– ¿La interrogó al respecto?
– No pude. Me enteré de la pelea entre Gowan y Gabriel después de hablar con Mary Agnes. Todavía no la he vuelto a ver.
A causa de lo que Gowan había dicho, pensó Havers, a causa de lo que, estaba segura, haría Lynley con la información suministrada por el muchacho.
Él pareció leer su mente.
– ¿Le dijo algo Gowan sobre lo que pasó anoche?
– Vio bastante de lo que sucedió después de interrumpirse la lectura, porque tuvo que limpiar los licores derramados en el vestíbulo cuando Francesca Gerrard tropezó con él al salir de la sala de estar. Tardó casi una hora. Aun con la ayuda de Helen, por cierto.
– ¿Y? -se limitó a preguntar Lynley, sin hacer caso de la referencia final.
Barbara sabía lo que Lynley quería, pero se demoró un poco, centrando la atención en los actores secundarios del drama, cuyas idas y venidas recordaba Gowan con asombrosa precisión. Lady Stinhurst, vestida de negro, vagando sin rumbo entre el salón, el comedor, la sala de estar y el vestíbulo hasta que, pasada la medianoche, su marido bajó del piso de arriba a buscarla; Jeremy Vinney buscando excusas para seguir a lady Stinhurst, murmurando preguntas que ella ignoraba de plano; Joanna Ellacourt, paseando arriba y abajo del pasillo, presa del furor tras una violenta discusión con su marido; Irene Sinclair y Robert Gabriel atrincherándose en la biblioteca. La casa se había sumido en una calma relativa pasadas las doce y media.
– Pero imagino que eso no es todo lo que vio Gowan -dijo Lynley con su habitual perspicacia.
Barbara se mordió la parte interna del labio inferior.
– No, eso no es todo. Más tarde, después de irse a la cama, oyó pisadas en el pasillo, frente a su puerta. Está justo en la esquina donde el ala inferior noroeste se encuentra con el vestíbulo. No recuerda muy bien la hora, excepto que eran pasadas las doce y media. Cree que cerca de la una. Debido a los acontecimientos de la noche, se le despertó la curiosidad, así que saltó de la cama, abrió un poco la puerta y escuchó.
– ¿Y?
– Más pisadas. Y una puerta se abrió y se cerró. -Barbara no tenía muchas ganas de contar el resto del relato de Gowan, y sabía que su rostro reflejaba tal resistencia. Sin embargo, reunió paciencia y completó la historia, describiendo cómo había abandonado Gowan su habitación, llegado al extremo del pasillo y echado una ojeada al gran vestíbulo. Estaba oscuro, pues había apagado las luces tan sólo unos minutos antes, pero las luces exteriores de la finca proporcionaban una débil iluminación.
La expresión de Lynley se transformó al instante, y Barbara supo que había adivinado lo que venía a continuación.
– Vio a Davies-Jones -dijo el detective.
– Sí, pero salía de la biblioteca, no del comedor donde están las dagas, inspector. Llevaba una botella. Debía de ser el coñac que subió a Helen -esperó a que Lynley sugiriese lo inevitable, la conclusión la que ella también había llegado. Un desplazamiento para procurarse una daga del comedor era en todos los sentidos tan útil como el de procurarse coñac de la biblioteca, a unos nueve metros de distancia. Y seguía gravitando el hecho de que la puerta de Joy Sinclair que daba al pasillo estaba cerrada.
– ¿Qué más? -se limitó a preguntar Lynley.
– Nada. Davies-Jones subió las escaleras.
Lynley asintió con aspecto sombrío.
– Hagámoslo nosotros también.
Guió a Barbara hacia la escalera, sin alfombra, iluminada únicamente por dos bombillas desnudas y desprovista de toda decoración. Les condujo al ala oeste de la casa.
– ¿Y Mary Agnes? -le preguntó Lynley mientras subían.
