La clínica de Kindermann se levantaba a cierta distancia de una tranquila calle, en una especie de jardín grande, pero bien cuidado, que descendía suavemente hacia un pequeño estanque cerca del lago principal y que incluía, entre sus muchos olmos y castaños, un embarcadero soportado por columnas, un cobertizo para los botes y una extravagancia gótica tan pulcramente construida que llegaba a tener un aire bastante más sensato. Parecía una cabina telefónica medieval.
La clínica en sí misma era una mezcla tal de hastiales, entramados de madera, montantes, torre y torreta almenadas que era más un castillo en el Rin que un establecimiento sanitario. Al mirarla casi esperaba ver un par de horcas en el tejado y oír los alaridos procedentes de una celda distante. Pero todo estaba tranquilo, sin señales de que hubiera nadie por allí. Solo se oía el sonido lejano de una tripulación de cuatro remeros en el lago, al otro lado de los árboles, que provocó los estridentes chillidos de los grajos.
Mientras cruzaba la puerta principal decidí que habría más posibilidades de encontrar unos cuantos pacientes deslizándose sigilosamente por el exterior a la hora en que los murciélagos deciden lanzarse a la tenue luz del crepúsculo.
Mi habitación estaba en el tercer piso, con una vista excelente sobre las cocinas. Ochenta marcos diarios y era lo más barato que tenían; deambulando por allí no pude dejar de preguntarme si con cincuenta marcos más al día no habría tenido derecho a algo un poco más grande, algo así como un cesto para la colada. Pero la clínica estaba llena. Mi habitación era lo único que quedaba disponible, como me explicó la enfermera que me acompañó.
Era una monada. Igual que la mujer de un pescador del Báltico pero carente del encanto de la conversación campesina. Para cuando me había abierto la cama y me había dicho que me desnudara casi no podía respirar de tan excitado como estaba. Primero la criada de Frau Lange y ahora esta, tan alejada del lápiz de labios como un pterodáctilo. Y no es que no hubiera otras enfermeras más bonitas por allí. Había visto muchas abajo. Debían de haber decidido que con una habitación tan pequeña, lo mínimo que podían hacer era darme una enfermera muy grande para compensar.
– ¿A qué hora abre el bar? -pregunté.
Su sentido del humor no desmerecía de su belleza.
– Aquí no se permite el alcohol -dijo, arráncandome el cigarrillo, aún sin encender, de los labios-. Y está estrictamente prohibido fumar. El doctor Meyer vendrá a verle dentro de un momento.
– ¿Y quién es ese, un marinero de segunda clase? ¿Dónde está el doctor Kindermann?
– El doctor está en una conferencia en Bad Neuheim.
– ¿Y qué está haciendo allí? ¿Ha ingresado en una clínica? ¿Cuándo volverá?
– A finales de semana. ¿Es usted paciente del doctor Kindermann, Herr Strauss?
– No, no lo soy. Pero por ochenta marcos diarios esperaba serlo.
– El doctor Meyer es un médico muy capacitado, se lo aseguro.
Me miró frunciendo el ceño, impaciente, cuando se dio cuenta de que no había mostrado intención alguna de desnudarme, y empezó a chasquear la lengua con un ruidito como si estuviera tratando de ser amable con una cacatúa. Dando una fuerte palmada, me ordenó que me diera prisa y me metiera en la cama, ya que el doctor Meyer querría examinarme. Seguro de que era totalmente capaz de desnudarme ella misma, decidí no resistirme. Mi enfermera no solo era fea, además debía haber aprendido su manera de tratar a los pacientes en algún mercado de verduras.
