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– Me da la impresión de que era una mujer capaz de despertar celos.

– Tal vez, pero a mí me parece que se enemistaba con la gente sin darse cuenta. -Lady Helen le contó los despreocupados comentarios de Joy durante el aperitivo, relativos a un cuadro de Reingale que colgaba sobre la chimenea del salón. Plasmaba a una mujer del período de la Regencia [8] vestida de blanco, rodeada de sus dos hijos y un terrier que jugueteaba con una pelota-. Dijo que jamás había olvidado aquel cuadro, que de niña, cuando visitaba Westerbrae, le gustaba imaginarse como aquella mujer de Reingale, feliz, segura y admirada, con dos hijos perfectos que la adoraban. Añadió algo como, qué más se podía pedir y qué vueltas da la vida. Su hermana estaba sentada justo debajo del cuadro mientras ella hablaba, y recuerdo que Irene enrojeció horriblemente, como si le hubiera salido un sarpullido desde el cuello a la cabeza.

– ¿Por qué?

– Bueno, Irene había sido todo eso en otro tiempo, al fin y al cabo. Feliz y segura, con un marido y dos hijos. Luego llegó Joy y lo destruyó todo.

– ¿Cómo puedes estar segura de que Irene Sinclair reaccionó ante lo que su hermana decía? -preguntó St. James, escéptico.

– No puedo, por supuesto. Ya lo sé. Sin embargo, cuando Joy y Jeremy estaban hablando durante la cena, y Joy hacía toda clase de comentarios divertidos sobre su nuevo libro, entreteniendo a toda la mesa con historias sobre un hombre al que intentaba entrevistar en los Fens, [9] Irene… -Lady Helen vaciló. Le resultaba difícil expresar con palabras el escalofriante efecto que el comportamiento de Irene Sinclair le había producido-. Irene estaba sentada muy quieta, mirando las velas que había sobre la mesa, y entonces… fue espantoso, Simon. Se clavó el tenedor en el pulgar. Pero no creo que sintiera nada en absoluto.

St. James examinó sus zapatos. Se habían ensuciado con barro seco del sendero, y se agachó para limpiarlos.

– En ese caso, Joanna Ellacourt debió equivocarse sobre el papel de Irene en la versión alterada de la obra. ¿Por qué iba a escribir Joy Sinclair para su hermana si no dejaba de incordiarla a la menor ocasión?

– Como ya te he dicho, creo que lo hacía involuntariamente. En cuanto a la obra, quizá Joy se sintiera culpable. Después de todo, había destruido el matrimonio de su hermana. No podía devolvérselo, pero podía restituirle su carrera.

– ¿En una obra con Robert Gabriel? ¿Después del divorcio tormentoso que Joy había ayudado a provocar? ¿No te parece un poco sádico?

– No, si nadie en Londres quería darle una oportunidad a Irene, Simon. Es evidente que ha estado fuera de circulación durante bastantes años. Podía ser su última oportunidad de volver a los escenarios.

– Háblame de la obra.

Según recordaba lady Helen, la descripción que hizo Joy Sinclair de la nueva versión, antes de que los actores la leyeran, había sido deliberadamente provocativa. Cuando Francesca Gerrard se interesó por la obra, Joy dedicó una amplia sonrisa a toda la mesa y dijo: «Se desarrolla en una casa muy parecida a ésta. En pleno invierno, cuando el hielo recubre la carretera, no se ve ni un alma en kilómetros a la redonda y no existe posibilidad de escapatoria. Trata de una familia. Y de un hombre que muere, y de la gente que debía matarle. Y por qué. Especialmente por qué.» Lady Helen supuso que, a continuación, se oirían aullidos de lobos.

– Parece que intentaba enviarle un mensaje a alguien.

– ¿Verdad que sí? Y luego, cuando nos reunimos todos en la sala de estar y empezó a enumerar los cambios de la trama, dijo algo muy similar.

La trama giraba en torno a una familia y a su abortada celebración de Noche Vieja. Según Joy, el hermano mayor era un hombre consumido por un terrible secreto, un secreto que estaba a punto de destruir la vida de todos.

