No cabía duda de que en cualquier momento uno de ellos mencionaría una estrecha relación con un parlamentario, una amistad íntima con la señora Thatcher o una figura notable en su árbol genealógico. Todos eran iguales, pisaverdes y peces gordos.
Todos, excepto aquella mujer de rostro comprimido que había logrado acurrucarse con bastante holgura en el canapé, como un bulto deforme, lo más lejos posible del hombre que lo compartía con ella. Elizabeth Rintoul, pensó Barbara, lady Elizabeth Rintoul, para ser exactos. La única hija de lord Stinhurst.
Se comportaba como si el hombre sentado a su lado fuera portador de una enfermedad particularmente virulenta. Encogida en una esquina del sofá, se ceñía una chaqueta de lana azul marino hasta el cuello y apretaba los brazos con fuerza, dolorosamente, a sus costados. Sus pies estaban plantados en el suelo, embutidos en el tipo de zapatos de suela plana, sencillos y de color negro, a los que suele calificarse de «sensatos». Surgían como manchas angulosas de aceite de su fea falda gris de franela. Se veía muy deshilachada. No participaba en las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor pero algo en su postura sugería que sus frágiles huecos estaban a punto de quebrarse.
– Elizabeth, querida -murmuró la mujer sentada frente a ella. Exhibía la sonrisa expresiva y contemporizadora que se dirige a los niños habituados a comportarse mal delante de las visitas. Barbara llegó a la conclusión de que se trataba de su madre, la propia lady Stinhurst en persona, ataviada con un conjunto de color cervato, los tobillos cruzados elegantemente y los brazos doblados sobre el regazo-. Tal vez convendría llenar de nuevo el vaso del señor Vinney.
Los ojos insípidos de Elizabeth Rintoul se desviaron hacia su madre.
– Tal vez -respondió, consiguiendo que las palabras sonaran como una estupidez.
Lady Stinhurst insistió, lanzando una mirada suplicante a su marido, como en demanda de auxilio. Su voz era dulce y vacilante, como la de una dama soltera, poco acostumbrada a tratar con niños. Se llevó con nerviosismo una mano al cabello, expertamente teñido y peinado de forma que disimulara su avanzada edad.
– Sabes, querida, como llevamos tanto tiempo sentadas tengo la impresión de que el señor Vinney no ha tomado nada desde las dos y media.
Más que una insinuación, era una abierta sugerencia. El bar estaba justo enfrente de ellas y Elizabeth debía atender al señor Vinney como una virgen a su primer admirador. Las directrices eran muy claras, pero Elizabeth no estaba dispuesta a seguirlas. En lugar de ello, el desdén asomó a su rostro, y bajó los ojos hacia la revista que sostenía sobre el regazo. Masculló una respuesta impropia de una dama, consistente en una sola palabra. No había forma de que su madre pudiera malinterpretarla o pasarla por alto.
Barbara observó la breve confrontación con cierta curiosidad. Lady Elizabeth rebasaba con bastante generosidad los treinta años, probablemente acercándose a los cuarenta, una edad poco apropiada para necesitar estímulos de mamá en relación a los hombres. Sin embargo, mamá creía firmemente que debía estimularla. De hecho, pese a la manifiesta hostilidad de Elizabeth, un movimiento de lady Stinhurst indicó bien a las claras que deseaba empujar a su hija a los brazos del señor Vinney.
Resultaba evidente que Jeremy Vinney rechazaba tal posibilidad. El periodista del Times, pese a estar sentado junto a Elizabeth, hacía lo posible por ignorar la conversación. Sondeó su pipa con un utensilio de acero inoxidable, y procuró escuchar con todo descaro lo que Joanna Ellacourt estaba diciendo al otro lado de, la estancia. La mujer se hallaba irritada y no lo disimulaba.
– Nos ha tomado el pelo a todos de una forma asombrosa, ¿verdad? ¡Cómo se ha divertido! ¡Se ha reído a costa nuestra! -la actriz dirigió una mirada severa a Irene Sinclair, que seguía sentada lejos de los otros, como si la muerte de su hermana hubiera servido para que su presencia fuera mal acogida-. ¿Ya quién creéis que beneficia el pequeño cambio en la obra que nos reveló anoche? ¿A mí? ¡Ni por el forro! Bien, no lo voy a tolerar, David. Estoy decidida, no lo pienso tolerar bajo ningún concepto.
David Sydeham respondió a su esposa en tono conciliador.
– No hay nada decidido todavía, Jo, y mucho menos ahora. Al cambiar ella la obra, es muy posible que el contrato quedara anulado.
– Tú crees que el contrato está anulado, pero no lo tienes aquí, ¿verdad? No podemos echarle un vistazo, ¿verdad? No tienes la menor idea de si ha quedado anulado. ¿Y esperas que me crea, aceptando tu palabra después de todo lo que ha ocurrido, que un simple cambio en los personajes anulará el contrato? Perdonarás mi incredulidad, ¿verdad? Perdonarás que me ría a carcajadas, y prepárame otra ginebra. Ahora.
Sydeham, en silencio, hizo un gesto con la cabeza a Roben Gabriel, que empujó una botella de Beefeater en su dirección. Sólo quedaba un tercio de su contenido. Sydeham sirvió un vaso a su esposa y devolvió la botella a Gabriel, que la agarró y murmuró entre risas:
– No te veo y, sin embargo, todavía te veo… Ven, deja que te abrace -Gabriel miró de reojo a Joanna y se sirvió otra copa-. Dulces sombras de tus miembros, Jo, mi amor. ¿No fue eso lo que dijimos la primera vez? Ummm, no, quizá no -consiguió que sonara más como un encuentro sexual que como una representación de Macbeth.
Algunas de sus compañeras habían suspirado por el apuesto Gabriel de quince años atrás, cual nuevo Peter Pan, pero Barbara nunca había comprendido en qué residía su atractivo. Ni tampoco, en apariencia, Joanna Ellacourt. Ésta le dedicó una sonrisa asesina.
– Querido -respondió-. ¿Cómo voy a olvidarme? Te saltaste diez líneas en mitad del segundo acto, y tuve que arrastrarte hasta el final. Con toda franqueza, llevo diecisiete años esperando que aquellos populosos mares se tiñan de encarnado.
– Puta del West End -proclamó Gabriel con una carcajada-. No esperaba menos de ti.
– Estás borracho.
Lo cual era bastante cierto. Como en respuesta, Francesca Gerrard se levantó vacilante del sofá que compartía con su hermano, lord Stinhurst. Daba la impresión de que quería controlar la situación, quizá actuar como la propietaria de un hotel, si bien eligió una forma bastante absurda de planteárselo a Barbara.
– Si pudiéramos tomar un poco de café… -su mano aleteó hacia una colección de cuentas de colores que llevaba sobre el pecho como una cota de malla. El contacto pareció darle coraje. Su voz adoptó un tono más autoritario-. Nos gustaría tomar café. ¿Se encargará de ello? -como Barbara no respondió, se volvió hacia lord Stinhurst-. Stuart…
– Le estaríamos muy agradecidos si nos diera permiso para hacer una cafetera -dijo el hombre-. Despejará a algunos miembros del grupo.
Barbara reflexionó complacida en las escasas oportunidades que volvería a tener de poner a un barón en su sitio.
– Lo siento -replicó con acritud-. Venga conmigo, por favor -indicó a lady Helen-. Creo que el inspector desea verla en primer lugar.
Lady Helen Clyde se sintió bastante aturdida cuando atravesó con pasos torpes la biblioteca. Se dijo que era debido a la falta de comida, al interminable y asombroso día, a la atroz incomodidad de estar sentada hora tras hora en camisón en una habitación que oscilaba entre el frío más espantoso y la pura claustrofobia. Al llegar a la puerta, se ciñó el sobretodo con la mayor dignidad que pudo reunir y salió al vestíbulo. La sargento Havers caminaba como una sombra detrás de ella.
– ¿Estás bien, Helen?
Lady Helen agradeció el hecho de que St. James la hubiera esperado. Se hallaba junto a la puerta, oculto por las sombras. Lynley y Macaskin ya habían desaparecido escaleras arriba.
Se alisó el pelo con la mano en un intento de adecentarlo, pero desechó el esfuerzo con una leve y triste sonrisa.