Se produjo un murmullo de asentimiento a esas palabras, y Himmler pareció recuperar el control de sí mismo. Sonrojándose un poco, posiblemente con cierto bochorno, parpadeó y asintió secamente.
– Tiene toda la razón, Heydrich -musitó-. Una terrible conmoción, sin duda alguna. Tengo que pedirle disculpas, Kommissar. Como usted mismo ha dicho, se limitó a cumplir con su deber. Bien hecho.
Y diciendo esto giró sobre sus nada despreciables talones y salió con gallardía de la sala, acompañado por varios de sus oficiales.
Heydrich empezó a sonreír, con una sonrisa lenta, despreciativa, que no se extendió más allá de la comisura de los labios. Luego buscó mi mirada y me señaló que fuera hacia la otra puerta. Arthur Nebe nos siguió, dejando que los oficiales que quedaban hablaran a voces entre ellos.
– No hay muchos hombres que vivan para recibir una disculpa personal de Heinrich Himmler -dijo Heydrich cuando los tres estuvimos en la biblioteca del castillo.
Me froté la espinilla, que me dolía mucho.
– Bueno, puede estar seguro de que lo apuntaré en mi diario esta noche -dije-. Es lo que siempre he soñado.
– Por cierto, no ha mencionado qué le pasó a Kindermann.
– Digamos que murió de un disparo cuando trataba de escapar -dije-. Estoy seguro de que usted mejor que nadie sabrá lo que quiero decir.
– Es algo lamentable. Todavía podría habernos sido útil.
– Recibió el castigo que un asesino se merece. Alguien tenía que hacerlo. No creo que los otros cabrones reciban el suyo. La hermandad de las SS y todo eso, ¿no? -Me detuve y encendí un cigarrillo-. ¿Qué les pasará?
– Puede estar seguro de que están acabados para las SS. Ya oyó cómo lo decía el mismo Himmler.
– Bien, qué espantoso para todos ellos. -Me volví hacia Nebe-. Venga, Arthur, dime, ¿Weisthor se acercará siquiera a un tribunal o a una guillotina?
– No me gusta más que a ti -dijo, sombrío-, pero Weisthor está demasiado cerca de Himmler. Sabe demasiado.
Heydrich frunció los labios.
– Pero Otto Rahn, por el contrario, es simplemente un NCO. No creo que al Reichsführer le importara si le ocurriera algún accidente.
Meneé la cabeza amargamente.
– Bueno, al menos se ha acabado su sucio plan. En cualquier caso, nos salvaremos de otro pogromo durante un tiempo.
Heydrich parecía incómodo. Nebe se levantó y miró hacia fuera por la ventana de la biblioteca.
– Por todos los santos -chillé-, no querrás decir que va a seguir adelante, ¿verdad? -Heydrich hizo una mueca-. Pero si todos sabemos, que los judíos no tuvieron nada que ver con los asesinatos…
– Ah, sí -dijo alegremente-, eso es cierto. Y no se les culpará, tiene mi palabra. Puedo asegurarle que…
– Digáselo -dijo Nebe-. Merece saberlo.
Heydrich lo pensó un momento y luego se levantó. Cogió un libro de un estante y lo examinó con negligencia.
– Sí, tiene razón, Nebe. Creo que probablemente se lo merece.
– ¿Decirme qué?
– Recibimos un télex antes de que el Tribunal se reuniera esta mañana -dijo Heydrich-. Por pura coincidencia, un joven fanático judío ha atentado contra la vida de un diplomático alemán en París. Por lo visto quería protestar contra el trato recibido por los judíos polacos en Alemania. El Führer ha enviado a su médico personal a Francia, pero no se espera que nuestro hombre sobreviva. Como resultado, Goebbels ya está presionando al Führer para que, si ese diplomático muere, se permitan algunas expresiones de indignación pública contra los judíos en todo el Reich.
– Y todos ustedes mirarán para otro lado, ¿verdad?
– Yo no apruebo la anarquía -dijo Heydrich.
– Weisthor conseguirá su pogromo después de todo. Cabrones.
