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– ¿Te imaginas lo que es pasar todo un día en una habitación llena de individuos que tienen línea directa con Tespis? [5] -preguntó a St. James-. Desde las siete y media de la mañana hemos recorrido toda la gama de reacciones posibles, desde la histeria a la paranoia pasando por la aflicción. Si quieres que te diga la verdad, al mediodía habría vendido mi alma por una de las pistolas de Hedda Gabler [6] -alzó el sobretodo hasta el cuello y lo cerró sobre la garganta, conteniendo un estremecimiento-. Pero sí, estoy bien. Al menos, eso creo -sus ojos se fijaron en la escalera y se posaron luego sobre St. James-. ¿Qué le pasa a Tommy?

Detrás de ella, sin que lady Helen lo advirtiera la sargento Havers se movió con inexplicable brusquedad. Reparó en que St. James tardaba en responder, quitándose unas motas de polvo inexistentes del pantalón. Cuando habló, lo hizo formulando a su vez otra pregunta.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí, Helen?

La joven miró la puerta cerrada de la biblioteca.

– Rhys me invitó. Iba a dirigir la nueva producción de lord Stinhurst que inaugurará el teatro Agincourt, y este fin de semana iba a hacerse un ensayo… una especie de lectura preliminar de la obra.

– ¿Rhys? -repitió St. James.

– Rhys Davies-Jones. ¿No te acuerdas de él? Mi hermana le veía a menudo. Hace años, antes de que él… -Lady Helen se retorció un botón del sobretodo, vacilante, sin saber cuánto debía revelar-. Ha trabajado en teatros de provincias durante los dos últimos años. Iba a ser su primera producción en Londres desde… La tempestad de Shakespeare. Hace cuatro años. Fuimos juntos. Supongo que te acordarás -comprobó que así era.

– Dios mío -dijo St. James con cierto respeto-. ¿Era el mismo Davies-Jones? Lo había olvidado por completo.

Lady Helen se preguntó cómo era posible, porque se trataba de algo que nunca olvidaría, aquella espantosa, noche en el teatro cuando Rhys Davies-Jones, el director, había subido al escenario y todo el mundo se dio cuenta de que casi deliraba. Había arruinado públicamente su carrera con una venganza, apartando a empujones a los actores, sin distinción de sexos, y persiguiendo demonios que sólo él veía. Lady Helen aún lo retenía en su imaginación, el escenario, el alboroto, el desastre que había causado a los otros y a sí mismo. Durante el parlamento del cuarto acto había interrumpido, completamente borracho, las hermosas palabras, borrando de un manotazo su pasado y su futuro en un instante, sin dejar rastro.

– Después de aquello pasó cuatro meses en el hospital. Ahora está muy… recuperado. El mes pasado me topé con él en Brompton Road. Cenamos y… bueno, nos hemos visto bastante desde entonces.

– Para trabajar con Stinhurst, la Ellacourt y Gabriel debe de haberse recuperado por completo. Una compañía soberbia para…

– ¿Un hombre de su reputación? -Lady Helen, frunciendo el entrecejo, clavó la vista en el suelo, tocando delicadamente con la zapatilla una de las espigas que mantenían fija la madera-. Supongo que sí, pero Joy Sinclair era su prima. Estaban muy unidos, y creo que ella intentó darle una segunda oportunidad en el teatro de Londres. Su influencia fue decisiva para que lord Stinhurst le ofreciera el contrato a Rhys.

– ¿Tenía influencia sobre Stinhurst?

– Tengo la impresión de que Joy ejercía su influencia sobre todo el mundo.

– ¿Qué quieres decir?

Lady Helen titubeó. No era una mujer proclive a decir cosas que pudieran denigrar a los demás, ni siquiera en un caso de asesinato. Hacerlo iba en contra de sus principios, incluso con St. James, un hombre en quien siempre se podía confiar. Le dio a regañadientes la respuesta que esperaba, dirigiendo antes una rápida mirada a la sargento Havers para leer en su rostro su grado de discreción.

– Según parece tuvo un lío con Robert Gabriel el año pasado. Ayer por la tarde se pelearon horriblemente por ese motivo. Gabriel quería que Joy le dijera a su ex esposa que sólo se habían acostado una vez. Joy se negó… Bueno, la discusión iba a degenerar hacia la violencia cuando Rhys irrumpió en la habitación de Joy para terminarla.

