Lynley, sin contestar, se detuvo junto a una butaca. Era de respaldo alto, forrada a juego con el papel de la habitación (rosa sobre crema) y situada en un ángulo a un metro de la puerta. Daba la impresión de que la estaba examinando sin ningún motivo en particular y con toda minuciosidad. Al momento se inclinó y cogió de detrás una corbata negra de hombre que dejó sobre el respaldo de la butaca con resuelta deliberación. Después de lanzar una última mirada a la habitación, hizo una señal con la cabeza a la sargento Havers, que abrió su cuaderno de notas. Ante todo esto, el caudal de alegres comentarios preliminares que lady Helen había desplegado para abrir una brecha en la reticencia profesional demostrada por Lynley en la biblioteca, se secó de repente. Él llevaba la voz cantante. Lady Helen comprendió al cabo de un instante cómo se proponía hacerlo.
– Siéntate, Helen. A la mesa, por favor -añadió, antes de que eligiera otro lugar.
La mesa, al igual que en la habitación de Joy Sinclair, se hallaba colocada bajo la ventana. Las cortinas estaban descorridas. Había oscurecido con mucha rapidez, y el cristal reflejaba destellos fantasmales y rayos dorados de la lámpara que descansaba sobre la mesilla de noche, apoyada contra la pared opuesta. La escarcha formaba una tela de araña en la parte exterior de la ventana, y lady Helen supo que si posaba la mano sobre el cristal, el frío se la quemaría, como una capa de hielo.
Se acercó a una de las butacas. Eran piezas del siglo XVIII, tapizadas con una tela que, sin embargo, aún no había perdido el color. Reproducía una escena mitológica. Lady Helen sabía que, si se esforzaba un poco, identificaría al joven y a la mujer con aspecto de ninfa que se abrazaban en el paisaje pastoril, y que también Lynley podía hacerlo, pero no se habría atrevido a afirmar si se trataba de Paris, ansioso por recibir la recompensa prometida después de hacer justicia, o Eco consumiéndose por Narciso. De todos modos, en aquel momento le era absolutamente indiferente.
Lynley se reunió con ella ante la mesa. Sus ojos se posaron sobre los reveladores objetos que la cubrían: una botella de coñac, un cenicero lleno de colillas y un plato con naranjas; una estaba parcialmente pelada, aunque luego había sido desechada, pero todavía rezumaba un débil aroma cítrico. Se fijó en todo ello mientras la sargento Havers acercaba el taburete del tocador para sentarse y St. James describía un lento círculo por la habitación.
Lady Helen había visto trabajar a St. James cientos de veces. Sabía que difícilmente se le escapaba un detalle, pero, contemplando aquella rutina familiar centrada esta vez en ella, sintió que los músculos se le tensaban al verle examinar de manera superficial la parte superior de la cómoda y el tocador, el armario ropero y el suelo. Era como una violación, y cuando él alzó el cobertor de la cama deshecha y recorrió las sábanas con mirada escrutadora, perdió el control.
– Por Dios, Simon, ¿es absolutamente necesario que hagas eso?
Nadie respondió, pero el silencio fue muy elocuente y, combinado con haber estado encerrada bajo llave durante nueve horas, como un delincuente común, y estar sentada allí mientras se proponían interrogarla con la mayor imparcialidad, como si los tres no estuvieran unidos por años de amistad y sufrimientos, le provocó una furia que creció en su interior como un tumor. Luchó contra ella con éxito parcial. Sus ojos se clavaron de nuevo en Lynley, tratando de ignorar los ruidos que hacía St. James al moverse por la habitación, a sus espaldas.
– Háblanos de la disputa que tuvo lugar anoche.
A juzgar por su actitud, lady Helen esperaba que la primera pregunta de Lynley se refiriese al dormitorio. Este comienzo inesperado la cogió por sorpresa, desarmándola momentáneamente, como sin duda había sido la intención de Lynley.
– Ojalá pudiera. Lo único que sé es que se originó en la obra que Joy Sinclair estaba escribiendo. Lord Stinhurst y ella tuvieron una pelea terrible por ese motivo. Joanna Ellacourt también estaba furiosa.
– ¿Por qué?
