– Pura curiosidad, HerrDoktor. Es mi trabajo.
En Hohenwarhe, al norte de Magdeburgo, cruzamos el Elba por un puente, más allá del cual, a la derecha podían verse las luces del casi acabado elevador de barcos Rothensee, destinado a conectar el Elba con el canal Mittelland, unos veinte metros más arriba. Al cabo de poco pasamos al vecino estado de Baja Sajonia, y en Helmstedt nos detuvimos a descansar y a poner gasolina.
Estaba oscureciendo, y al mirar el reloj vi que eran casi las siete de la tarde. Después de encadenar una de las manos de Kindermann a la manija de la puerta, le permití que orinara y atendí a mis propias necesidades sin alejarme demasiado. Luego metí la rueda de recambio en el asiento trasero, al lado de Kindermann, y la sujeté con la esposa a su muñeca izquierda, lo cuál le dejaba una mano libre. No obstante, el Mercedes es un coche grande y estaba lo bastante lejos de mí como para no tener que preocuparme. De cualquier modo, saqué la Wal ther de la sobaquera, se la mostré y luego la coloqué a mi lado en el asiento.
– Así estará más cómodo -dije-, pero si hace el más mínimo gesto, aunque sea para meterse el dedo en la nariz, se encontrará con esto.
Puse en marcha en coche y volví a la carretera.
– ¿Qué prisa tenemos? -dijo Kindermann irritado-. No consigo entender por qué está haciendo esto. Igual podría poner su pequeña representación en escena el lunes, cuando todo el mundo vuelva a Berlin. De verdad que no veo la necesidad de conducir toda esta distancia.
– Para entonces será demasiado tarde, Kindermann. Demasiado tarde para detener el pogromo especial que su amigo Weisthor tiene planeado para los judíos de Berlín. El Proyecto Krist, ¿no es así como lo llaman?
– Ah, ¿está enterado de eso, eh? Ha trabajado mucho. No me diga que es amigo de los judíos.
– Digamos que no soy muy favorable a la ley de Lynch y a la ley de la calle. Por eso me hice policía.
– ¿Para respetar y defender la justicia?
– Si quiere decirlo así, sí.
– Se está engañando. Lo que rige es la fuerza, la voluntad humana. Y para forjar esa voluntad colectiva es preciso darle un objetivo. Lo que estamos haciendo no es más que lo que hace un niño con una lupa cuando concentra la luz del sol sobre una hoja de papel y hace que se queme. Nos limitamos a usar un poder que ya existe. La justicia sería una cosa maravillosa si no fuera por los hombres. Herr… ¿cuál es su nombre?
– Me llamo Gunther, y puede ahorrarme toda esa propaganda del partido.
– Son hechos, Gunther, no propaganda. Es usted un anacronismo, ¿lo sabe? No pertenece a su tiempo.
– Según la poca historia que conozco, me parece que la justicia nunca estuvo muy de moda, Kindermann. Si yo no pertenezco a mi tiempo, si no sintonizo con la voluntad del pueblo, tal como usted la describe, entonces me alegro. Lo que nos diferencia a usted y a mí es que mientras usted desea utilizar la voluntad de ese pueblo, yo quiero verla frenada.
– Es la peor clase de idealista; es ingenuo. ¿De verdad cree que puede detener lo que les sucede a los judíos? Ha perdido ese tren. Los periódicos ya tienen la historia sobre los asesinatos rituales de los judíos en Berlín. Dudo que Himmler y Heydrich pudieran evitar lo que está en marcha, aunque quisieran.
– Puede que no sea capaz de detenerlo -dije-, pero quizá puedo tratar de posponerlo.
– Incluso si consigue convencer a Himmler para que estudie sus pruebas, ¿en serio cree que se sentirá feliz de que su estupidez se haga pública? Dudo que consiga usted mucho en cuanto a justicia por parte del Reichsführer SS. Se limitará a barrerlo todo debajo de la alfombra y dentro de poco todo se habrá olvidado. Y lo mismo sucederá con los judíos. Recuerde mis palabras. La gente de este país tiene muy mala memoria.
– Yo no -dije-, yo nunca olvido nada. Soy un jodido elefante. Tomemos a otro paciente suyo, por ejemplo. -Cogí una de las dos carpetas que había traído conmigo del despacho de Kindermann y la lancé al asiento de atrás-. Verá, hasta hace poco era detective privado. Y mira por dónde, resulta que aunque usted es un montón de mierda, tenemos algo en común. Esa paciente suya fue cliente mía.
