– ¿Qué cargos son esos? -dijo Himmler con un cierto desdén-. No sé nada de ningún cargo pendiente contra Weisthor. Ni siquiera de ninguna investigación que le afecte.
– Eso es porque no había ninguna investigación sobre él. No obstante, una indagación totalmente independiente ha revelado su papel principal en una odiosa conspiración que ha tenido como resultado el asesinato perverso de siete escolares alemanas inocentes.
– Reichsführer -rugió Weisthor-, protesto. Esto es monstruoso.
– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Heydrich-. Y usted es el monstruo.
Weisthor se puso en pie, temblando de pies a cabeza.
– Asqueroso judío embustero -escupió.
Heydrich se limitó a sonreír como con desgana.
– Kommissar -dijo en voz alta-, ¿haría el favor de entrar ahora?
Entré lentamente en la sala, y mis zapatos resonaron en el suelo de madera como si fuera un actor nervioso que va a hacer una prueba para una obra. Todas las cabezas se volvieron cuando entré, y cuando cincuenta de los hombres más poderosos de Alemania centraron sus miradas en mí, habría deseado estar en cualquier otro sitio que no fuera allí. Weisthor se quedó boquiabierto mientras Himmler empezaba a levantarse.
– ¿Qué significa esto? -rugió.
– Algunos de ustedes conocerán a este caballero como Herr Steininger -dijo Heydrich sin inmutarse-, el padre de una de las niñas asesinadas; algo que no es en absoluto. Trabaja para mí. Dígales quién es en realidad, Gunther.
– Kriminalkommissar Bernhard Gunther, Homicidios, Berlín-Alexanderplatz.
– Y dígales a estos caballeros, por favor, por qué ha venido aquí.
– Para arrestar a un tal Karl Maria Weisthor, también conocido como Karl Maria Wiligut, también conocido como Jarl Widar, y a Otto Rahn y Richard Anders, todos por los asesinatos de siete niñas en Berlín entre el 23 de mayo y el 29 de septiembre de 1938.
– ¡Embustero! -gritó Rahn, poniéndose en pie de un salto, junto con otro oficial que supuse que sería Anders.
– Siéntense -dijo Himmler-. Doy por supuesto que usted cree que puede probar lo que dice, Kommissar.
Si yo hubiera sido el mismo Karl Marx, no me habría mirado con más odio.
– Creo que sí, señor.
– Será mejor que esto no sea uno de sus trucos, Heydrich -dijo Himmler.
– ¿Un truco, Reichsführer? -respondió inocentemente-. Si son trucos lo que busca, estos dos malvados se los sabían todos. Trataban de hacerse pasar por médiums, para persuadir a personas de mentes débiles de que eran los espíritus quienes los informaban de dónde estaban escondidos los cuerpos de las niñas que ellos mismos habían asesinado. Y de no ser por el Kommissar Gunther, aquí presente, habrían intentado el mismo truco demencial con esta compañía de oficiales.
– Reichsführer -farfulló Weisthor-, eso es absolutamente ridículo.
– ¿Dónde están las pruebas que ha mencionado; Heydrich?
– Dije demencial y quise decir exactamente eso. Naturalmente no hay nadie aquí que pudiera haberse creído un plan tan absurdo como el suyo. No obstante, es característico de los dementes creer que están haciendo lo que es justo. -Sacó la carpeta que contenía el historial médico de Weisthor de debajo de su montón de papeles y la dejó frente a Himmler.
– Este es el historial médico de Karl Maria Wiligut, conocido también como Karl Maria Weisthor, un historial que estaba hasta hace poco en posesión de su médico, el Hauptsturmführer Lanz Kindermann…
– ¡No! -chilló Weisthor, y se lanzó hacia la carpeta.
– Contengan a ese hombre -gritó Himmler.
Inmediatamente los dos oficiales que estaban de pie al lado de Weisthor lo cogieron por los brazos. Rahn se llevó la mano a la pistolera, pero yo fui más rápido, quitando el seguro de la Ma user al tiempo que le apoyaba el cañón en la cabeza.
– Tóquela y le ventilaré el cerebro -dije, y a continuación le quité la pistola.
Heydrich siguió hablando, sin que en apariencia toda aquella conmoción le hubiera alterado. Había que reconocérselo; era tan frío como un salmón del mar del Norte… e igual de escurridizo.
– En noviembre de 1924, Wiligut fue internado en un manicomio de Salzburgo por intentar asesinar a su esposa. Después de examinarlo fue declarado demente y permaneció confinado bajo el cuidado del doctor Kindermann hasta 1932. Después de su puesta en libertad cambió su nombre por el de Weisthor, y el resto sin duda ya lo conoce, Reichsführer.
Himmler miró la carpeta un par de minutos. Finalmente, suspiró y preguntó:
– ¿Es esto cierto, Karl?
Weisthor, entre los dos oficiales de las SS, negó con la cabeza.
– Juro que es mentira, por mi honor como caballero y como oficial.
– Súbanle la manga izquierza -dije-. Ese hombre es un drogadicto. Kindermann le ha estado dando cocaína y morfina durante años.
Himmler hizo un gesto de asentimiento a los hombres que sujetaban a Weisthor, y cuando mostraron su antebrazo horriblemente lleno de cardenales, añadí:
– Si todavía no está convencido, tengo una declaración de veinte páginas hecha por Reinhart Lange.
Himmler siguió asintiendo. Poniéndose de pie, rodeó la silla y se detuvo frente a su Brigadeführer, el hombre sabio de las SS, y lo abofeteó con fuerza una vez y después otra.
– Quitadlo de mi vista -dijo-. Queda confinado en el cuartel hasta nuevo aviso. Rahn, Anders, eso va también para ustedes. -Alzó la voz hasta que casi alcanzó un tono histérico-. Fuera, he dicho. Ya no son miembros de esta orden. Los tres devolverán sus anillos con la calavera, sus dagas y sus espadas. Decidiré qué hacer con ustedes más tarde.
Arthur Nebe llamó a los guardias que estaban a la espera, y cuando aparecieron les ordenó que escoltaran a los tres hombres hasta sus habitaciones.
A estas alturas todos los oficiales de las SS que había en torno a la mesa estaban boquiabiertos de asombro. Solo Heydrich permanecía en calma, y su cara alargada no daba más pistas de la indudable satisfacción que sentía ante la aplastante derrota de sus enemigos que si hubiera estado hecha de cera.
Con Weisthor, Rahn y Anders enviados fuera bajo vigilancia, todos los ojos estaban ahora fijos en Himmler. Por desgracia, sus ojos estaban demasiado fijos en mí, y enfundé la pistola sintiendo que el drama todavía no había terminado. Durante varios e incómodos segundos se limitó a mirarme fijamente, recordando sin duda que yo lo había visto en casa de Weisthor, a él, el Reichsführer SS y jefe supremo de la policía alemana, crédulo, engañado, traicionado… falible. Para el hombre que se veía a sí mismo en el papel de Papa Nazi para el Anticristo de Hitler, era demasiado para soportarlo. Colocándose lo bastante cerca de mí como para que yo oliera la colonia de su rostro pequeño y puntilloso, muy bien rasurado, y parpadeando furiosamente, con la boca torcida en un rictus de odio, me dio una fuerte patada en la espinilla.
Gemí de dolor, pero seguí de pie, casi en posición de firmes.
– Lo ha echado a perder todo -dijo, temblando de ira-. Todo, ¿me oye?
– He cumplido con mi trabajo -gruñí.
Creo que me habría vuelto a dar un puntapié de no ser por la oportuna intervención de Heydrich.
– Puedo responder de ello -dijo-. Quizás, en estas circunstancias, sería mejor posponer esta sesión durante una o dos horas, por lo menos, hasta que haya podido recuperar su compostura, Reichsführer. Descubrir una traición tan flagrante en el interior de un foro tan querido para el Reichsführer como este sin duda le habrá causado una profunda conmoción. Como nos ha sucedido igualmente a todos nosotros.