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– St. James -dijo Lynley, sin apartar la mirada del suelo-. Cuando tú y Deborah vais a un hotel, ¿cerráis la puerta con llave?

– Al instante -sonrió el aludido-. Pero creo que es el resultado de vivir en la misma casa con el suegro. Unos pocos días alejados de él y nos convertimos en depravados incorregibles, lamento decirlo. ¿Por qué?

– ¿Dónde dejáis la llave?

St. James miró a Lynley y a continuación la puerta.

– En la cerradura, por lo general.

– Sí. -Lynley cogió la llave de la puerta por la anilla metálica que unía la llave con la etiqueta de plástico identificadora-. Casi todo el mundo lo hace. Entonces, ¿por qué supones que Joy Sinclair cerró la puerta con llave y la dejó sobre el tocador?

– Anoche se produjo una discusión, ¿verdad? Estuvo mezclada en ella. Quizá estaba distraída o disgustada cuando entró. Es posible que haya cerrado la puerta y tirado la llave sobre el tocador en un arranque de nervios.

– Es posible, o puede que no fuera ella quien cerrara la puerta. Tal vez no entró sola, sino acompañada de alguien que se encargó de cerrarla mientras ella esperaba en la cama -Lynley se fijó en que el inspector Macaskin se pellizcaba el labio-. ¿No está de acuerdo? -le preguntó.

Macaskin se mordisqueó el pulgar un momento antes de dejar caer la mano con desagrado, como si hubiera subido hasta su boca por voluntad propia.

– En lo que respecta a lo de estar acompañada, no. Creo que no.

Lynley devolvió la llave al tocador y abrió las puertas del armario ropero. Las ropas colgaban al azar, los zapatos estaban tirados al fondo, unos téjanos formaban un confuso montón sobre el suelo y una maleta medio abierta revelaba medias y sujetadores.

Lynley examinó las prendas y se volvió hacia Macaskin.

– ¿Por qué no? -le preguntó, mientras St. James atravesaba la habitación en dirección a la cómoda y empezaba a registrarla.

– Por lo que llevaba puesto -explicó Macaskin-. En las fotografías del DIC no se ve muy bien, pero llevaba la parte superior de un pijama masculino.

– ¿No demuestra eso claramente que había alguien con ella?

– Usted cree que llevaba el pijama del tipo que vino a verla. No puedo estar de acuerdo.

– ¿Por qué no? -Lynley cerró la puerta del armario ropero y se apoyó en él, sin dejar de mirar a Macaskin.

– Seamos realistas, pues -Macaskin empezó con la seguridad de un conferenciante que ha reflexionado profundamente sobre el tema de su charla-. ¿Un hombre que va a seducir a una mujer se dirige a su habitación con un pijama viejo? El que llevaba era delgado, lavado muchas veces y descosido en los codos por varios puntos. Yo diría que tendría unos seis o siete años de antigüedad, tal vez más. No es exactamente lo que un hombre utilizaría o, pongamos por caso, dejaría como recuerdo a una mujer para que lo llevara después de una noche de amor.

– Ahora que lo ha descrito -dijo Lynley con aire pensativo-. Parece más un talismán, ¿no?

– En efecto -la aprobación de Lynley dio ánimos a Macaskin para abundar en su teoría. Recorrió a pasitos la distancia que separaba la cama del tocador, y de allí siguió hasta el armario ropero, dando énfasis a sus palabras con movimientos de las manos-. Suponiendo que siempre le había pertenecido y no se lo había dado ningún hombre. ¿Esperaría a su amante con su peor pijama? No me lo puedo creer.

– Estoy de acuerdo -dijo St. James desde la cómoda-. Y considerando que no existen señales de lucha, hemos de concluir que, aun en el caso de que estuviera despierta cuando el asesino entró, si se trataba de alguien a quien dejó entrar para charlar un rato, sí estaba dormida cuando le atravesó la garganta con el puñal.

– O tal vez no estaba dormida -dijo Lynley-. Sino cogida por sorpresa por alguien en quien confiaba. Y, en tal caso, ¿no habría cerrado la puerta con llave?

