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Lynley advirtió el lúgubre tono de Sydeham.

– No le cae muy bien Robert Gabriel. ¿Se debe tan sólo a las insinuaciones que le ha hecho a su esposa o existen otros motivos?

– Gabriel no cae bien a nadie de los aquí reunidos, inspector. No le cae bien a nadie, en general. Sé le aguanta porque es un magnífico actor, pero francamente no acabo de entender por qué no le asesinaron a él en lugar de a Joy Sinclair. Lo estaba pidiendo a gritos.

Una interesante observación, pensó Lynley, aunque todavía era más interesante el hecho de que Sydeham no había contestado a la pregunta.

Al parecer, el inspector Macaskin y la cocinera de Westebian han decidido trasladar el conflicto en ciernes a la sala de estar. Ambos llegaron a la puerta al mismo tiempo, portando dos mensajes diferentes. Macaskin insistió en hablar primero, mientras la cocinera vestida de blanco remoloneaba en segundo plano, retorciéndose las manos como si cada momento desperdiciado amenazara con arruinar un soufflé que estuviera preparando.

Macaskin miró de pies a cabeza a David Sydeham cuando éste pasó por su lado en dirección al pasillo.

– Hemos hecho todo lo debido -le dijo a Lynley-. Se han tomado las huellas de todo el cuarto. Las habitaciones de Clyde y Sinclair están selladas, y los técnicos han terminado. A propósito, las manchas están limpias. No hay sangre en ningún sitio.

– Un asesinato limpio, de no ser por el guante.

– Mi hombre se encargará de ello -Macaskin señaló la biblioteca con un movimiento de cabeza y prosiguió-. ¿Los suelto? La cocinera dice que ha preparado la cena, y han pedido que les permitamos ducharse.

Lynley comprendió que la petición desagradaba a Macaskin. El escocés no estaba acostumbrado a entregar las riendas de una investigación a otro oficial y, mientras hablaba, los lóbulos de sus orejas enrojecieron, destacándose contra el fino cabello gris.

Como si captara un mensaje secreto en las palabras de Macaskin, la cocinera se lanzó al ataque.

– No pueden prohibirles que coman. No es justo -sin duda abrigaba la sospecha de que el modus operandi de la policía consistiría en poner a todo el grupo a pan y agua hasta encontrar al asesino-. He preparado algo. Sólo han comido un bocadillo en todo el día, inspector, al contrario que la policía -subrayó-. A juzgar por el aspecto de la cocina, no han parado de tragar desde la mañana.

Lynley abrió su reloj de bolsillo y se sorprendió al ver la hora que era. La hora del almuerzo, pero carecía de sentido prohibir al grupo que recibiera una comida decente, y se desplazase por la casa con relativa libertad bajo vigilancia, pues los técnicos ya habían terminado su trabajo. Dio su aprobación.

– Nosotros nos Vamos -dijo Macaskin-. Dejaré al oficial Lonan con usted y yo volveré por la mañana. Tengo un hombre preparado para conducir a Stinhurst a la comisaría.

– Se quedará aquí.

Macaskin abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla y se saltó el protocolo lo justo para decir:

– En cuanto a esos libretos, inspector…

– Yo me ocuparé -replicó Lynley con firmeza-. Quemar pruebas no es un crimen. Abordaremos el tema cuando llegue el momento -vio que la sargento Havers retrocedía, como si deseara distanciarse de lo que consideraba una decisión equivocada.

Por su parte, Macaskin pareció considerar la posibilidad de rebatir el punto, pero lo dejó correr. Su despedida oficial no pudo ser más brusca.

– Hemos puesto sus cosas en el ala noreste. Dormirá con St. James. Al lado del nuevo cuarto de Helen Clyde.

La cocinera, que se había quedado en el umbral de la puerta, ansiosa por resolver la disputa culinaria que la había traído a la sala de estar, no estaba interesada en las maniobras políticas ni en las disposiciones que se habían tomado para alojar a los policías.

– Veinte minutos, inspector -giró sobre sus talones-. Sean puntuales.

Era una excelente conclusión. Y así lo entendió Macaskin.