Cuando se hubo marchado, me puse a leer en la cama. Una clase de lectura que no describiría como apasionante sino, más bien, como increíble. Sí, esa era la palabra: increíble. Siempre había habido revistas extrañas, ocultistas, en Berlín, como Zenit y Hagal, pero desde las orillas del Maas hasta los bancos del Memel no había nada comparable con los aprovechados que escribían para Urania, la revista de Reinhart Lange. Hojearla durante unos quince minutos fue suficiente para convencerme de que Lange debía de estar como una cabra. Había artículos titulados «Wotan y los auténticos orígenes del cristianismo», «Los poderes sobrehumanos de los habitantes perdidos de la At lántida», «La teoría de la glaciación explicada», «Ejercicios esotéricos de respiración para principiantes», «Espiritualismo y la memoria de la raza», «Doctrina de la Ti erra hueca», «El antisemitismo como legado teocrático», etc. Pensé que para un hombre que publicaba esta clase de estupideces, probablemente el chantaje a un progenitor fuera la clase de actividad rutinaria con que uno podía entretenerse entre dos revelaciones ariosóficas.
Incluso el doctor Meyer, que en sí mismo no era un testimonio evidente de lo normal, se. sintió impulsado a hacer un comentario sobre mis gustos en asuntos de lectura.
– ¿Suele leer este tipo de cosas? -preguntó, dando vueltas a la revista entre las manos como si hubiera sido alguna clase de curioso artefacto extraído de alguna ruina troyana por Heinrich Schliemann.
– No, la verdad es que no. Fue la curiosidad lo que me hizo comprarlo.
– Bien. Un interés anormal por lo oculto suele ser señal de una personalidad inestable.
– ¿Sabe?, es lo mismo que yo estaba pensando.
– Por supuesto, no todo el mundo estaría de acuerdo conmigo. Pero las visiones de muchas figuras religiosas modernas, como San Agustín o Lutero- probablemente tienen un origen neurótico.
– ¿De verdad?
– Sí, desde luego.
– ¿Qué opina el doctor Kindermann?
– Oh, Kindermann tiene algunas teorías muy poco corrientes. No estoy seguro de comprender su trabajo, pero es un hombre brillante. -Me cogió la muñeca-. Sí, sin duda alguna, un hombre muy brillante.
El doctor, que era suizo, llevaba un traje de tweed verde de tres piezas, una corbata de lazo que parecía una enorme mariposa, gafas y una perilla larga y blanca como la de un hombre santo de la In dia. Me subió la manga del pijama y colgó un pequeño péndulo encima por la parte interior de mi muñeca. Observó cómo oscilaba y giraba durante un rato antes de dictaminar que la cantidad de electricidad que emitía indicaba que me sentía anormalmente deprimido y ansioso por algo. Fue una actuación impresionante, pero a prueba de bombas, ya que era probable que la mayoría de la gente que ingresaba en la clínica se sintiera deprimida o ansiosa por algo, aunque solo fuera por los honorarios.
– ¿Qué tal duerme? -dijo.
– Mal. Un par de horas cada noche.
– ¿Alguna vez tiene pesadillas?
– Sí, y ni siquiera me gusta el queso.
– ¿Algún sueño repetitivo?
– Nada específico.
– ¿Y qué tal anda de apetito?
– De eso no puede decirse que tenga.
– ¿Y vida sexual?
– Igual que mi apetito. Nada que valga la pena mencionar.
– ¿Piensa mucho en las mujeres?
– Sin cesar.
Garabeteó unas cuantas notas, se acarició la barba y dijo:
– Voy a recetarle unas cuantas vitaminas y minerales extras, especialmente magnesio. Y además voy a ponerle una dieta sin azúcar, con muchas verduras crudas y algas kelp. Le ayudaremos a eliminar algunas de sus toxinas con unas tabletas para purificar la sangre. También le recomiendo que haga ejercicio. Tenemos una piscina excelente y quizá le apetezca probar un baño de agua de lluvia, que encontrará muy vigorizante. ¿Fuma?
Asentí.
– Procure dejarlo durante un tiempo. -Cerró el cuaderno-. Bueno, eso tendría que ser de ayuda en cuanto a su bienestar físico. Al mismo tiempo veremos si podemos lograr mejorar su estado mental con un tratamiento psicoterapéutico.