– Según pude deducir, la obra que Joy Sinclair trajo para el ensayo del fin de semana era muy diferente de la contratada para representarse en Londres. Durante la cena ella anunció que había efectuado unos pequeños retoques, pero resultó evidente que los cambios eran mucho más importantes de lo que la gente se esperaba. Continuaba girando en torno a un asesinato, pero apenas quedaba nada del original. De ahí surgió la discusión.
– ¿Cuándo ocurrió?
– Nos habíamos reunido en la sala de estar para proceder a la lectura de la obra. No habían pasado ni cinco minutos cuando estalló la disputa. Fue muy extraño, Tommy. Apenas se había iniciado cuando Francesca, la hermana de lord Stinhurst, se puso en pie de un salto, como si hubiera sufrido la conmoción más espantosa de su vida. Empezó a chillar a lord Stinhurst, diciendo algo como «¡No, Stuart, detenla!», y después intentó marcharse de la sala, pero se confundió o se equivocó de camino, porque retrocedió directamente hacia una gran vitrina y la rompió en mil pedazos. No entiendo cómo se las arregló para no dejarse la piel a tiras en el choque, pero no lo hizo.
– ¿Qué hacían los demás?
Lady Helen describió el comportamiento de cada persona como mejor pudo: Robert Gabriel miró a Stuart Rintoul, lord Stinhurst, esperando sin duda que pusiese en cintura a Joy o que acudiera en auxilio de su hermana; Irene Sinclair palideció intensamente a medida que la situación se agravaba; Joanna Ellacourt arrojó al suelo su copia de la obra y salió de la sala hecha una furia, seguida un momento después por su marido, David Sydeham; desde el otro extremo de la mesa de nogal Joy Sinclair sonreía a lord Stinhurst, y esa sonrisa pareció encolerizarle sobremanera, porque se levantó de un brinco, la agarró por el brazo y la arrastró hacia una salita contigua, cerrando la puerta de un golpe detrás de ellos.
– Y Elizabeth Rintoul salió detrás de su tía Francesca -concluyó lady Helen-. Daba la impresión de que… No es fácil de precisar, pero es posible que estuviera llorando, lo que no concuerda con su carácter.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Por su aspecto se diría que renunció a llorar hace mucho tiempo. Creo que ha renunciado a muchas cosas. A Joy Sinclair, entre ellas. Según me dijo Rhys, eran amigas íntimas.
– No has mencionado lo que hizo él después de la lectura -señaló Lynley. Sin darle tiempo a responder, formuló otra pregunta-. ¿Hubo alguien más implicado en la disputa, además de Stinhurst y Joy Sinclair?
– Sólo Stinhurst y Joy. Oí sus voces desde la salita.
– ¿Gritaban?
– Joy un poco, pero a Stinhurst casi no se le oía. No parece la clase de hombre que tenga que elevar la voz para conseguir que le escuchen, ¿verdad? Lo único que oí con claridad fue a Joy gritando como una histérica sobre alguien llamado Alee. Dijo que Alee lo sabía y que lord Stinhurst le mató por ello.
Lady Helen oyó que la sargento Havers, sentada a su lado, respiraba hondo, dirigiendo a continuación una mirada especulativa a Lynley. Lady Helen comprendió su significado al instante y se apresuró a decir:
– Seguro que fue una frase metafórica, Tommy, un poco como «Si haces eso, matarás a tu madre». Ya sabes lo que quiero decir. De todos modos, lord Stinhurst no respondió. Se marchó, afirmando más o menos que, en cuanto a él, Joy estaba acabada, o algo por el estilo.
– ¿Y después?
– Joy y Stinhurst subieron al primer piso. Por separado. Los dos tenían un aspecto espantoso, como si ninguno hubiera salido vencedor de la disputa y ambos desearan que nunca se hubiera producido. Jeremy Vinney intentó decirle algo a Joy cuando ella salió al vestíbulo, pero no quiso hablar. Es posible que estuviera llorando, pero no estoy segura.
– ¿Adonde fuiste a continuación, Helen? -Lynley inspeccionaba el cenicero, las numerosas colillas y la capa de ceniza gris y negra que teñía de luto la superficie de la mesa.
– Oí a alguien en el salón y fui a ver.