Выбрать главу

– Judíos de mierda.

Al mirar a su alrededor en busca de la aprobación de sus camaradas me vio a mí.

Mientras andaba hasta él pensé en todas las cosas que le diría si fuera su padre, pero cuando estuve a su lado le sonreí. Tenía más ganas de darle un buen tortazo con el revés de la mano.

– Hola, Heinrich.

Sus bonitos ojos azules me miraron con hosca desconfianza.

– Supongo que cree que puede reñirme -dijo-, solo porque era amigo de mi padre.

– ¿Yo? A mí no me importa una mierda lo que hagas.

– ¿Ah, no? Entonces, ¿qué quiere?

Me encogí de hombros y le ofrecí un cigarrillo. Lo cogió y yo encendí los dos. Luego le lancé la caja de fósforos.

– Ten -dije-, puede que los necesites esta noche. Quizá podrías probar con el Hospital Judío.

– ¿Lo ve? Ya me está echando un sermón.

– Todo lo contrario. He venido para decirte que he encontrado a los hombres que asesinaron a tu padre.

– ¿De verdad?

Algunos de los amigos de Heinrich, ahora muy ocupados en el pillaje de la tienda de ropa, le gritaron que fuera a ayudarlos.

– Enseguida voy -les respondió gritando también.

Y luego me preguntó:

– ¿Quiénes son? Los hombres que mataron a mi padre.

– Uno de ellos está muerto. Lo maté yo mismo.

– Muy bien.

– No sé qué va a pasar con los otros dos. En realidad, todo depende.

¿De qué?

– De las SS; de si deciden hacerles un consejo de guerra o no. Observé en su cara joven y atractiva una expresión de desconcierto.

– Ah, ¿no te lo había dicho? Sí, esos hombres, los que asesinaron a tu padre de una forma tan cobarde, eran todos oficiales de las SS. Verás, tenían que matarlo, porque si no era probable que hubiera tratado de impedirles que infringieran la ley. Eran malvados, ¿sabes, Heinrich?, y tu padre siempre hizo todo lo que pudo para encerrar a los hombres malvados. Era un gran policía. -Señalé con un gesto todos los escaparates rotos-. Me pregunto que habría pensado de todo esto.

Heinrich vaciló y se le hizo un nudo en la garganta cuando pensó en las consecuencias de lo que yo le estaba diciendo.

– ¿No fue… no fueron los judíos quienes lo mataron, entonces?

– ¿Los judíos? Por todos los santos, no -dije riendo-. ¿De dónde has sacado esa idea? Nunca fueron los judíos. Yo que tú no creería todo lo que lees en Der Stürmer, ¿sabes?

Cuando acabamos de hablar, Heinrich volvió con sus amigos con una considerable falta de entusiasmo. Sonreí tristemente al verlo, meditando en que la propaganda funciona en dos sentidos.

No había visto a Hildegard desde hacía una semana. A la vuelta de Wewelsburg traté de telefonearla un par de veces, pero no estaba, o si estaba no contestó. Finalmente decidí coger el coche y pasar por su casa.

Yendo hacia el sur por la Ka iserallee, cruzando Wilmersdorf y Friedenau, vi más de la misma destrucción, más de la misma expresión espontánea de la ira de la gente: letreros de tiendas con nombres judíos arrancados y tirados por el suelo y nuevos eslóganes antisemitas recién pintados por todas partes; y la policía siempre se mantenía al margen, sin hacer nada para impedir que se saqueara una tienda o para proteger de una paliza a su propietario. Cerca de la Wag häuselerstrasse pasé por delante de otra sinagoga en llamas, y los bomberos vigilaban para que las llamas no se extendieran a los edificios de al lado.

No era el mejor día para pensar en mí mismo.

Aparqué cerca del piso de la Lep sius Strasse. Entré, abriendo la puerta de la calle con la llave que ella me había dado y subí a pie hasta el tercer piso. Utilicé el llamador. Podía haber abierto también con mi llave, pero por alguna razón pensé que no le gustaría, considerando las circunstancias de nuestro último encuentro.

