Kindermann miró a Lange, que no se había movido, y luego a las carpetas que yo tenía bajo el brazo.
– No sé cuál es su juego Herr Steininger, si ese es su verdadero nombre, pero creo que será mejor que deje todo eso en el escritorio y levante la manos.
Puse las carpetas en el escritorio y empecé a decir algo acerca de que tenía una orden de registro, pero Reinhart Lange ya había tomado la iniciativa, si es así como lo llamas cuando eres lo bastante insentato para echarte encima de un hombre que te apunta con una arma del calibre 45 amartillada. Sus primeras tres o cuatro palabras de vociferante indignación acabaron abruptamente cuando el ensordecedor disparo le arrancó la mitad del cuello. Con un gorgoteo horrible, Lange se retorció como un derviche danzante, agarrándose desesperadamente la garganta con las manos todavía esposadas y adornando el papel de la pared con rosas rojas mientras caía al suelo.
Las manos de Kindermann eran más adecuadas para un violín que para algo tan grande como un 45, y con la pistola amartillada se necesita el índice de un carpintero para hacer funcionar un gatillo de esa potencia, así que tuve un montón de tiempo para coger el busto de Dante que había en el escritorio de Kindermann y partírselo en pedazos en la cabeza.
Con Kindermann inconsciente, miré hacia donde Lange se había enroscado en un rincón. Con el ensangrentado antebrazo apretado contra lo que quedaba de su yugular, permaneció con vida algo más de un minuto y luego murió sin decir ni una palabra más.
Le quité las esposas y se las estaba poniendo a un Kindermann que gemía de dolor cuando, atraídas por el disparo, dos enfermeras entraron precipitadamente en la habitación y se quedaron mirando fijamente, aterrorizadas, la escena que tenían ante los ojos. Me limpié las manos en la corbata de Kindermann y luego me acerqué a su escritorio.
– Antes de que lo pregunten, aquí su jefe ha matado de un tiro a su amigo el mariquita. -Cogí el teléfono-. Telefonista, póngame con la comisaria de policía de la Ale xanderplatz, por favor.
Observé cómo una de las enfermeras le buscaba el pulso a Lange y la otra ayudaba a Kindermann a sentarse en el diván mientras yo esperaba la comunicación.
– Está muerto -dijo la primera enfermera. Las dos me miraban con desconfianza.
– Aquí el Kommissar Gunther -le dije a la telefonista del Alex-. Póngame con los Kriminalassistants Korsch o Becker, de Homicidios, lo antes posible, por favor.
Al cabo de una corta espera, Becker se puso al teléfono.
– Estoy en la clínica Kindermann -expliqué-. Nos detuvimos a recoger el historial médico de Weisthor y Lange se las arregló para que lo mataran. Perdió los nervios y un trozo del cuello. Kindermann llevaba un hierro.
– ¿Quiere que organice el furgón de la carne?
– Sí, esa es la idea. Solo que yo no estaré aquí cuando llegue. Sigo con mi plan original, salvo que ahora me voy a llevar a Kindermann en lugar de a Lange.
– De acuerdo, señor. Yo me encargo. O, por cierto, ha llamado Frau Steininger.
– ¿Ha dejado algún mensaje?
– No, señor.
– ¿Nada en absoluto?
– No, señor. Señor, ¿sabe lo que esa necesita, si no le importa que se lo diga?
– Prueba a sorprenderme.
– Me parece que necesita…
– Pensándolo mejor, no te molestes.
– Bueno, ya conoce el percal, señor.
– No, Becker, no exactamente. Pero mientras voy conduciendo, sin duda que pensaré en ello. Puedes estar seguro.
Salí de Berlín hacia el oeste, siguiendo las señales amarillas que indicaban tráfico de largo recorrido, en dirección a Potsdam y a Hannover.
La autobahn se bifurca desde la carretera circular en Lehnin, dejando la antigua ciudad de Brandeburgo al norte; más allá de Zeisar, la antigua ciudad de los obispos de Brandeburgo, la carretera continúa hacia el oeste en línea recta.
