales que pudieran facilitar la reconstrucción de la prehistoria de las culturas. Eso es lo que le llevó a trabajar con Weisthor. Lanz vio en él la clave para su propia rama de psicoterapia jungiana que espera que le permitirá fundar, con la bendición de Himmler, su propia versión del Instituto de Investigación Goering. Es otra institución psicoterapéutica…

– Sí, lo sé.

– Bien, al principio la investigación era auténtica. Pero luego descubrió que Weisthor era un impostor, que estaba utilizando su llamada clarividencia ancestral como medio para destacar la importancia de sus antepasados a ojos de Himmler. Pero para entonces era demasiado tarde y no había precio alguno que Lanz no estuviera dispuesto a pagar para conseguir su Instituto.

– ¿Para qué necesita un Instituto? Ya tiene la clínica, ¿no?

– Eso no le basta. En su propio terreno quiere ser recordado en la misma categoría que Freud y Jung.

– ¿Y qué hay de Otto Rahn?

– Muy dotado académicamente, pero poco más que un fanático sin escrúpulos. Fue carcelero en Dachau durante un tiempo. Esa es la clase de hombre que es. -Se detuvo y se mordió las uñas-. ¿Me puede dar uno de esos cigarrillos, por favor?

Le lancé el paquete y observé cómo encendía uno con una mano que temblaba como si tuviera una fiebre muy alta. Al ver cómo lo fumaba, se habría pensado que era pura proteína.

– ¿Eso es todo?

Negó con la cabeza.

– Kindermann sigue teniendo el historial médico de Weisthor, en el que se demuestra su demencia. Lanz solía decir que era su seguro para garantizar la lealtad de Weisthor. Verá, Himmler no puede tolerar las enfermedades mentales. Por no sé qué tontería de la salud racial. Así que si llegara a conseguir ese historial, entonces…

– Entonces el juego se habría acabado definitivamente.

– Así que, ¿cuál es el plan, señor?

– Himmler, Heydrich, Nebe… todos se han ido a ese Tribunal de Honor de las SS en Wewelsburg.

– ¿Dónde coño está Wewelsburg? -preguntó Becker.

– Cerca de Paderborn -dijo Korsch.

– Me propongo seguirlos hasta allí. Ver si puedo dejar al descubierto a Weisthor y aclarar todo ese sucio asunto delante de Himmler. Me llevaré a Lange, solo para que sirva de evidencia.

Korsch se levantó y se dirigió a la puerta.

– De acuerdo, señor. Voy a buscar el coche.

– Me temo que no. Quiero que los dos os quedéis aquí.

Becker gimió sonoramente.

– Pero eso es ridículo, de verdad, señor. Es ganas de meterse en líos.