– No lo entiendo. -St. James parecía perplejo-. ¿Conocía Joy Sinclair a la esposa de Robert Gabriel? ¿Sabía que estaba casado?

– Oh, sí. Robert Gabriel estuvo casado durante diecinueve años con Irene Sinclair, la hermana de Joy.

El inspector Macaskin abrió la puerta para que Lynley y St. James entraran en la habitación de Joy Sinclair. Tanteó en busca del interruptor de la luz y dos sinuosas lámparas de bronce, colgadas del techo, iluminaron aquella profusión de contradicciones. Era una bonita habitación, comprobó Lynley, tanto que parecía más apropiada para la estrella de la obra que para la autora. Estaba amueblada con una cama imperial victoriana y un conjunto del siglo XIX que consistía en una cómoda, armario ropero y sillas, y empapelada en tonos verdes y amarillos. Una descolorida alfombra Axminster cubría el suelo de roble, y las viejas tablas crujían al pisarlas.

Pero, al mismo tiempo, la habitación había sido el escenario de un crimen brutal, y el aire helado contenía un rico efluvio de sangre y destrucción. La cama constituía la pieza principal, con su retorcida confusión de manchas de sangre y su única cuchillada, que describía con elocuencia el modo en que había muerto la mujer. Los tres hombres, tras ajustarse guantes de látex, se aproximaron con cierta precaución; Lynley paseó su mirada por la habitación, Macaskin se guardó en el bolsillo las llaves maestras de Francesca Gerrard y St. James inspeccionó el horrísono catafalco como si pudiera revelarle la identidad del autor.

Mientras los otros dos observaban, St. James sacó una pequeña regla plegable, se inclinó sobre la cama y tanteó delicadamente la perforación del centro. El colchón era muy peculiar, relleno de lana a la manera de una almohada, para acomodarse y amoldarse a los hombros, caderas y región lumbar. Y, además, como virtud adicional, se había ajustado alrededor del arma asesina, reproduciendo a la perfección la dirección de entrada.

– Una puñalada -dijo St. James a los demás sin volver la cabeza-. Con la mano derecha y desde el lado izquierdo de la cama.

– ¿Pudo ser una mujer? -preguntó Macaskin.

– Si el puñal estaba lo bastante afilado -respondió St. James-. No haría falta mucha fuerza para atravesar el cuello de una mujer. Podría haberlo hecho otra mujer, pero ¿por qué cuesta tanto imaginar a una mujer cometiendo un crimen semejante?

Los ojos de Macaskin no se apartaban de la inmensa mancha que cubría el colchón, todavía húmeda.

– Afilado, sí. Condenadamente afilado -dijo con tono sombrío-. ¿Un asesino cubierto de sangre?

– No necesariamente. Creo que debió mancharse de sangre la mano y el brazo derechos, pero sí lo hizo con rapidez y se protegió con las sábanas quizá sólo salió con una o dos manchas. Si no se dejó ganar por el pánico, pudo limpiarlas fácilmente con una de las sábanas, y esa mancha se mezcló con la sangre resultante de la herida.

– ¿Y sus ropas?

James examinó las dos almohadas, las puso sobre una silla y apartó la sábana superior con sumo cuidado.

– Tal vez el asesino no llevaba ropas -señalo-. Sería mucho más fácil cometer el crimen desnudo, volver después a su habitación y lavarse la sangre con agua y jabón. Si sólo había uno, para empezar.

– Muy arriesgado, ¿no cree? -preguntó Macaskin-. Por no mencionar el frío de mil demonios.

St. James se demoró en comparar el agujero de la sábana con el del colchón.

– Todo el crimen entrañaba un riesgo. Cabía la posibilidad de que Joy Sinclair estuviera despierta y chillara como una posesa.

– Supongamos que estaba dormida -comentó Lynley. Se había acercado al tocador, situado junto a la ventana. Un revoltijo de objetos atestaba la superficie: maquillajes, cepillos para el pelo, secadores para el pelo, gasas y una serie de joyas entre las que había tres anillos, cinco brazaletes de plata y dos collares de cuentas de colores. En el suelo se veía un pendiente de oro en forma de aro.

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[5] Poeta griego del siglo VI A. C. al que los antiguos atribuían la invención de la tragedia (N del T.)

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[6] Personaje de Henrik Ibsen. (N del T.)