– ¿Y para beneficiarse usted? Sydeham dirigió a Lynley una larga mirada calculadora.
– No entiendo cómo podría beneficiarme hiriendo a Joy, inspector.
Lynley admitió que decía la verdad. -¿Cuándo llevó puestos los guantes por última vez?
Al parecer, Sydeham deseaba proseguir la anterior conversación. Sin embargo, se mostró de lo más cooperativo,
– Me parece que ayer por la tarde, cuando llegamos. Francesca me pidió que firmara el libro de registro, y debí quitarme los guantes para hacerlo. No sé qué hice con ellos después, francamente. No recuerdo si me los volví a poner, pero lo más probable es que los guardara en el bolsillo de mi abrigo.
– ¿Fue ésa la última vez que los vio? ¿No los echó de menos?
– No los necesitaba. Ni Joanna ni yo volvimos a salir, y yo no necesitaba llevarlos dentro de la casa. Ni siquiera supe que los había perdido hasta que su hombre me los trajo a la biblioteca hace unos minutos. Es posible que el otro esté en el bolsillo del abrigo, o sobre el mostrador de la recepción, donde los dejé. No me acuerdo.
– ¿Sargento? -Lynley le hizo un gesto a Havers, que se levantó, salió de la habitación y volvió al cabo de un momento con el segundo guante.
– Lo encontramos en el suelo, entre el mostrador de la recepción y la pared -dijo Havers, dejándolo sobre la mesa.
Los tres dedicaron un momento a examinar el guante. El cuero era de primera calidad, cálido y confortable, y llevaba las iníciales DS grabadas en la parte interna de la muñeca con una letra muy florida. El débil perfume a jabón para limpiar pieles hablaba de un reciente lavado, pero no quedaba ni rastro del antiséptico.
– ¿Quién estaba en la recepción cuando ustedes llegaron? -preguntó Lynley-.
El rostro de Sydeham adoptó la expresión reflexiva de quien intenta ubicar en el lugar correcto personas y acontecimientos que, en su momento, consideró intrascendentes.
– Francesca Gerrard -dijo lentamente-. Jeremy Vinney se asomó a la puerta del salón y nos saludó -hizo una pausa. Movía las manos mientras hablaba, ilustrando en el aire la posición de cada persona frente a él, en un proceso de visualización-. El muchacho. Gowan estaba allí. Tal vez no en el primer momento, pero no tardó mucho porque tomó nuestro equipaje y nos guió a nuestras habitaciones, y… No estoy muy seguro, pero creo haber visto a Elizabeth Rintoul, la hija de Stinhurst, entrar en una de las habitaciones del pasillo que partía del recibidor. En cualquier caso, alguien andaba por allí.
Lynley y Havers intercambiaron una mirada suspicaz. Lynley dirigió la atención de Sydeham hacia el plano de la casa que Havers había traído a la sala de estar. Estaba desplegado sobre la mesa central, cerca del guante de Sydeham.
– ¿Cuál era la habitación?
Sydeham echó hacia atrás la silla, se acercó a la mesa y recorrió el plano con los ojos. Lo examinó a conciencia antes de responder.
– No sabría decirle. Apenas la vi, como si intentara pasar desapercibida. Supuse que era Elizabeth porque ése es su estilo. Me inclino por esta última habitación -señaló la oficina.
Lynley consideró las implicaciones. Las llaves maestras se guardaban en la oficina. Macaskin había dicho que permanecían bajo llave en el escritorio, pero después había señalado que tal vez Gowan Kilbride también tuviera acceso a ellas. De ser así, cabía la posibilidad de que el escritorio sólo se cerrara con llave en ocasiones, olvidándolo en otras. No sería de extrañar que, al llegar un grupo tan numeroso, el escritorio no estuviera cerrado y cualquiera hubiera podido apoderarse de las llaves, tanto los que preparaban las habitaciones como los que conocían la existencia de la oficina: Elizabeth Rintoul, su madre, su padre, incluso la propia Joy Sinclair.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Joy?
