– ¡Elizabeth! -Francesca bajó los brazos. Su cuerpo se distendió-. Me has dado un susto de muerte, querida.
Elizabeth miró preocupada a su tía, temerosa de enfrentarse a otros recuerdos que un gesto fortuito pudiera conjurar. Vio que Francesca había empezado a prepararse para la cena, cuando la foto de su marido la sumió en la ensoñación que Elizabeth había interrumpido. Se miraba en el espejo mientras se cepillaba el ralo cabello gris. Sonrió a Elizabeth, pero sus labios temblaron y desmintieron la sensación de tranquilidad que se esforzaba en proyectar.
– De niña solía mirarme en el espejo sin ver mi cara. La gente dice que es imposible, pero yo lo logré. Puedo peinarme, maquillarme, ponerme los pendientes, cualquier cosa. Y nunca veo lo fea que soy.
Elizabeth no se molestó en contradecirla. Contradecirla sería insultarla, porque su tía decía la verdad. Era fea y siempre lo había sido, escarnecida por una larga cara de caballo, dientes prominentes y una barbilla muy pequeña. Poseía un cuerpo larguirucho; era toda brazos, piernas y codos. Todas las maldiciones genéticas de la familia Rintoul habían recaído sobre ella.
Elizabeth solía pensar que su tía llevaba siempre tantas joyas de fantasía a causa de su fealdad, como si pretendiera desviar la atención de los notorios defectos que afligían su persona.
– No debes preocuparte, Elizabeth -le estaba diciendo Francesca con dulzura-. Sus intenciones son buenas. Sus intenciones son muy buenas. No debes preocuparte tanto.
A Elizabeth se le hizo un nudo en la garganta. Qué bien la conocía su tía. Cuán grande había sido siempre su comprensión.
– Sírvele al señor Vinney una copa, querida… Su vaso está casi vacío -imitó con amargura la voz reservada de su madre-. Quise morir. A pesar de la policía, a pesar de Joy. Ella no puede parar. Nunca parará. Nunca se terminará.
– Ella quiere tu felicidad, querida. Ella la enfoca en el matrimonio -dijo la tía.
– ¿Te refieres a uno como el suyo? -sus palabras tenían cierta acidez.
Su tía frunció el entrecejo. Dejó el cepillo sobre la cómoda y se pasó el peine entre los mechones.
– ¿Te he enseñado las fotos que Gowan me dio? -preguntó con tono alegre, abriendo el cajón superior, que rechinó y se resistió-. Pobre chico. Vio una revista con esas típicas fotos de antes y después, y decidió que debíamos hacer una colección de la casa. De cada habitación a medida que se vayan renovando. Luego, cuando todo esté terminado, podríamos exhibirlas en el salón, o tal vez le interesaran a un historiador, o las podríamos utilizar para… -forcejeó el cajón, pero la humedad del invierno había hinchado la madera.
Elizabeth la contemplaba en silencio. Era el sempiterno estilo de la familia: preguntas no respondidas, secretos y frases inacabadas. Todos eran conspiradores que se confabulaban para ignorar el pasado como si no existiera. Su padre, su madre, tío Geoffrey y el abuelo. Y ahora la tía Francie. También ella consagraba su lealtad a los lazos de sangre.
No tenía sentido permanecer en la habitación ni un segundo más. Entre ellas sólo quedaba por decir una cosa. Elizabeth reunió fuerzas para ello.
– Tía Francie. Por favor.
Francesca levantó la vista. Todavía aferraba el cajón, todavía tiraba de él infructuosamente, sin darse cuenta de que sólo conseguía subrayar su inutilidad.
– Quería que lo supieras… -balbuceó Elizabeth-. Necesitas saberlo. Yo… temo que anoche fracasé en mi propósito.
Francesca soltó por fin el cajón y preguntó:
– ¿En qué sentido, querida?
– Es que… no estaba sola. Ni siquiera estaba en su habitación. Así que no pude hablar con ella, no pude darle tu mensaje.
– No importa, querida. Hiciste todo lo que pudiste, ¿no?
– ¡No! ¡Por favor!