– No es un pogromo -insistió Heydrich-. No se permitirán saqueos; solo se destruirán las propiedades judías. La policía se asegurará de que no haya actos de rapiña. Y no se permitirá nada que ponga en peligro, del modo que sea, la seguridad de las vidas o las propiedades alemanas.
– ¿Cómo se puede controlar a la turba?
– Se pueden emitir directrices. Los que las desobedezcan serán detenidos y castigados.
– ¿Directrices? -Lancé con furia el paquete de cigarrillos contra la librería -¿Para una turba? Esa sí que es buena.
– Todos los jefes de policía de Alemania recibirán un télex con instrucciones.
De repente me sentí muy cansado. Quería irme a casa, que me apartaran de todo aquello. Solo hablar de una cosa así me hacía sentir sucio y deshonesto. Había fracasado. Pero lo que era infinitamente peor era que parecía que nunca se hubiera querido que tuviera éxito. Una coincidencia, lo había llamado Heydrich. ¿Sería una coincidencia significativa, según el concepto de Jung? No. No podía serlo. Nada tenía ya ningún significado.
24. Jueves, 10 de noviembre
«Demostración espontánea de la furia del pueblo alemán», así lo expresaba la radio.
Yo también estaba furioso, pero no había nada espontáneo en ello. Había tenido toda la noche para hacerme mala sangre. Una noche en la que había oído cómo se rompían ventanas y cómo resonaban gritos soeces por las calles y había olido el humo de los edificios incendiados. La vergüenza me mantuvo dentro de casa. Pero por la mañana, que entró radiante y soleada a través de las cortinas, sentí que tenía que salir y echar una ojeada por mí mismo.
No creo que lo olvide nunca.
Desde 1933, una ventana rota había sido algo así como un riesgo profesional para cualquier establecimiento judío, tan sinónimo del nazismo como las botas militares o la esvástica. Sin embargo, en esta ocasión era algo completamente diferente, algo mucho más sistemático que el ocasional vandalismo de unos cuantos matones borrachos de las SA. En esta ocasión se había producido una auténtica Walpurgisnacht de destrucción.
Había cristales por todas partes, como piezas de un enorme puzzle arrojado al suelo en un rapto de rabia por algún malhumorado príncipe de cristal.
A apenas algunos metros de la puerta de mi edificio había un par de tiendas de ropa donde vi el largo y plateado rastro de un caracol que se elevaba por encima del maniquí de un sastre, mientras que la red de una araña gigante amenazaba envolver a otro en una telaraña fina como el filo de una navaja.
Más allá, en la esquina con la Kur fürstendamm, me tropecé con un enorme espejo roto en cien pedazos, que me ofreció mi imagen hecha trozos, trozos que se hacían añicos y crujían bajo mis pies mientras andaba con cuidado calle abajo.
A aquellos que, como Weisthor y Rahn, creían en alguna relación simbólica entre el cristal y algún antiguo Cristo germánico del cual provenía su nombre, este espectáculo debía de parecerles apasionante. Pero a un vidriero debía de parecerle un permiso para imprimir dinero, y por la calle había mucha gente que lo decía.
En el extremo norte de la Fa sanenstrasse, la sinagoga cercana al ferrocarril S-Bahn seguía consumiéndose, una ruina desventrada y ennegrecida, de vigas carbonizadas y paredes destruidas. No soy clarividente, pero puedo decir que cualquier hombre honrado que la viera estaría pensando lo mismo que yo. ¿Cuántos edificios más acabarían del mismo modo antes de que Hitler acabara con nosotros?
Había guardias de asalto -un par de camiones llenos en la siguiente calle- que comprobaban unas cuantas ventanas más con las botas. Por precaución, decidí tomar otro camino y estaba a punto de dar media vuelta cuando oí una voz que me pareció reconocer.
– Salid de ahí, judíos cabrones -vociferó un muchacho.
Era Heinrich, el hijo de catorce años de Bruno Stahlecker, vestido con el uniforme de las Juventudes Hitlelianas motorizadas. Lo vi justo cuando lanzaba una enorme piedra contra otro escaparate. Se echó a reír encantado ante su propia destreza y dijo: