Lynley no estaba dispuesto a dejarse distraer por la historia familiar del hombre.
– Si Mary Agnes Campbell encontró el cadáver a las seis cincuenta de la mañana, ¿por qué la policía no recibió su llamada hasta las siete y diez? ¿Por qué tardó veinte minutos en telefonear para pedir ayuda?
– Hasta ahora no me había dado cuenta de que pasaron veinte minutos -replicó Stinhurst.
Lynley se preguntó cuánto tiempo habría ensayado la respuesta. Era muy hábil, el tipo de no-respuesta a la que es imposible añadir un comentario o una acusación.
– Entonces, ¿por qué no me explica exactamente qué sucedió esta mañana? -preguntó con deliberada cortesía-. Quizá, de esa forma, podamos reconstruir los veinte minutos.
– Mary Agnes encontró el… a Joy. Acudió de inmediato a mi hermana, Francesca. Francesca vino a buscarme -Lord Stinhurst pareció intuir lo que iba a decir Lynley, porque añadió-. Mi hermana estaba aterrorizada, sobrecogida. Creo que ni había pensado en llamar a la policía. Siempre había dependido de su marido Phillip para hacerse cargo de las situaciones desagradables. Habiendo enviudado, se limitó a depositar esa dependencia en mí. No es nada anormal, Thomas.
– ¿Y eso es todo?
Los ojos de Stinhurst estaban fijos en la cabeza de porcelana que sostenía con delicadeza entre sus manos.
– Le dije a Mary Agnes que reuniera a todo el mundo en el salón.
– ¿Colaboraron?
– Estaban conmocionados -Stinhurst levantó la vista-. Nadie espera que un miembro de su grupo sea apuñalado en el cuello durante la noche -Lynley enarcó una ceja. Stinhurst se explicó-. Eché un vistazo al cadáver cuando cerré su puerta con llave por la mañana.
– Se mostró muy sereno para ser la primera vez que veía un cadáver.
– Creo que es necesario mantenerse sereno cuando hay un asesino en las cercanías.
– ¿Está seguro? ¿No se le ocurrió que el asesino podía ser ajeno a la casa?
– El pueblo más próximo se encuentra a ocho kilómetros. La policía tardó casi dos horas en llegar. ¿De veras se imagina a alguien viniendo con raquetas o esquíes para matar a Joy durante la noche?
– ¿Desde dónde llamó a la policía?
– Desde el despacho de mi hermana.
– ¿Cuánto tiempo estuvo allí?
– Cinco minutos. Tal vez menos.
– ¿Sólo hizo esa llamada?
La pregunta tomó por sorpresa a Stinhurst.
– No. Telefoneé a mi secretaria, a su apartamento de Londres.
– ¿Por qué?
– Quise informarla de la… situación. Quería que cancelara mis compromisos del domingo por la noche y el lunes.
– Muy previsor. Sin embargo, ¿no le parece raro pensar antes que nada en sus asuntos personales después de descubrir que un miembro de su compañía ha sido asesinado?
– No puedo evitar que dé una mala impresión. Lo hice y punto.
– ¿Qué compromisos quería cancelar?
– No lo sé. Mi secretaria se encarga de mi agenda. Me limito a realizar las actividades diarias que ella me indica -concluyó con un gesto de impaciencia, como si necesitara defenderse-. Suelo ausentarme de mi oficina. De esa manera es más fácil.
Pese a todo, pensó Lynley, Stinhurst no tenía el aspecto de ser un hombre que precisara rodear su vida de elementos que la hicieran más sencilla y llevadera. Por tanto, las dos últimas afirmaciones parecían falsas y evasivas. Lynley se preguntó por qué se le habían escapado a Stinhurst.
– ¿Cómo encaja Jeremy Vinney en sus planes para el fin de semana?
Fue la segunda pregunta que pillaba desprevenido a Stinhurst, aunque esta vez su vacilación pareció deberse más a una reflexión que a una evasiva.