Sydeham desplazó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Daba la impresión de querer volver a su butaca. Lynley decidió que le quería de pie.
– Un rato después de la lectura, quizá a las once y media. Tal vez más tarde. No me fijé muy bien en la hora.
– ¿Dónde?
– En el pasillo de arriba. Se dirigía a su habitación -Sydeham pareció incómodo por un momento, pero prosiguió-. Como ya le he dicho antes, tuve una discusión con Joanna acerca de la obra. Salió como una furia de la lectura, y la encontré en la galería. Intercambiamos algunas palabras desagradables. No me gusta discutir con mi esposa. Después me sentí deprimido, así que fui a la biblioteca a buscar una botella de whisky. Fue entonces cuando vi a Joy.
– ¿Habló con ella?
– Por su aspecto no tenía el menor deseo de hablar con nadie. Me llevé el whisky a mi habitación y bebí unos tragos… Bueno, tal vez cuatro o cinco. Luego me quedé dormido.
– ¿Dónde estuvo su esposa durante todo ese rato?
Los ojos de Sydeham se desviaron hacia la chimenea. Sus manos se hundieron automáticamente en los bolsillos de su chaqueta gris de tweed, tal vez buscando sin éxito un cigarrillo para calmar sus nervios. Ésta era la pregunta, sin duda, que había confiado en eludir.
– No lo sé. Se marchó de la galería. No sé adonde fue.
– No lo sabe -repitió Lynley con cautela.
– Exacto. Escuche, aprendí hace muchos años que conviene dejar sola a Joanna cuando está de mal humor, y anoche estaba de muy mal humor. Y eso es lo que hice. Tomé unas copas, me quedé dormido, inconsciente, llámelo como quiera. No sé dónde estuvo. Sólo puedo decirle que cuando desperté esta mañana, cuando la chica llamó a la puerta y balbuceó que nos vistiéramos y bajáramos al salón, Joanna estaba en la cama, a mi lado -Sydeham advirtió que Havers escribía sin cesar-. Joanna estaba disgustada, pero conmigo. Con nadie más. Desde hace un tiempo, las cosas van… un poco mal entre nosotros. Quería estar lejos de mí. Estaba encolerizada.
– ¿Pero volvió a su habitación?
– Claro que sí.
– ¿A qué hora? ¿Al cabo de una hora, de dos, de tres?
– No lo sé.
– El ruido que hizo al entrar en la habitación tuvo que despertarle.
– ¿Desde cuándo no duerme una curda, inspector? -la voz de Sydeham adquirió un timbre de impaciencia-. Perdone la expresión, pero habría sido como despertar a un muerto.
– ¿No oyó nada? -insistió Lynley-. ¿El viento, voces? ¿Nada de nada?
– Ya se lo he dicho.
– ¿Ningún sonido procedente de la habitación de Joy Sinclair? Estaba al otro lado de la suya. Me cuesta creer que una mujer muera sin hacer el menor sonido, o que su esposa entrara y saliera del cuarto sin que usted se apercibiera. ¿Qué otras cosas pueden haber ocurrido sin que usted se diera cuenta?
Sydeham miró con acritud a Lynley y a Havers.
– Si acusa de esto a Jo, ¿por qué no también a mí? Estuve solo parte de la noche, ¿no? Ese es su problema, ¿verdad? Porque, salvo Stinhurst, nos pasó a todos los demás.
Lynley ignoró la cólera que asomaba tras las palabras de Sydeham.
– Hábleme de la biblioteca.
La brusca desviación del interrogatorio no alteró la expresión de Sydeham.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Había alguien allí cuando fue por el whisky?
– Sólo Gabriel.
– ¿Qué estaba haciendo?
– Lo mismo que yo iba a hacer. Beber. Ginebra a juzgar por el olor. Sin duda acechando cualquiera con faldas, lo que fuera.