La mayoría del grupo, liberado por fin de su largo confinamiento en la biblioteca, se hallaba congregado todavía en el vestíbulo de entrada cuando Lynley pidió a Joanna Ellacourt que le acompañara a la sala de estar. Su petición, formulada apenas concluida la entrevista con su marido, dejó al reducido grupo sin aliento, como si aguardara la respuesta de la actriz. A fin de cuentas, era una falsa petición, pues ninguno de ellos era tan tonto como para creer que se trataba de una invitación, a la que Joanna podía negarse si así lo deseaba. Sin embargo, dio la impresión de que consideraba tal posibilidad, dudando entre la negativa rotunda y la colaboración hostil. Venció esta última actitud, por cuanto al aproximarse a la puerta de la sala de estar, Joanna dio rienda suelta al mal humor que sentía tras un día de confinamiento; pasó por delante de Lynley y Havers sin dignarse dirigirles ni una palabra, y se sentó en la silla ubicada junto a la chimenea que Sydeham había evitado y Stinhurst aceptó a regañadientes. Una elección intrigante, tal vez movida por la decisión de encarar el interrogatorio con la mayor franqueza posible o al deseo de situarse en un punto donde el efecto de la luz que arrojaban las llamas sobre su piel y cabello distrajeran a un observador inepto en un momento crucial. Joanna Ellacourt sabía cómo jugar con el público.

A Lynley le costaba creer que estuviera cercana a los cuarenta años. Parecía diez más joven, como mínimo, y a la luz indulgente del fuego que bañaba su piel de un tono dorado translúcido, Lynley recordó su primera visión del Descanso de Diana de Francois Boucher, pues el brillo espléndido de la piel de Joanna era el mismo, como también las delicadas sombras de color sobre sus mejillas y la frágil curva de su oreja, que reveló al echarse el pelo hacia atrás. Era increíblemente bella, y si sus ojos hubieran sido castaños en lugar de azules, podría haber sido la modelo del cuadro de Boucher.

«No me extraña que Gabriel la acose», pensó Lynley. Le ofreció un cigarrillo que ella aceptó. La mano de la actriz se cerró sobre la suya para que la llama del encendedor no se moviera, con dedos largos, muy fríos y adornados con varios anillos de diamantes. Fue un movimiento teatral, intencionadamente seductor.

– ¿Por qué discutió con su esposo anoche? -preguntó el detective.

Joanna arqueó una ceja impoluta y dedicó un momento a examinar de pies a cabeza a la sargento Havers, como si tasara la desaliñada falda y el jersey manchado de hollín de la policía.

– Porque estoy harta de ser el objeto del deseo de Robert Gabriel durante los últimos seis meses -respondió con franqueza, haciendo una pausa como si aguardase la reacción, un gesto de simpatía, tal vez, o de desagrado. Cuando resultó evidente que no se iba a producir, se vio obligada a proseguir su relato, con voz algo tensa-. Tenía una bonita erección cada noche durante la última escena de Ótelo, inspector. Cuando se suponía que debía estrangularme, empezaba a sobarme en la cama como un quinceañero que acabara de descubrir las delicias de tener esa salchichita entre las piernas. Me las tuve con él. Pensé que David lo había comprendido, pero en apariencia no fue así. Firmó un nuevo contrato, obligándome a trabajar con Gabriel de nuevo.

– Discutieron sobre la nueva obra.

– Discutimos de todo. La nueva obra sólo fue un detalle más.

– También se opuso al papel de Irene Sinclair.

Joanna hizo caer la ceniza del cigarrillo en la chimenea.

– Desde mi punto de vista, mi marido manipuló este asunto con inusitada estupidez. Me puso en la tesitura de seguir ahuyentando a Gabriel durante los próximos doce meses, tratando de impedir al mismo tiempo que la ex esposa de Gabriel me pisoteara para acceder a su nueva y celestial carrera. No quiero mentirle, inspector. No lamento en absoluto que la obra de Joy se haya terminado. Si quiere, puede decir que es un reconocimiento evidente de culpabilidad, pero no estoy dispuesta a sentarme aquí y fingir que deploro la muerte de una mujer a la que apenas conocía. Supongo que eso también me convierte en sospechosa, pero no puedo impedirlo.