– Puede que no resulte de la forma que pienso. No olvidéis que ese tipo, Weisthor, es amigo de Himmler. Dudo que el Reichsführer acoja mis revelaciones con mucho entusiasmo. Peor aún, puede que las rechace por completo, en cuyo caso será mejor que yo sea el único en quemarse. Después de todo, no va a poder echarme del cuerpo de una patada, ya que solo pertenezco a él mientras dure el caso y luego voy a volver a mi negocio. Pero vosotros dos tenéis una carrera por delante. No una carrera muy prometedora, es cierto -dije sonriendo-. De cualquier modo, sería una lástima que los dos os ganarais el desagrado de Himmler cuando eso puedo hacerlo yo solo fácilmente.
Korsch intercambió una mirada con Becker y luego replicó:
– Venga, señor, no nos venga con historias. Eso que está planeando es peligroso. Nosotros lo sabemos y usted también lo sabe.
– No solo eso -dicho Becker-, además, ¿cómo va a llegar hasta allí con un prisionero? ¿Quién conducirá?
– Exacto, señor. Son más de trescientos kilómetros hasta Wewelsburg.
– Llevaré un coche oficial.
– Suponga que Lange trata de hacer algo durante el viaje.
– Irá esposado, así que dudo que me cause problemas. -Hice un gesto con la cabeza y cogí el sombrero y la chaqueta del perchero-. Lo siento, chicos, pero así es como lo voy a hacer.
Me dirigí hacia la puerta.
– Señor -dijo Korsch, y me tendió la mano. Se la estreché y después estreché la de Becker. Luego fui a recoger a mi prisionero.
La clínica de Kindermann tenía el mismo aspecto pulcro y bien cuidado que la primera vez que estuve allí, a finales de agosto. Si acaso, parecía más tranquila sin grajos en los árboles y sin botes que los espantaran en el lago. Solo se oía el sonido del viento y las hojas muertas que llevaba a través del sendero como si fueran langostas voladoras.
Puse la mano al final de la espalda de Lange y lo empujé con firmeza hacia la puerta principal.
– Esto es muy violento -dijo-, venir aquí, esposado, como si fuera un delincuente cualquiera. Aquí me conocen, ¿sabe?
– Un delincuente cualquiera, eso es lo que eres, Lange. ¿Quieres que te tape tu fea cabeza con una toalla? -Lo empujé de nuevo-. Escucha, solo mi bondad natural me impide hacerte entrar ahí con la polla colgando por fuera de los pantalones.
– ¿Y mis derechos civiles?
– Joder, ¿dónde has estado estos últimos cinco años? Esto es la Ale mania nazi, no la antigua Atenas. Ahora cierra esa boca de mierda.
Nos encontramos con una enfermera en el vestíbulo. Empezó a saludar a Lange y entonces vio las esposas. Le puse la placa delante de la asustada cara.
– Policía -dije-. Tengo una orden para registrar las oficinas del doctor Kindermann.
Era verdad, la había firmado yo mismo. Solo que la enfermera había ido al mismo campamento de vacaciones que Lange.
– No creo que pueda entrar ahí de esa manera -dijo-. Tendré que…
– Señora, hace solo unas semanas esa pequeña esvástica que ve en mi identificación fue considerada suficiente autoridad para que las tropas alemanas invadieran los Sudetes. Así que puede apostar a que me permitirá entrar en los calzoncillos del buen doctor si así me apetece. -Empujé de nuevo a Lange-. Vamos, Reinhart, muéstrame el camino.
El despacho de Kindermann estaba en la parte de atrás de la clínica. Si fuera un piso en la ciudad, se habría pensado que tiraba a pequeño, pero como sala privada de un médico era perfecta. Había un diván largo y bajo, un bonito escritorio de madera de nogal, un par de grandes cuadros de pintura moderna del tipo que parece mostrar el interior del cerebro de un mono y los suficientes libros de encuadernación cara como para explicar la escasez de piel para zapatos que sufría el país.
– Siéntate donde pueda vigilarte, Reinhart -dije-. Y no hagas movimientos bruscos. Me asusto con facilidad y entonces me pongo violento para disimular mi incomodidad. ¿Cuál es el término que usan los loqueros para eso? -Había un archivador de gran tamaño al lado de la ventana. Lo abrí y empecé a ojear las carpetas de Kindermann-. Conducta compensatoria -dije-; son dos palabras, pero me parece que se dice así.