– Y entonces empezaron a leer -siguió lady Helen-. Ojalá hubiera prestado más atención a lo que leían, pero hacía tanto calor en la sala de estar, como una olla de agua hirviendo, que apenas seguí lo que decían. Lo único que recuerdo con toda certeza es que, justo antes de que Francesca Gerrard se volviera un poco loca, el hermano mayor de la historia, papel que leía lord Stinhurst por no haber sido adjudicado todavía, acababa de recibir una llamada telefónica. Llegaba a la conclusión de que debía marcharse cuanto antes, y añadía que después de veintisiete años no estaba dispuesto a convertirse en otro vasallo. Estoy bastante segura de que ésas fueron las palabras. Y entonces fue cuando Francesca Gerrard saltó de la silla y todo se vino abajo.

– ¿Vasallo? -repitió St. James.

– Qué extraño, ¿verdad? Como la obra no tenía nada que ver con el feudalismo, pensé que era algo de tipo vanguardista, y que en aquel momento estaba demasiado espesa para entenderlo.

– ¿Y los demás lo entendieron?

– Lord Stinhurst, su mujer, Francesca Gerrard y Elizabeth, sí, rotundamente. No obstante, creo que todos los demás, dejando aparte su irritación por los cambios de última hora en la obra, estaban tan confundidos como yo -sin darse cuenta, lady Helen rodeó con sus dedos el copete de la bota que sostenía-. En suma, tuve la impresión de que la obra pretendía servir a un noble propósito sin conseguirlo. Un noble propósito que incluía a todos. Trataba de rendir tributo a Stinhurst por conseguir la reapertura del renovado Agincourt, de celebrar el aniversario de Joanna Ellacourt en los escenarios, de lograr el regreso de Irene Sinclair al teatro, y por último de que Rhys volviera a dirigir una obra importante en Londres. Quizá Joy también tenía la intención de hacer algo por Jeremy Vinney. Alguien mencionó que había empezado como actor antes de dedicarse a la crítica y, francamente, aparte de seguir la historia del Agincourt, no parecen existir motivos de peso para que acudiera a la lectura. Así que ya ves -concluyó con una urgencia que no pudo ocultar-. ¿No parece razonable que cualquiera de esas personas haya asesinado a Joy?

St. James le sonrió de todo corazón.

– Sobre todo Rhys -sus palabras sonaron singularmente suaves.

Lady Helen le miró a los ojos, leyó el cariño y la compasión que ocultaban, sintió que no podía soportarlo y apartó la vista. Aun así, sabía que era la única persona del mundo que la comprendía, y por ello siguió hablando.

– Mi noche con Rhys. Fue… la primera vez en años que me sentía tan amada, Simon. Por lo que soy, por mis defectos y virtudes, por mi pasado y mi futuro. No me había pasado con un hombre desde… -titubeó y concluyó lo que necesitaba decir-. Desde que me pasó contigo. Jamás esperé que se repitiera. Iba a ser mi castigo por lo sucedido entre nosotros hace tantos años. Me lo merecía.

St. James movió la cabeza con brusquedad, pero no respondió.

– Si te concentras, Helen -dijo al cabo de un momento-. ¿Estás segura de que anoche no oíste nada?

Lady Helen respondió a la pregunta con otra.

– ¿Estuviste atento a otra cosa que no fuera ella la primera vez que hiciste el amor con Deborah?

– Tienes razón, por supuesto. En lo que a mí respecta, la casa se hubiera podido quemar hasta los cimientos. Me daba igual -se levantó, devolvió la chaqueta al gancho y le alargó la mano. Cuando ella se la dio, frunció el entrecejo.

– Dios mío, ¿qué te has hecho?

– ¿Hecho?

– Mira tu mano, Helen.

Ella bajó los ojos y vio sus dedos manchados de sangre, ennegrecida debajo de las uñas. Sus ojos se abrieron de par en par.

– ¿Dónde…? Yo no…

Vio más sangre en un costado de su falda, tiñendo la lana de color pardo. Buscó la fuente, examinó la bota que había sostenido y la recogió, inspeccionando la sustancia pegajosa que recubría el copete, negro sobre negro a la escasa luz que había allí.

Se la tendió a St. James sin pronunciar palabra.

Él dio vuelta a la bota sobre el banco, la golpeó contra la madera y surgió un guante, otrora de cuero y piel, pero ahora una simple masa pulposa empapada en la sangre de Joy Sinclair. Todavía húmeda, todavía visible.

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[8] En Inglaterra, 1810-1820. (N. del T.)

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[9] Los marjales, distritos bajos y pantanosos en algunos condados ingleses. (N. del T.)