– Su marido ha dicho que usted estuvo ausente del dormitorio durante parte de la noche.
– ¿Y que tuve, por tanto, la posibilidad de liquidar a Joy? Sí, imagino que da esa impresión.
– ¿Adonde fue después de la discusión en la galería?
– Primero a nuestra habitación.
– ¿A qué hora?
– Poco después de las once, me parece, pero no me quedé allí. Sabía que David volvería, arrepentido y deseoso de arreglar las cosas de la forma habitual. Yo no quería saber nada de él ni de sus disculpas, así que me marché a la sala de música, contigua a la galería. Tiene un gramófono vetusto y algunos discos todavía más antiguos. Puse temas de comedias musicales. A propósito, parece que Francesca Gerrard es una gran admiradora de Ethel Merman.
– ¿La oyó alguien?
– ¿Quiere usted decir para corroborar mis palabras? -movió la cabeza, como indiferente al hecho de que su coartada careciera de toda credibilidad-. La sala de música se encuentra aislada en el pasillo noreste. Dudo que alguien me oyera, a menos que Elizabeth se dedicara a su deporte favorito, fisgonear tras las puertas. Es una gran experta.
Lynley dejó pasar la alusión.
– ¿Quién estaba en la recepción cuando llegó ayer?
Joanna jugueteó con unos mechones de su cabello iluminado por el fuego.
– Aparte de Francesca, no recuerdo a nadie en particular -frunció el entrecejo con aire pensativo-. Excepto a Jeremy Vinney. Se acercó al salón y dijo unas palabras. Me acuerdo bien.
– Es curioso que la presencia de Vinney haya quedado grabada en su mente.
– En absoluto. Hace años representó un pequeño papel en una obra que hice en Norwich. Cuando le vi ayer, pensé que tenía tanta pinta de actor ahora como entonces, es decir, ninguna. Siempre tuvo el aspecto de alguien que acaba de olvidar quince líneas y no sabe qué hacer para enmendar el error. Ni siquiera sabía improvisar. Pobre hombre. Me temo que el teatro no es lo suyo, pero está loco por interpretar un papel importante.
– ¿A qué hora volvió anoche a su cuarto?
– No estoy segura, no me fijé. No tengo la costumbre de hacerlo. Puse discos hasta que me calmé lo suficiente -miró el fuego. Su serenidad imperturbable se alteró un poco mientras recorría con la mano la raya bien marcada de sus pantalones-. No, no es cierto del todo, ¿verdad? Quería asegurarme de encontrar a David dormido. Supongo que deseaba guardar las apariencias, pero cuando lo pienso ahora no entiendo por qué le di la oportunidad de guardar las apariencias.
– ¿Guardar las apariencias? -inquirió Lynley.
Joanna sonrió sin motivo aparente. Parecía una treta, una forma de concentrar automáticamente la atención del público en su belleza, no en la calidad de su interpretación.
– David está muy equivocado sobre este asunto del contrato con Robert Gabriel, inspector. Si yo hubiera vuelto más pronto, habría querido limar nuestras diferencias, pero… -Apartó la vista de nuevo, pasándose la punta de la lengua por los labios, como si necesitara ganar tiempo-. Lo siento. Creo que, después de todo, no puedo decírselo. Qué tonta, ¿verdad? Supongo que hasta podría detenerme, pero hay ciertas cosas… Sé que David no se lo ha contado, pero no podía volver a nuestra habitación hasta que estuviera dormido. No podía, así de sencillo. Compréndalo, por favor.
Lynley sabía que estaba pidiendo permiso para dejar de hablar, pero no dijo nada, a la espera de que continuase. Lo hizo sin mover la cabeza, dando varias caladas al cigarrillo antes de aplastarlo.
– David habría querido hacerlo, pero no puede desde hace… casi dos meses. Lo habría intentado, de todos modos, pensando que me lo debía. Y si fracasaba, todo habría empeorado entre nosotros. Por eso me mantuve alejada de la habitación hasta que pensé que se habría dormido. Y así fue. Y me alegré.
Se trataba, sin duda, de una información fascinante. Aún hacía más difícil de entender la larga duración del matrimonio Ellacourt-Sydeham. Como reconociendo este hecho, Joanna Ellacourt habló de nuevo, ahora con voz dura, desprovista de emoción o pesar.
