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– Informaré a mi abogado…

– La policía nos ha tenido encerrados…

– … ¡Del comportamiento más ultrajante que jamás he presenciado!

– Se suponía que vivimos en un país civ…

– …¡No me extraña que el país se haya ido al carajo!

Indiferente a su cólera, Lynley paseó la mirada sobre ellos y efectuó un rápido examen de la estancia. Las pesadas cortinas de color rosa estaban corridas, y sólo se habían encendido dos lámparas, pero le bastaba para estudiar a la compañía mientras sus miembros continuaban vociferando exigencias, que continuó ignorando.

Reconoció a los principales actores del drama, sobre todo por su relativa proximidad a la principal protagonista y fuerza dominante en la habitación: la primera actriz de Inglaterra, Joanna Ellacourt. Estaba de pie junto al bar, una gélida belleza rubia cuyo jersey de angora blanco y pantalones de lana a juego parecían dar énfasis al desdén con que había recibido la llegada de la policía. Como si deseara colmar algún deseo de la mujer, se erguía a su lado un hombre de mayor edad, musculoso, de espesas pestañas y recio cabello gris… Sin duda su marido, David Sydeham. Al otro lado, a sólo dos pasos de distancia, su pareja en tantas obras dedicó de nuevo su atención a la copa que estaba tomando. Robert Gabriel no manifestaba el menor interés por los recién llegados, ni en ser visto hasta haberse fortalecido adecuadamente para el encuentro. Delante de Gabriel, después de levantarse con celeridad de un sofá, Stuart Rintoul, lord Stinhurst, observaba a Lynley con interés, como si abrigara la intención de incluirle en alguna futura producción.

En la biblioteca había otras personas, cuya identidad Lynley sólo podía adivinar, dos mujeres de cierta edad cerca del fuego, probablemente la esposa de lord Stinhurst y su hermana, Francesca Gerrard. Un hombre rechoncho, de unos treinta años, cara de pocos amigos, prendas nuevas de tweed, seguramente el periodista Jeremy Vinney, compartía un canapé con una mujer de edad madura con aspecto de solterona, muy poco atractiva, inverosímilmente mal vestida, y cuya extrema delgadez, ya que no su parecido, indicaba que debía ser la hija de lord Stinhurst. Los dos adolescentes empleados en el hotel se hallaban juntos en el extremo más alejado de la habitación. En una silla baja, casi oculta por las sombras, se sentaba una mujer de cabello negro y hoyuelos en las mejillas, que miró a Lynley con rostro inquieto; aparentaba reprimir con firmeza una intensa emoción que no afloraba a la superficie. Irene Sinclair, pensó Lynley, la hermana de la víctima.

Pero ninguna de estas personas era la que Lynley buscaba, y repasó al grupo hasta encontrar al director de la obra, reconociéndole por la tez olivácea, el cabello negro y los ojos oscuros de los galeses. Rhys Davies-Jones estaba de pie junto a la silla que lady Helen acababa de abandonar. Se había movido al mismo tiempo que ella, como para impedirle que se enfrentara sola a la policía. Se detuvo, sin embargo, cuando resultó evidente para todos que este policía en particular no era un extraño para lady Helen Clyde.

Lynley miró a Davies-Jones desde el otro extremo de la habitación y a través del abismo creado por la oposición entre sus culturas, sintiendo que se apoderaba de él una aversión tan potente como una enfermedad física. «El amante de Helen -pensó, y después reforzó la frase para convencerse de la desagradable inmutabilidad del hecho-. Éste es el amante de Helen.»

Parecía el hombre menos apropiado para el papel. El gales era, como mínimo, diez años mayor que Helen, nervudo y fuerte como sus antepasados celtas, de cabello rizado que empezaba a encanecer en las sienes y rostro esbelto curtido por la intemperie. Como sus antepasados, no era ni alto ni atractivo. Sus facciones eran afiladas y duras, pero Lynley no podía negar que su aspecto indicaba inteligencia y carácter fuerte, virtudes que Helen reconocía y valoraba por encima de las demás.

– Sargento Havers -la voz de Lynley se impuso a las continuas protestas, eliminándolas en el acto-. Acompañe a lady Helen a su habitación para que se vista. ¿Dónde están las llaves?