Al cabo de un rato, oí pasos y un joven comandante de las SS abrió la puerta. Podía ser alguien salido directamente de las clases de teoría racial de Irma Hanke: pelo rubio claro, ojos azules y una mandíbula que parecía forjada en hormigón. Llevaba la guerrera desabotonada, la corbata floja y no parecía que estuviera allí para vender ejemplares de la revista de las SS.

– ¿Quién es, cariño? -dijo Hildegard.

La observé mientras se acercaba a la puerta, al tiempo que buscaba algo en el bolso sin levantar la vista hasta que estuvo a solo unos metros.

Llevaba un traje de tweed negro, una blusa de crespón plateada y un sombrero negro con plumas que se alzaban desde su frente como el humo de un edificio en llamas. Era una imagen que me cuesta arrancarme de la cabeza. Cuando me vio se detuvo y la boca, perfectamente pintada, se le quedó entreabierta mientras trataba de encontrar algo que decir.

No había necesidad de muchas explicaciones. Eso es lo bueno de ser detective: me doy cuenta de todo enseguida. No necesitaba que me dijera el porqué. Puede que él hiciera mejor el trabajo de abofetearla que yo, estando en las SS como estaba. Cualquiera que fuera la razón, hacían muy buena pareja, y como pareja se enfrentaron a mí, con Hildegard enlazando el brazo de forma elocuente en el de él.

Hice un lento saludo con la cabeza preguntándome si debería mencionar que habíamos atrapado a los asesinos de su hijastra, pero cuando ella no lo preguntó, sonreí resignadamente, seguí moviendo la cabeza y me limité a devolverle las llaves.

Estaba a medio camino escaleras abajo cuando oí que me decía:

– Lo siento, Bernie, de verdad que lo siento.

Eché a andar hacia el sur hasta el Jardín Botánico. El pálido cielo de otoño estaba cubierto con el éxodo de millones de hojas, deportadas por el viento a rincones distantes de la ciudad, lejos de las ramas a las que una vez dieron vida. Aquí y allí, hombres con rostros de piedra trabajaban con demorada concentración para controlar esa diáspora arbórea, quemando las hojas muertas de los fresnos, los robles, los olmos, las hayas, los sicomoros, los castaños de Indias y los sauces llorones, y el acre humo gris quedaba suspendido en el aire como el último suspiro de las almas perdidas. Pero siempre había más, y más, así que los montones de basura en llamas no parecían disminuir nunca, y mientras permanecía allí de pie, contemplando las resplandecientes ascuas de las hogueras y respirando el caliente vapor de la caediza muerte, me parecía poder gustar el final definitivo de todas las cosas.

Nota del autor

Otto Rahn y Karl MariaWeisthor dimitieron de las SS en febrero de 1939. Rahn, un experimentado montañero, murió por congelación mientras caminaba por las montañas cercanas a Kufstein menos de un mes más tarde. Las circunstancias de su muerte nunca fueron explicadas adecuadamente. Weisthor fue confinado en la ciudad de Goslar, donde quedó al cuidado de las SS hasta el final de la guerra. Murió en 1946.

Un tribunal público, formado por seis Gauleiters, se reunió el 13 de febrero de 1940 con el fin de investigar la conducta de Julius Streicher. El tribunal del partido llegó a la conclusión de que Streicher era «indigno de liderar a la gente» y el Gauleiter de Franconia se retiró de las funciones públicas.

El pogromo de la Kris tallnacht [Noche de los Cristales Rotos] del 9 y 10 de noviembre de 1938 tuvo como resultado 100 judíos muertos, 177 sinagogas reducidas a cenizas y 7. 000 establecimientos judíos destruidos. Se ha calculado que la cantidad de cristal destruido fue igual a la mitad de la producción anual de vidrio de Bélgica, país de donde había sido importado. Se calculó que los daños alcanzaban cientos de millones de dólares. En los casos en que el seguro pagó sumas de dinero a los judíos, estas fueron confiscadas como compensación por el asesinato del diplomático alemán, Von Rath, en París. Esta multa ascendió a 250 millones de dólares.