– David es mi historia, inspector. No me avergüenza admitir que él me hizo lo que soy. Durante veinte años ha sido mi mayor ayuda, mi mayor crítico, mi mejor amigo. No se tira todo eso por la borda porque la vida te reporte algún pequeño inconveniente de vez en cuando.
Su frase final era la declaración de lealtad matrimonial más elocuente que Lynley había oído en su vida. Sin embargo, le costaba olvidar la definición que David Sydeham había hecho de su esposa. Era, en efecto, una gran actriz.
El dormitorio de Francesca Gerrard estaba situado en la esquina más alejada del pasillo superior noreste, en el punto donde el zaguán se estrechaba y una vieja arpa en desuso, cubierta de cualquier manera, arrojaba una sombra sobre la pared que recordaba el perfil de Quasimodo. Aquí no colgaban retratos, ni tapices que atenuaran el frío, ni se veían señales inequívocas de bienestar y seguridad. Sólo yeso monocromático, resquebrajado por el tiempo en finas líneas, y una delgada alfombra que cubría el piso.
Elizabeth Rintoul, mirando rápidamente hacia atrás, se deslizó por el zaguán y se detuvo ante la puerta de su tía, escuchando con atención. Oyó un murmullo de voces procedente del pasillo superior oeste, pero ningún sonido en el interior de la habitación. Golpeteó la madera con las uñas, un movimiento nervioso que recordaba el picoteo de los pájaros. Nadie le invitó a entrar. Llamó de nuevo.
– ¿Tía Francie? -lo máximo que podía permitirse era un susurro. No obtuvo respuesta.
Sabía que su tía estaba dentro, la había visto caminar por el pasillo apenas pasados cinco minutos de que la policía terminara de abrir todas las habitaciones. Probó el pomo y giró, resbaladizo bajo su mano sudorosa.
El aire del interior olía a perfume rancio, polvos para la cara de un dulzor sofocante, analgésicos picantes y colonia barata. Los muebles del cuarto estaban a la altura de la decoración pobre y monótona del pasillo: una cama estrecha, un armario ropero, una cómoda y un espejo de cuerpo entero que arrojaba extraños reflejos verdes, distorsionando las frentes hasta transformarlas en bulbos y empequeñeciendo las barbillas en exceso.
Su tía no había utilizado siempre esta habitación como dormitorio. Sólo después de la muerte de su esposo se mudó a esta parte de la casa, como si la incomodidad y la falta de elegancia formaran parte del luto. En aquel momento parecía rendir homenaje al difunto, pues se hallaba sentada muy erguida en el borde de la cama, absorta en una fotografía de estudio de su esposo que colgaba en la pared, el único adorno de la habitación. Era una fotografía solemne, que no plasmaba al tío Phillip que Elizabeth recordaba de su niñez, sino al hombre melancólico en que se había transformado. Después de la Noche Vieja. Después de tío Geoffrey.
Elizabeth cerró la puerta en silencio, pero el roce del pestillo contra la madera provocó que su tía diera un sofocado y plañidero respingo. Se levantó al instante de la cama, giró sobre sus talones y alzó las manos engarfiadas frente a ella en un gesto defensivo.
Elizabeth se puso rígida. Era asombroso que un gesto tan simple le devolviera un recuerdo reprimido y que creía olvidado. Una chica de dieciséis años se dirige despreocupadamente a la cuadra de la casa de Somerset; ve que las cocineras se acuclillan para mirar por una fisura en la pared de piedra del edificio, aprovechando que la argamasa se ha desprendido; oye que le susurran «Ven a ver a unos mariquitas, cariño»; no sabe lo que eso quiere decir, pero está ansiosa, siempre tan patéticamente ansioso, de hacer amigas; se agacha frente al agujero y ve a dos mozos de cuadras; sus ropas están amontonadas sobre un banco; uno está a cuatro patas y el otro retrocede, empuja y resuella detrás de él y sus cuerpos brillan de un sudor que reluce como aceite; se aparta asustada y oye que las chicas ahogan una carcajada. Se ríen de ella. De su inocencia y ciega ingenuidad. Y entonces desea golpearlas, herirlas, arrancarles los ojos. Con ese mismo gesto de la tía Francie.