La voz de su tía, como siempre, expresaba compasión, expresaba la comprensión de saber lo que uno siente cuando carece de aptitudes, talento o esperanza. Enfrentada a esta aceptación incondicional, Elizabeth sintió que lágrimas infructuosas se agolpaban en sus ojos. No soportaba sollozar, ni de pena ni de dolor, de modo que se dio la vuelta y salió de la habitación.
– ¡Mierda de aparato!
Gowan Kilbride acababa de sobrepasar los límites de su capacidad para sobrevivir a una afrenta tras otra. Lo sucedido en la biblioteca ya había sido bastante malo, pero después había empeorado con la convicción, que la chica no había admitido ni negado, de que Mary Agnes había permitido a Robert Gabriel las libertades que a Gowan le estaban vedadas. Y ahora, para colmo, la señora Gerrard le había enviado a la trascocina con la orden de arreglar la cochambrosa caldera que no había funcionado como era debido en cincuenta años… Era más de lo que una persona podía aguantar.
Con una maldición arrojó al suelo la llave de tuercas, que astilló una vieja baldosa, rebotó y fue a parar bajo los ardientes tubos de la infernal caldera.
– ¡Maldición, maldición y maldición! -gritó Gowan con ira creciente.
Se agachó, tanteó con la mano y se quemó inmediatamente con el metal de la caldera.
– ¡Maldita sea! -aulló, echándose a un lado y contemplando el viejo aparato como si fuera un ser vivo rebosante de maldad.
Lo pateó dos veces, ciego de ira. Pensó en Roben Gabriel con Mary Agnes y le asestó una tercera patada, consiguiendo desprender uno de los tubos oxidados. Un chorro de agua salió disparado, describiendo un arco siseante.
– ¡Mierda! -barbotó Gowan-. ¡Quémate y púdrete y que los gusanos coman tus entrañas!
Tomó un trapo del fregadero y lo enrolló alrededor del tubo para aferrarlo sin hacerse daño. Se tendió sobre el pecho, debatiéndose con el rebelde tubo y maldiciendo el chorro caliente que golpeaba su cara y su cabello. Con una mano se esforzó en colocar el tubo en su sitio, mientras con la otra buscaba la llave que había soltado, localizándola por fin arrinconada contra la pared opuesta. Se arrastró por el suelo milímetro a milímetro, acercándose a la herramienta. Sus dedos se hallaban a escasos centímetros cuando, de súbito, toda la trascocina se sumió en la oscuridad. Gowan entendió que, para redondear la jornada, la bombilla de la habitación se había fundido. La única luz provenía de la propia caldera, un débil e inútil destello rojizo que le deslumbraba por completo. El golpe definitivo.
– ¡Maldito pedazo de chatarra! -chilló-. ¡Engendro piojoso! ¡Cacho de mierda!
Y entonces, de pronto, supo que no estaba solo.
– ¿Quién hay ahí? ¡Venga a ayudarme!
No hubo respuesta.
– ¡Aquí! ¡En el suelo!
Tampoco hubo respuesta.
Volvió la cabeza pero no consiguió ver nada en la oscuridad. Iba a gritar de nuevo, y esta vez más alto, porque los pelos de su nuca se le habían empezado a erizar de consternación, cuando se produjo un veloz movimiento en su dirección. Sonó como si media docena de personas se precipitaran al mismo tiempo hacia él.
– Oiga…
Un golpe le enmudeció. Una mano le agarró por el cuello y aplastó su cabeza contra el suelo. El dolor estremeció sus sienes. Sus dedos soltaron el trozo de tubo y el agua golpeó directamente contra su cara, cegándole, chamuscándole, abrasándole la piel. Luchó con todas sus fuerzas por liberarse, pero fue empujado sin misericordia contra el tubo al rojo vivo; el chorro de agua se infiltró en sus ropas, levantando ampollas en su pecho, estómago y piernas. Las prendas eran de lana, y se ciñeron a su cuerpo como una lapa, y el líquido quemó su piel como si fuera ácido.
– ¡Aghhhh…!
Trató de gritar, invadido por la agonía, el terror y la confusión, pero una rodilla se clavó sobre sus riñones y la mano que le agarraba por el cabello hizo girar su cabeza, hasta que su frente, nariz y barbilla se hundieron en el charco de agua hirviente que se había formado sobre las baldosas.