– No oyó nada durante la noche, según la declaración que le tomé antes del lío con Gabriel. Sólo el viento, dijo. Claro que también pudo oírlo desde la habitación de Gabriel. Sin embargo, hay un punto muy curioso, que tal vez le convenga saber -aguardó a que Lynley se detuviese y se volviese hacia ella desde el peldaño superior. Junto a su mano izquierda, una mancha que recordaba el contorno de Australia deslucía la pared. Parecía producto de la humedad-. Nada más encontrar el cadáver por la mañana, Mary Agnes fue en busca de Francesca Gerrard. Ambas se dirigieron a la habitación de lord Stinhurst. Entró en el cuarto de Joy, salió un momento después y ordenó a Mary Agnes que volviera a su habitación y esperase las instrucciones de la señora Gerrard.
– No acabo de entenderlo muy bien, sargento.
– La cuestión estriba en que Francesca Gerrard tardó veinte minutos en ir a buscar a Mary Agnes. Y sólo entonces lord Stinhurst le dijo a Mary Agnes que despertara a los demás y les reuniera en el salón. Entretanto, hizo algunas llamadas desde la oficina de Francesca… Se halla junto al dormitorio de Mary Agnes, por lo que pudo oír su voz. Además, inspector, lord Stinhurst recibió dos llamadas.
Como Lynley no reaccionara ante esta información, Barbara sintió que una nueva oleada de irritación la invadía.
– Señor, no se habrá olvidado de lord Stinhurst, ¿verdad? Ya sabe quién es, el hombre que en este momento debería estar camino de la comisaría por destrucción de pruebas, obstrucción a la justicia y asesinato.
– Eso es un tanto prematuro -señaló Lynley.
Su calma agudizó la irritación de Barbara.
– ¿De veras? ¿Y cuándo ha llegado a tan sabia decisión?
– Hasta el momento no he oído nada convincente respecto a la culpabilidad de lord Stinhurst -la voz de Lynley era un modelo de paciencia-. Pero, aunque lo hubiera hecho, no pienso detener a un hombre por haber quemado unos cuantos libretos.
– ¿Cómo? -exclamó Barbara con voz estridente-. Ya ha tomado la decisión sobre Stinhurst, ¿verdad? Basada en una conversación con un hombre que pasó los diez primeros años de su carrera sobre el jodido escenario y sin duda ha realizado su mejor interpretación aquí esta noche, ¡dándole falsas explicaciones! Fantástico, inspector. ¡Un trabajo policial del que puede estar orgulloso!
– Havers -dijo Lynley con tranquilidad-. No se exceda.
Estaba apelando a la jerarquía. Barbara comprendió la advertencia. Sabía que debía ceder, pero no podía hacerlo en un momento en que la razón estaba de su parte.
– ¿Qué le dijo para convencerle de su inocencia, inspector? ¿Qué papá y él fueron compañeros de universidad en Eton? ¿Que le gustaría verle más por el club de Londres? ¿O, mejor aún, que destruir pruebas no tuvo nada que ver con el asesinato y que puede confiar en que le está diciendo la verdad, porque es una persona muy noble, como usted?
– El asunto no termina ahí -dijo Lynley-. Y no estoy dispuesto a discutirlo…
– ¿Con gente como yo? ¡Qué estupidez!
– Déjese de resquemores y tal vez descubrirá que es una persona en quien se puede confiar -le espetó Lynley. Giró sobre sus talones y se quedó inmóvil.
Barbara sabía que él se había arrepentido enseguida de su arrebato. Ella le había provocado, empujado a que se encolerizara, como devolviéndole la humillación de antes, cuando la había hecho salir de la sala de estar. Ahora, sin embargo, comprendía lo poco que había avanzado en su estima con este tipo de comportamiento manipulador.
– Lo siento -dijo al cabo de un momento, apesadumbrada-. Perdí los estribos, inspector. Me he excedido. Una vez más.
Lynley tardó un poco en responder. Estaban de pie en la escalera, atrapados por una tensión que parecía dolorosamente inmutable, cada uno inmerso en un misterio diferente. Lynley dio la impresión de sobreponerse con un gran esfuerzo.
– Se hace un arresto en virtud de pruebas, Barbara.
Ella asintió, agotada.
– Lo sé, señor, pero pienso… -Él no querría oírlo.
La odiaría, pero Barbara se arriesgó -Pienso que hace caso omiso de lo obvio para ir directamente hacia Davies-Jones, no en virtud de las pruebas, sino en virtud de otra cosa que… quizá no se atreve a admitir.