»¿Sabes?, no te creerías algunos de los nombres que tu amigo Kindermann ha mencionado. Este archivo parece la lista de invitados a la noche de gala de la Can cillería del Reich. Espera un momento, esta parece ser tu carpeta. -La cogí y se la tiré encima de las piernas-. ¿Por qué no miras lo que escribió sobre ti, Reinhart? Puede que te explique por qué te viste mezclado con esos cabrones.
Se quedó mirando fijamente la carpeta sin abrir.
– En realidad es muy sencillo -dijo en voz baja-. Como le expliqué antes, me interesé en las ciencias psíquicas a raíz de mi amistad con el doctor Kindermann.
Levantó la cara hacia mí, desafiante.
– Te diré cómo te liaste con ellos -dije sonriéndole-. Estabas aburrido. Con todo tu dinero, no sabes qué hacer. Ese es el problema de los de tu clase, esa clase que ha nacido nadando en dinero. Nunca aprendéis el valor que tiene. Ellos sabían eso y te hicieron actuar como Juan el Tonto.
– No funcionará, Gunther. Lo que está diciendo es basura.
– ¿De verdad? Entonces es que has leído el informe y lo sabes seguro.
– Un paciente no debe leer nunca las notas que toma su médico. Sería poco ético incluso que abriera la carpeta.
– Se me ocurre que has visto mucho más de tu querido doctor que las notas, Reinhart. Y Kindermann aprendió ética con la San ta Inquisición.
Me di media vuelta y volví al archivador. Me quedé callado al tropezarme con otro nombre que conocía. El nombre de una chica a quien durante dos meses me había dedicado a buscar en vano. Una chica que fue importante para mí. Admitiré que incluso estuve enamorado de ella. El trabajo es así algunas veces. Una persona desaparece sin dejar huella, el mundo sigue su curso y te tropiezas con una información que, en el momento oportuno, habría aclarado el caso por completo. Dejando a un lado la evidente irritación que sientes al recordar lo lejos de la verdad que estabas, mayormente aprendes a vivir con ello. Mi negocio no encaja exactamente con quienes tienen una disposición pulcra. Ser un investigador privado te deja con más cabos sueltos en las manos que si fueras un tejedor de alfombras ciego. De cualquier modo, no sería humano si no admitiera que encuentro una cierta satisfacción en atar esos cabos. Pero este nombre, el nombre de la chica que Arthur Nebe mencionó hacía ya tantas semanas cuando nos reunimos una noche en las ruinas del Reichstag, significaba mucho más para mí que la mera satisfacción de descubrir una tardía solución a un enigma. Hay veces que un descubrimiento tiene la fuerza de una revelación.
– Ese hijo de puta -dijo Lange, mientras pasaba las páginas de su propio historial.
– Lo mismo estaba pensando yo.
– «Un neurótico afeminado» -citó-. ¿Yo? ¿Cómo podía pensar una cosa así de mí?
Pasé al siguiente cajón, escuchando solo a medias lo que decía.
– Dímelo tú, es tu amigo.
– ¿Cómo puede decir esas cosas? No puedo creerlo.
– Vamos, Reinhart. Ya sabes lo que pasa cuando nadas entre tiburones. Tienes que dar por hecho que te van a pegar un bocado en las pelotas de vez en cuando.
– Lo mataré -dijo lanzando los papeles con furia al otro lado del despacho.
– No antes que yo -dije, encontrando la carpeta de Weisthor finalmente y cerrando de golpe el cajón-. Bien. Ya la tengo. Ahora podemos salir de este sitio.
Estaba a punto de coger la manija de la puerta cuando un pesado revólver entró por ella, seguido de cerca por Lanz Kindermann.
– ¿Le importaría decirme qué coño está pasando aquí?
Volví a entrar en la habitación.
– Bueno, esto sí que es una sorpresa agradable -dije-, precisamente estábamos hablando de usted. Pensábamos que quizá se habría ido a su clase de Biblia en Wewelsburg. Por cierto, yo tendría cuidado con esa pistola si fuera usted. Mis hombres tienen este sitio bajo vigilancia. Son muy leales, ¿sabe? En la policía somos así ahora. Detestaría pensar en lo que harían si averiguaran que me ha pasado algo malo.