– ¿Qué es exactamente la psicoterapia, doctor? Perdóneme, pero pensaba que los nazis la habían condenado como algo decadente.
– Oh, no, no. La psicoterapia no es igual que el psicoanálisis. No confía en absoluto en la mente inconsciente. Ese tipo de cosas está bien para los judíos, pero carece de valor para los alemanes. Como usted mismo podrá apreciar, no se lleva a cabo ningún tratamiento psicoterapéutico aislado del cuerpo. Aquí nuestro objetivo es aliviar los síntomas de los desarreglos mentales cambiando las actitudes que los han hecho aparecer. A las actitudes las condiciona la personalidad, y la relación de la personalidad con el entorno. Lo único de sus sueños que me interesa es si los tiene o no. Tratarlo esforzándonos por interpretar sus sueños y descubrir su trascendencia sexual es, para decirlo francamente, un disparate. Vamos, algo decadente. -Soltó una risita amigable-. Pero ese es un problema para los judíos, no para usted, Herr Strauss. Ahora, lo más importante es que disfrute de una buena noche de sueño.
Diciendo esto, cogió su maletín y sacó una jeringuilla y una botellita que colocó en la mesita de noche.
– ¿Qué es eso? -pregunté aprensivo.
– Hioscina -me respondió, frotándome el brazo con un algodón humedecido en alcohol.
Noté el frío de la inyección según iba subiéndome por el brazo, como un fluido embalsamador. Segundos después de reconocer que tendría que encontrar otra noche para husmear por la Clí nica Kindermann, sentí cómo se aflojaban los cabos que me amarraban a la consciencia, que iba a la deriva, apartándome lentamente de la costa, y que la voz de Meyer estaba ya demasiado lejos para oír qué estaba diciendo.
Después de cuatro días en la clínica me sentía mejor de lo que me había sentido en cuatro meses. Además de mis vitaminas y de mi dieta de algas y verduras crudas, había probado la hidroterapia, la naturoterapia y un tratamiento en el solárium. Habían ampliado el diagnóstico de mi estado de salud mediante el examen del iris, las palmas y las uñas de las manos, examen que había revelado un déficit de calcio, y me habían enseñado una técnica de relajación autogénica. El doctor Meyer hacía progresos con su «enfoque a la totalidad» junguiano, como él lo llamaba, y se proponía atacar mi depresión con electroterapia. Y aunque seguía sin haber conseguido registrar el despacho de Kindermann, lo que sí tenía era una nueva enfermera, una auténtica belleza llamada Marianne, que se acordaba de que Reinhart Lange había estado en la clínica varios meses y que ya se había mostrado dispuesta a hablar de su jefe y de los asuntos de la institución.
Me despertaba a las siete con un vaso de zumo de pomelo y una selección casi veterinaria de píldoras.
Disfrutando de la curva de sus nalgas y de la plenitud de sus pechos, observé cómo descorría las cortinas para mostrar un hermoso día de verano y deseé que hubiera podido mostrar su cuerpo desnudo con la misma facilidad.
– ¿Qué tal está en este hermoso día? -le pregunté.
– Fatal -dijo con una mueca.
– Marianne, ¿no sabe que se supone que debe ser al revés? Soy yo quien se supone que tiene que sentirse fatal y usted quien tiene que interesarse por mi salud.
– Lo siento, Herr Strauss, pero estoy más que harta de este sitio.
– Bueno, ¿por qué no se mete aquí dentro a mi lado y me lo cuenta todo? Se me da muy bien escuchar los problemas de los demás.
– Apuesto a que también se le dan muy bien otras cosas -dijo riendo-. Tendré que ponerle bromuro en el zumo.
– ¿Para qué serviría eso? Tengo ya toda una farmacia dando vueltas por mi interior. No creo que otro producto químico supusiera mucha diferencia.
– Se sorprendería.
Era de Frankfurt, rubia, alta, de aspecto atlético, con un sentido del humor nervioso y una sonrisa un tanto afectada que indicaba falta de confianza en sí misma. Algo extraño, teniendo en cuenta su evidente atractivo.
– Toda una farmacia -dijo burlona-. Unas pocas vitaminas y algo para ayudarle a dormir por la noche. Eso no es nada comparado con otros.