Al cabo de un rato me di cuenta de que Kindermann estaba sentado, derecho, en el asiento trasero del Mercedes.
– ¿Adónde vamos? -preguntó desanimado.
Eché una mirada por encima del hombro. Con las manos esposadas a la espalda, no creía que fuera tan estúpido como para tratar de golpearme con la cabeza, especialmente ahora que la tenía vendada, algo que las dos enfermeras de la clínica habían insistido en hacer antes de permitirme que me llevara al doctor.
– ¿No reconoce la carretera? -dije-. Vamos de camino hacia una pequeña ciudad al sur de Paderborn: Wewelsburg. Estoy seguro de que la conoce. Creí que no querría perderse su Tribunal de Honor de las SS por culpa mía.
Con el rabillo del ojo vi que sonreía y se recostaba en el asiento, o al menos lo intentaba.
– Eso me va muy bien.
– ¿Sabe?, me causó un gran inconveniente, HerrDoktor. Matar así, de un tiro, a mi testigo estrella. Iba a dar una representación especial para Himmler. Por suerte, hizo una declaración escrita antes, en el Alex. Y, por supuesto, tendrá usted que aprenderse el papel y sustituirlo.
– ¿Y qué le hace pensar que encajaré en ese papel? -dijo riendo.
– Detesto imaginar lo que podría pasarle si me decepciona.
– Mirándole, yo diría que está acostumbrado a que le decepcionen.
– Quizá. Pero dudo que mi decepción pueda compararse ni de lejos con la de Himmler.
– Mi vida no corre peligro por parte del Reichsführer, puedo asegurárselo.
– Si estuviera en su lugar, yo no confiaría demasiado en su rango ni en su uniforme, Hauptsturmführer. Será tan fácil de matar como Ernst Röhm y todos aquellos hombres de las SA.
– Conocí bastante bien a Röhm -dijo sin inmutarse-. Éramos buenos amigos. Quizá le interese saber que es un dato que Himmler conoce, con todo lo que una relación así entraña.
– ¿Me está diciendo que Himmler sabe que es marica?
– Claro. Si sobreviví a la Noc he de los Cuchillos Largos, creo que me las arreglaré para capear cualquier inconveniente que me haya preparado, ¿no le parece?
– Entonces, el Reichsführer se alegrará de leer las cartas de Lange. Aunque solo sea para confirmar lo que ya sabe. No subestime nunca la importancia que tiene para un policía confirmar la información. Me atrevo a decir que sabe todo lo relativo a la demencia de Weisthor, ¿verdad?
– Lo que hace diez años era demencia, hoy solo significa un trastorno nervioso susceptible de tratamiento. ¿De verdad cree que Herr Weisthor es el primer oficial de alto rango de las SS sometido a tratamiento? Trabajo como especialista en un hospital ortopédico especial en Hohenlychen, cerca del campo de concentración de Ravensbruck, donde muchos oficiales de las SS reciben tratamiento para un eufemismo que describe las enfermedades mentales. ¿Sabe?, usted me sorprende. En tanto que policía debería saber lo hábil que es el Reich en la práctica de esas hipocresías tan convenientes. Aquí está usted apresurándose a crear un gran despliegue de fuegos artificiales para el Reichsführer, contando solo con un par de petardos mojados. Se sentirá desilusionado.
– Me gusta escucharle Kindermann. Siempre me gusta ver el trabajo de otro. Apuesto a que es estupendo con todas esas ricas viudas que llevan sus depresiones menstruales a su elegante clínica. Dígame, ¿a cuántas de ellas les receta cocaína?
– El hidroclorido de cocaína siempre se ha utilizado como estimulante para combatir los casos más extremos de depresión.
– ¿Cómo evita que se conviertan en adictas?
– Es cierto que siempre hay un riesgo. Hay que vigilar por si aparece algún signo de dependencia. Es mi trabajo. -Hizo una pausa-. ¿Por qué lo pregunta?