Una joven se acercó, los ojos abiertos de par en par y la cara pálida. Mary Agnes Campbell, la que había descubierto el cadáver. Sostenía una bandeja de plata sobre la que alguien había depositado todas las llaves del hotel, pero sus manos temblaban, y tanto la bandeja como su contenido tintineaban en tono discorde. Los ojos de Lynley tomaron nota del hecho y luego se desviaron hacia la compañía congregada.

– Cerré con llave todas las habitaciones y requisé las llaves inmediatamente después de que ella… de que el cuerpo fuera descubierto esta mañana -Lord Stinhurst volvió a su lugar junto al fuego, un sofá que compartía con una de las mujeres mayores. La mano de ésta aferró la suya, y sus dedos se entrelazaron-. No estoy seguro de cómo se debe proceder en un caso como éste, pero me pareció lo más apropiado -concluyó Stinhurst, a modo de explicación.

Como la expresión de Lynley dio a entender que no recibía la noticia con agrado, Macaskin intervino.

– Todos estaban en el salón cuando llegamos por la mañana. Su señoría nos hizo el favor de encerrarles.

– Qué inapreciable colaboración la de lord Stinhurst -la sargento Havers habló con una voz tan cortés que sonó como el acero.

– Busca tu llave, Helen -dijo Lynley. Los ojos de la joven no se habían apartado de su rostro desde la primera vez que él le había dirigido la palabra. Lynley sentía su mirada cálida sobre su piel, como una caricia-. El resto de ustedes dispóngase a sufrir más incomodidades durante un rato.

Lady Helen intentó responder entre el cúmulo de protestas que provocó esta observación, pero Joanna Ellacourt se ganó la atención de todos atravesando la habitación en dirección a Lynley. Dominaba la escena y caminaba como una mujer que sabía aprovechar las ocasiones. Su largo y suelto cabello se movía sobre sus hombros como seda iluminada por el sol.

– Inspector -murmuró, avanzando con elegancia hacia la puerta-. Tengo la sensación de que puedo rogarle… si no es demasiado. Le estaría infinitamente agradecida si me concediera unos momentos de soledad. Donde sea. Fuera de aquí. Tal vez en mi habitación, pero si no es posible, en cualquier habitación. Donde quiera. Me basta una silla para sentarme, reflexionar y serenarme de nuevo. Sólo cinco minutos. Si fuera tan amable de permitírmelo, quedaría en deuda con usted. Después de un día tan espantoso.

Una interpretación irreprochable, Blance Dubois [4] en Escocia. Pero Lynley no tenía la menor intención de encarnar a su caballero de Dallas.

– Lo siento. Me temo que deberá confiar en la gentileza de algún extraño que no sea yo. Busca tu llave, Helen -repitió por segunda vez.

Lady Helen hizo un gesto que Lynley reconoció, el preludio de empezar a hablar. Se dio la vuelta.

– Nos encontrará en la habitación de la Sinclair -dijo a Havers-. Avíseme cuando esté vestida. Agente Lonan, encárguese de que los demás sigan aquí por ahora.

Voces airadas se elevaron de nuevo. Lynley las ignoró y salió de la biblioteca. St. James y Macaskin le siguieron.

Barbara Havers se sintió muy complacida de quedarse a solas con aquel grupo de sofisticados sospechosos, tan distintos de los que solían encontrarse en una investigación criminal, y extraer sus propias conclusiones sobre su culpabilidad potencial. Tuvo tiempo de hacerlo cuando lady Helen volvió junto a Rhys Davies-Jones e intercambió con él unas palabras en voz baja, inaudibles debido al estrépito de imprecaciones y protestas que siguió a la marcha de Lynley.

Eran tal para cual, decidió Barbara. Finos, atildados, divinamente perfectos. A excepción de lady Helen, podrían posar para un anuncio publicitario de cómo vestirse para un asesinato, y de cómo actuar cuando llega la policía, justa indignación, exigir a voces un abogado, comentarios desagradables. Hasta el momento, colmaban todas sus expectativas.

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[4] Un personaje de Un tranvía llamado deseo (n. del T.)