– Cuénteme.
Se encogió de hombros.
– Algo para ayudarles a despertarse por la mañana y estimulantes para combatir la depresión.
– ¿Y qué usan para los mariquitas?
– Oh, esos… Antes les daban hormonas, pero no funcionaba. Así que ahora prueban con una terapia de aversión. Pero, pese a lo que dicen en el Instituto Goering sobre que es un trastorno que puede tratarse, en privado todos los médicos dicen que es difícil de influir en la afección básica. Kindermann tendría que saberlo. Me parece que él mismo es algo entendido. He oído que le decía a un paciente que la psicoterapia solo es útil para tratar las reacciones neuróticas que pueden derivarse de la homosexualidad, que ayuda a que el paciente deje de engañarse.
– Entonces lo único que tiene que preocuparle es el artículo 175.
– ¿Y eso qué es?
– El artículo del código penal alemán que dice que la homosexualidad es un delito. ¿Es eso lo que pasó con Reinhart Lange? ¿El tratamiento fue solo para las reacciones neuróticas asociadas? -Asintió y se sentó en el borde de la cama-. Hábleme del Instituto Goering. ¿Tiene algo que ver con el Gordo Hermann?
– Matthias Goering es su primo. Ese sitio existe para ofrecer psicoterapia con la protección del nombre de Goering. Si no fuera por él, en Alemania habría muy poca atención a la salud mental que valiera la pena mencionar. Los nazis habrían destruido la medicina psiquiátrica solo porque su mayor lumbrera es judío. Todo el asunto es un montón de hipocresía. Muchos de ellos continúan de acuerdo con Freud en privado, mientras lo denuncian en público. Incluso el llamado Hospital Ortopédico para las SS, cerca de Ravensbrück, no es más que una clínica mental para las SS. Kindermann es uno de los especialistas, además de ser uno de los miembros fundadores del Instituto Goering.
– ¿Y quién financia el Instituto?
– El Frente del Trabajo y la Luf twaffe.
– Claro. La caja de gastos del primer ministro.
Marianne frunció el ceño.
– ¿Sabe que hace muchas preguntas? ¿Qué es usted, un poli o algo por el estilo?
Me levanté y me puse el batín.
– Algo por el estilo -dije.
– ¿Está aquí trabajando en un caso? -Me miraba excitada, con los ojos como platos-. ¿Algo en lo que estuviera metido Kindermann?
Abrí la ventana y me asomé un momento. Era agradable respirar el aire fresco de la mañana, incluso los vapores que llegaban de las cocinas. Pero un cigarrillo era mejor. Cogí mi último paquete del alféizar de la ventana y encendí uno. Marianne se quedó un rato mirando con desaprobación el cigarrillo que tenía en la mano.
– No tendría que fumar, ya lo sabe.
– No sé si Kindermann está implicado o no -dije-. Eso es lo que esperaba averiguar cuando vine aquí.
– Bueno, no tiene que preocuparse por mí -dijo con rabia-. No me importa nada lo que pueda pasarle. -Se puso de pie, con los brazos cruzados y la boca fruncida con una expresión más dura-. Ese hombre es un cabrón. Hace solo unas semanas trabajé todo el fin de semana porque no había nadie más disponible. Me dijo que me lo pagaría el doble en efectivo. Pero sigue sin darme mi dinero. Esa es la clase de cerdo que es. Me compré un vestido. Fue una estupidez, tendría que haber esperado. Y ahora no puedo pagar el alquiler.
Estaba tratando de decidir si quería hacerme tragar aquella historia cuando vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Si era una actuación, era una actuación muy buena. En cualquiera de los dos casos, se merecía un cierto reconocimiento.
Se sonó y dijo:
– ¿Me daría un cigarrillo, por favor?
– Claro.
Le di el paquete y encendí un fósforo.
– ¿Sabe?, Kindermann conoció a Freud -dijo, tosiendo un poco al empezar a fumar-. En la Es cuela de Medicina de Viena, cuando estudiaba allí. Después de licenciarse, trabajó durante un tiempo en el Sanatorio Mental de Salzburgo. Es originario de Salzburgo. Cuando su tío murió en 1930, le dejó esta casa y decidió volver y convertirla en una clínica.