– No necesariamente -señaló Macaskin-. Pudo haberla cerrado el asesino, matarla y…

– Volver a la habitación de Helen -terminó Lynley con frialdad. Movió la cabeza en dirección a St. James-. Por Dios…

– Todavía no -replicó St. James.

Se reunieron ante una pequeña mesa cubierta de revistas, al lado de la ventana, e inspeccionaron la habitación por separado. Lynley hojeó por encima las revistas, St. James levantó la tapa de la tetera que había quedado sobre la abandonada bandeja del desayuno, examinando la película transparente que se había formado en el líquido, y Macaskin golpeaba rítmicamente un lápiz contra la puntera del zapato.

– Hay dos lapsos de tiempo -dijo St. James-. Veinte minutos o más entre el descubrimiento del cadáver y la llamada a la policía. Luego, casi dos horas entre la llamada a la policía y su llegada aquí -dirigió su atención a Macaskin-. ¿Sus técnicos no tuvieron tiempo de escudriñar la habitación por completo antes de que se les ordenara volver a la comisaría?

– Es cierto.

– Si quiere, puede llamarles ahora para que vengan a concluir su trabajo, aunque temo que el esfuerzo no servirá de mucho. Durante el tiempo transcurrido pueden haberse sembrado muchas huellas falsas.

– O eliminado -indicó Macaskin-. Y sólo contamos con la palabra de lord Stinhurst de que cerró todas las habitaciones con llave y nos esperó sin hacer nada más.

Este comentario final recordó algo a Lynley. Se levantó y examinó en silencio la cómoda, el armario ropero y el tocador. Los otros dos le miraron sorprendidos mientras abría puertas y cajones y registraba detrás de los muebles.

– La obra -dijo-. Vinieron aquí para trabajar en una obra, ¿no? Joy Sinclair era la autora. ¿Dónde está? ¿Por qué no hay notas? ¿Dónde están todas las copias?

Macaskin se puso en pie de un brinco.

– Yo me encargo de ello -dijo, y desapareció al instante.

Mientras la puerta se cerraba detrás de él, se abrió una segunda puerta.

– Ya estamos preparadas -dijo la sargento Havers desde la habitación de lady Helen.

Lynley miró a St. James y se quitó los guantes.

– No soy el menos interesado en esto -admitió.

Lady Helen nunca se había parado a pensar en lo mucho que dependía su confianza en sí misma del baño diario. Al ver prohibido este lujo tan sencillo, se sintió consumida ridículamente por una necesidad de bañarse que fue frustrada por la sargento Havers con un simple «lo siento, debo quedarme con usted y no creo que tenga ganas de que le rasque la espalda». Como resultado, su incomodidad aumentó, como una mujer obligada a llevar una piel ajena.

Al final había llegado a un pacto sobre el maquillaje, si bien componerse la cara bajo el ojo vigilante de la sargento Havers incomodó a lady Helen; parecía un maniquí de escaparate. Esta sensación se agudizó mientras se vestía, cogiendo lo primero que le caía en la mano, sin pararse a mirar qué era o cómo le sentaba. Sólo se enteró del frío movimiento de la seda y del roce de la lana, pero no tenía ni idea de qué prendas eran, ni si combinaban entre sí o formaban un pastel de colores que arruinaba su apariencia.

Y todo el rato oía a St. James, Lynley y al inspector Macaskin en la habitación de al lado. No hablaban en voz alta, pero les oía con facilidad. Se preguntó qué demonios les diría cuando la interrogaran, como sin duda harían, sobre cómo se las había arreglado para no haber oído nada de lo sucedido durante la noche. Todavía estaba sopesando las respuestas cuando la sargento Havers abrió la puerta, dando paso a St. James y a Lynley.

– Estoy hecha una facha, Tommy -dijo con una alegre sonrisa, volviéndose hacia ellos-. Me has de jurar por todos los dioses de la moda que nunca le contarás a nadie haberme visto en camisón y zapatillas a las cuatro de la tarde.