Encendió la luz cenital y cogió la carpeta.
– Sí, la recuerdo.
– Hace un par de años desapareció. Por casualidad, estaba en las cercanías de su clínica en aquel momento. Lo sé porque se había encargado de aparcarme el coche cerca de allí. Dígame, HerrDoktor, ¿qué tiene que decir su amigo Jung sobre las coincidencias?
– Humm… coincidencia significativa, supongo que quiere decir. Es un principio que llama sincronía; que un suceso aparentemente fortuito puede ser significativo de acuerdo a un saber inconsciente que vincula un acontecimiento físico con un estado psíquico. Es bastante difícil de explicar en términos que usted pueda comprender. Pero no consigo ver que esta coincidencia pueda ser significativa.
– No, claro que no. Usted no tiene conocimiento alguno de mi inconsciente. Tal vez sea mejor así.
Después de aquello, permaneció callado durante bastante rato.
Al norte de Brunswick cruzamos el canal Mittelland, donde acababa la autobahn, y seguimos hacia el suroeste en dirección a Hildesheim y Hamelin.
– Ya no estamos lejos -dije sin volverme. No hubo respuesta. Salí de la carretera principal y conduje lentamente durante unos minutos por una estrecha pista que llevaba a una zona de bosque.
Detuve el coche y me volví. Kindermann estaba durmiendo tranquilamente. Con mano temblorosa, encendí un cigarrillo y salí. Se había levantado un fuerte viento y una tormenta eléctrica disparaba cables de plata a través del cielo negro y rugiente. Puede que esos cables fueran para Kindermann.
Al cabo de un par de minutos me incliné sobre el asiento delantero y cogí la pistola. Luego abrí la puerta trasera y sacudí a Kindermann por el hombro.
– Venga -dije dándole la llave de las esposas-, vamos a estirar las piernas otra vez.
Señalé el camino que teníamos enfrente, iluminado por los potentes faros del Mercedes. Caminamos hasta el borde de la luz y allí me detuve.
– Bien, ya está bien -dije. Él se volvió para mirarme-. Sincronía… me gusta. Una bonita palabra para algo que hace tiempo que me roe las entrañas. Soy un hombre reservado y lo que hago me hace valorar más aún mi propia intimidad. Por ejemplo, nunca jamás anotaría mi número de teléfono privado en una de mis tarjetas profesionales. No a menos que se la diera a alguien muy especial para mí. Así que cuando le pregunté a la madre de Reinhart Lange cómo me contrató a mí, en lugar de a otro tipo, me mostró justo esa tarjeta, que había sacado del bolsillo de Reinhart antes de enviar su traje a la tintorería. Naturalmente, eso empezó a darme qué pensar. Cuando ella encontró la tarjeta, temió que su hijo pudiera tener problemas y se lo mencionó. El le dijo que la había cogido del escritorio de su amigo Kindermann. Me pregunto si tendría alguna razón para hacerlo. Quizá no tuviera ninguna. Supongo que ya nunca lo sabremos. Pero fuera cual fuera esa razón, esa tarjeta situaba a mi cliente en su despacho el día en que desapareció para no volver a ser vista nunca más. Fíjese qué ejemplo de sincronía.
– Mire, Gunther, lo que sucedió fue un accidente; era adicta.
– ¿Y cómo llegó a serlo?
– La había estado tratando contra la depresión. Había perdido su empleo, una relación que tenía se había terminado. Necesitaba cocaína más de lo que parecía a primera vista; no había forma de saberlo solo mirándola. Para cuando me di cuenta de que se estaba habituando a la droga, era demasiado tarde.
– ¿Qué sucedió?
– Una tarde se presentó sin más en la clínica. Estaba en el vecindario y se sentía deprimida. Había un trabajo que quería, un trabajo importante, y que creía poder conseguir si yo le prestaba un poco de ayuda. Al principio me negué. Pero era una mujer muy persuasiva y, finalmente, acepté. La dejé sola un rato; me parece que hacía mucho tiempo que no se drogaba y tenía menos tolerancia a su dosis habitual. Debió de tragarse su propio vómito.