– Mi hermano Geoffrey y ella se enamoraron poco después de la guerra.
Lynley no dijo nada, pero se preguntó cómo, pese a los treinta y seis años de distancia en el tiempo, podía hablar un hombre de un acto de infidelidad tan monstruoso casi sin emoción. Esta falta de emoción hablaba de un hombre muerto por dentro, que ya no podía soportar que le tocaran, que perseguía en cuerpo y alma el éxito en su carrera para no tener que enfrentarse a la agonía de su vida privada.
– Geoff había recibido numerosas condecoraciones. Regresó de la guerra como un héroe. No culpo a Marguerite por sentirse atraída hacia él. Todo el mundo lo estaba. Tenía algo… algo especial -Lord Stinhurst hizo una pausa. Sus manos se buscaron y apretaron con fuerza.
– ¿Sirvió usted también en la guerra? -le preguntó Lynley.
– Sí, pero no como Geoffrey, no con su aptitud, ni con su devoción. Mi hermano era como una hoguera. Ardía como una llama. Y, como el fuego, atraía a criaturas inferiores, más débiles que él. Mariposas. Marguerite fue una de ellas. Elizabeth fue concebida durante un viaje que Marguerite hizo sola a casa de mi familia, en Somerset. Ocurrió en verano. Yo me ausenté durante dos meses, viajando de pueblo en pueblo para dirigir un teatro regional. Marguerite deseaba acompañarme, pero, con toda franqueza, pensé que sería una carga para mí, que debería… distraerla. Pensé que sería un estorbo -no se molestaba en disimular su auto desprecio-. Mi mujer no era idiota, Thomas, ni tampoco lo es ahora, por cierto. Comprendió que la idea no me hacía gracia, y dejó de insistir en acompañarme. Debí darme cuenta de lo que aquello significaba, pero estaba demasiado sumergido en el teatro para comprender que Marguerite había hecho sus propios planes. No supe entonces que se iba con Geoffrey. Sólo supe al terminar el verano que estaba embarazada. Nunca me dijo de quién era la niña.
Que lady Stinhurst se hubiera negado a dar esta información a su marido no sorprendió a Lynley, pero que Stinhurst, sabiendo la verdad, hubiera aceptado continuar con el matrimonio carecía de sentido.
– ¿Por qué no se divorció de ella? A pesar del escándalo, habría conseguido cierta tranquilidad espiritual.
– Por Alee, nuestro hijo. Como acabas de decir, nuestro divorcio habría provocado un escándalo que, bien lo sabe Dios, habría ocupado las primeras planas de todos los periódicos durante meses. No podía, ni quería, permitir que Alee padeciera esa tortura. Significaba demasiado para mí. Más que mi matrimonio, supongo.
– Joy le acusó anoche de matar a Alee.
Una fatigada sonrisa, que implicaba tristeza y resignación a partes iguales, afloró a los labios de Stinhurst.
– Alee… Mi hijo estaba en la RAF. Su avión se estrelló durante un vuelo de pruebas sobre las islas Orkney en 1978. En el… -Stinhurst parpadeó y cambió de postura-. En el mar del Norte.
– ¿Joy lo sabía?
– Por supuesto. Estaba enamorada de Alee. Querían casarse. Su muerte la destrozó.
– ¿Se oponía usted al matrimonio?
– No me entusiasmaba, pero tampoco me oponía abiertamente. Me limité a sugerir que esperaran hasta que Alee terminara su período militar.
Se trataba, evidentemente, de una extraña elección de palabras.
– ¿Terminara su período?
– Todos los hombres de mi familia han pasado por el ejército. Es una tradición que ha perdurado durante trescientos años, yo no deseaba que mi hijo fuera el primer Rintoul en quebrantarla -por primera vez, la voz de Rintoul dejó traslucir cierta emoción-. Pero Alee no quería hacerlo, Thomas. Quería estudiar Historia, casarse con Joy, escribir y quizá dar clases en una universidad. Y yo, estúpido patriota que demostraba más apego a mi árbol genealógico que a mi propio hijo, no le dejé en paz hasta convencerle de que cumpliera su deber. Escogió las Reales Fuerzas Aéreas. Estoy convencido de que así pensaba evitar conflictos -Stinhurst alzó la vista y comentó, como si defendiera a su hijo-. No le amedrentaba el peligro, sencillamente no toleraba la guerra. Una reacción muy natural por parte de un historiador honesto.
– ¿Conocía Alee la relación entre su madre y su tío?
Stinhurst volvió a bajar la cabeza. La conversación parecía envejecerle, agotar sus fuerzas. Un cambio notable en un hombre que, por otro lado, se veía tan juvenil.
– Pensaba y esperaba que no, pero ahora sé, por lo que dijo Joy anoche, que sí lo sabía.
De nada habían servido los años desperdiciados, toda la pantomima destinada a proteger a Alee. Las siguientes palabras de Stinhurst confirmaron los pensamientos de Lynley.
– Siempre me he comportado como un hombre civilizado. No estaba dispuesto a comportarme con Marguerite como Chillingsworth con Hester Prynne, [10] de modo que interpretamos la pantomima de que Elizabeth era mi hija hasta la Noche Vieja de 1962.
– ¿Qué ocurrió?
– Descubrí la verdad. Fue un comentario casual, un desliz verbal que ubicó a mi hermano Geoffrey en Somerset y no en Londres, donde había pasado oficialmente aquel verano. Entonces lo supe, pero supongo que siempre había sospechado algo similar.
Stinhurst se interrumpió bruscamente. Caminó hacia la chimenea, tiró varios trozos de carbón al fuego y contempló cómo las llamas los devoraban. Lynley aguardó, preguntándose si con aquella actividad el hombre pretendía reprimir sus emociones o encubrir su pasado.
– Hubo… Temo que tuvo lugar una terrible pelea. No fue una discusión, sino un enfrentamiento físico. Sucedió aquí, en Westerbrae. Phillip Gerrard, el marido de mi hermana, puso fin a ella, pero Geoffrey se llevó la peor parte. Se marchó poco después de la medianoche.
– ¿Estaba en condiciones de marcharse?
– En aquel momento pensé que sí. Dios sabe que no hice nada por impedirlo. Marguerite lo intentó, pero él no soportaba su cercanía. Se deshizo de ella como enloquecido, y apenas pasados cinco minutos se mató en la pendiente que hay justo al bajar de Hillview Farm. Se rompió el cuello. Murió… quemado.
Se quedaron en silencio. Un trozo de carbón cayó al suelo y lamió el borde de la alfombra. El olor acre de la lana quemada llenó el aire. Stinhurst empujó la brasa hacia el hogar y concluyó su relato.
– Joy Sinclair se hallaba en Westerbrae aquella noche. Había venido de vacaciones. Elizabeth y ella se habían hecho amigas en la universidad. Debió de escuchar fragmentos de la discusión y sumar dos y dos. Dios sabe que tenía la obsesión de corregir los entuertos. ¿Qué mejor forma de vengarse de mí por causar involuntariamente la muerte de Alee?
– Eso sucedió hace diez años. ¿Por qué esperó tanto tiempo para vengarse?
– ¿Quién era Joy Sinclair hace diez años? ¿Cómo habría podido vengarse entonces, cuando era una mujer de veinticinco que iniciaba su carrera? ¿Quién la habría creído? No era nadie, pero ahora, una autora galardonada, con fama de ser puntillosa… Ahora contaría con un público que la escuchara. Actuó con enorme inteligencia, escribiendo una obra en Londres pero trayendo otra diferente a Westerbrae. Nadie se enteró hasta que empezamos a leerla anoche, con un periodista presente para tomar nota de los detalles más escabrosos. No se llegó tan lejos como Joy deseaba, desde luego. La reacción de Francesca interrumpió la lectura antes de que asomaran a la luz los peores detalles de nuestra sórdida saga familiar. Y ahora, también la obra se ha interrumpido para siempre.
La resuelta indicación de culpabilidad que contenían las palabras del hombre asombró a Lynley. ¿Comprendía Stinhurst hasta qué punto le denigraban?
– Comprenderá que al quemar esos libretos se ha perjudicado muchísimo -dijo.
La mirada de Stinhurst vagó por el fuego durante unos momentos. Una sombra resbaló sobre su frente y oscureció su mejilla.
– Ya no hay nada que hacer, Thomas. Tenía que proteger a Marguerite y a Elizabeth. Les debía eso, al menos. En especial a Elizabeth. Son mi familia -sus ojos rebosantes de dolor se clavaron en los de Lynley-. Pensaba que ibas a comprender más que nadie lo que una familia significa para un hombre.