– Joy quería que viniera -respondió al cabo de un momento-. Ella le habló de la lectura que íbamos a hacer. Vinney estaba siguiendo la reapertura del Agincourt en una serie de artículos para el Times. Supongo que consideró este fin de semana una prolongación natural de esos artículos. Me telefoneó para preguntarme si podía venir. Creí que la posibilidad de una buena prensa antes de la inauguración no nos perjudicaría. En cualquier caso, Joy y él parecían conocerse muy bien. Ella insistió en que viniera.
– ¿Por qué quería que viniera? Es un crítico de arte, ¿no? ¿Por qué deseaba que conociera su obra en un momento tan prematuro del proceso de producción? ¿Acaso era su amante?
– Tal vez. Los hombres siempre encontraron a Joy tremendamente atractiva. Jeremy Vinney no iba a ser el primero.
– Quizá su interés se centraba tan sólo en el libreto. ¿Por qué lo quemó?
El tono de Lynley dio a entender que responder a esa pregunta era inevitable. El rostro de Stinhurst reflejó un paciente reconocimiento del hecho.
– Quemar los libretos no tuvo nada que ver con la muerte de Joy, Thomas. La obra, tal como había quedado, no se iba a producir. Una vez retirado mi apoyo, cosa que hice anoche, habría muerto por sí misma.
– Muerto. Ha elegido una palabra interesante. Bien ¿por qué quemó los libretos?
Stinhurst no contestó. Clavó los ojos en el fuego. Era obvio que luchaba por tomar una decisión, y esa lucha se hacía patente en sus facciones. Pese a todo, los puntos principales del conflicto que todavía no se habían clarificado eran qué fuerzas opuestas se enfrentaban y qué suponía la victoria.
– Los libretos -repitió Lynley, implacable.
El cuerpo de Stinhurst efectuó un movimiento convulso muy similar a un estremecimiento.
– Los quemé a causa del tema que Joy había escogido. La obra giraba en torno a mi esposa Marguerite. Y a su relación amorosa con mi hermano mayor. Y a la hija que tuvieron hace treinta y seis años. Elizabeth.
Capítulo 5
Gowan Kilbride padecía un nuevo tipo de agonía. Empezó en el momento en que el agente Lonan abrió la puerta de la biblioteca y anunció que la policía de Londres quería hablar con Mary Agnes. Se intensificó cuando Mary Agnes se levantó, demostrando una indisimulada avidez por el encuentro. Y alcanzó su cénit al darse cuenta de que llevaba quince minutos alejada de su vista y de su decidida (aunque muy poco adecuada) protección. Peor aún, se encontraba ahora bajo la segura, muy adecuada y decididamente masculina protección de Scotland Yard.
Y ésa era la fuente del problema.
En cuanto el grupo de policías llegados de Londres y en particular el detective alto y rubio que parecía llevar la voz cantante salió de la biblioteca después del breve intercambio de palabras con lady Helen Clyde, Mary Agnes se volvió hacia Gowan con los ojos encendidos.
– Es divino -suspiró ella.
Un comentario de mal agüero, pero Gowan, loco de amor, se empeñó en proseguir la conversación.
– ¿Divino? -preguntó irritado.
– ¡Ese policía! -y Mary Agnes se puso a catalogar, extasiada, las virtudes del inspector Lynley. Gowan experimentó la sensación de que se las tatuaban en el cerebro. El cabello de Anthony Andrews, la nariz de Charles Dance, los ojos de Ben Cross y la sonrisa de Sting. Daba igual que el inspector no se hubiera molestado en sonreír ni una sola vez. Mary Agnes era perfectamente capaz de completar los detalles en caso necesario.
Ya había sido bastante malo competir sin éxito con Jeremy Irons, pero Gowan comprendía ahora que se las tenía que ver con toda la plana mayor del teatro británico, resumida en un solo hombre. Hizo rechinar los dientes con amargura y se retorció de angustia.
Estaba sentado en una silla forrada de cretona que, después de tantas horas, se le antojaba una incómoda segunda piel. A su lado, el apreciadísimo Cary Glob de la señora Gerrard (que ésta había apartado con todo cuidado al cuarto de hora de comenzado el encierro) descansaba sobre un pedestal dorado imposiblemente adornado. Gowan lo miró de mal humor. Tenía ganas de patearlo. Mejor aún, tenía ganas de arrojarlo por la ventana. Sentía unos enormes deseos de escapar.