Sintió que el puente de su nariz se rompía, sintió que la piel se le desprendía del rostro. Y justo cuando empezaba a comprender que su invisible asaltante intentaba ahogarle en menos de tres centímetros de agua, oyó el inconfundible snick del metal sobre las baldosas. El cuchillo se clavó en su espalda apenas un segundo después.
La luz se volvió a encender.
Alguien subió las escaleras a toda prisa.
Capítulo 7
– Creo que el punto más importante es si te crees la historia de Stinhurst -dijo St. James a Lynley.
Se hallaban en el dormitorio que compartían, situado en la confluencia del ala noroeste de la casa con el cuerpo principal. Era una habitación pequeña, con muebles de madera de haya y pino. El dibujo del empapelado consistía en enredaderas sobre un fondo azul pálido. La atmósfera conservaba un vago olor medicinal a limpiador y desinfectante, desagradable aunque no agobiante. Lynley podía ver desde la ventana el ala oeste, donde Irene Sinclair paseaba arriba y abajo de la habitación sin cesar, con un vestido colgado del brazo como si no se decidiera a ponérselo o a olvidar el asunto por completo. Su rostro, un óvalo blanco enmarcado por el cabello negro, como un estudio sobre la fuerza del contraste, carecía de color. Lynley corrió la cortina y, al volverse, vio que su amigo se estaba cambiando para bajar a cenar.
Asistía a un desmañado ritual, empeorado porque el suegro de St. James no se hallaba presente para prestarle ayuda, empeorado porque la necesidad de requerir ayuda para algo tan elemental tenía su origen en una noche de borrachera y descuido del propio Lynley. Le contempló, deseoso de ofrecerle su colaboración pero sabiendo que su ofrecimiento sería rechazado con gentileza. La abrazadera de la pierna estaba al descubierto y los zapatos desanudados, pero el rostro de St. James reflejaba una indiferencia total, como si diez años antes no hubiera sido un hombre ágil y atlético.
– Lo que Stinhurst me dijo sonaba a cierto, St. James. No es la clase de cuento que uno se inventa para librarse de una acusación de asesinato, ¿verdad? ¿Qué iba a ganar desacreditando a su mujer? En cualquier caso, las cosas se le han puesto más negras. Él mismo se ha adjudicado un excelente motivo para el crimen.
– Y que no puede ser verificado -señaló St. James con suavidad-. A menos que se lo preguntes a la propia lady Stinhurst. Y algo me dice que Stinhurst te considera demasiado caballero para hacer eso.
– Lo haré, por supuesto. Si es necesario.
St. James dejó caer un zapato al suelo y empezó a ajustarse la abrazadera a otro.
– Dejemos a un lado que haya adivinado tu posible reacción, Tommy. Supongamos por un momento que su historia sea cierta. Sería muy inteligente por su parte, ¿verdad?, subrayar tan obviamente su móvil para cometer el crimen. De ese modo no necesitas rastrearlo, no necesitas fortalecer tus sospechas cuando lo descubras. Llevado al extremo, ni siquiera necesitas ya sospechar de él como culpable, porque desde el primer momento ha sido completamente sincero contigo. Listo, ¿eh? Demasiado listo. ¿Y qué mejor manera de justificar una necesidad crucial de destruir pruebas que autorizando la presencia en Westerbrae de Jeremy Vinney, un hombre que no dudaría en seguir la pista de cualquier historia escabrosa después del asesinato de Joy?
– Estás dando a entender que Stinhurst sabía de antemano que los retoques de la obra sacarían a la luz la relación entre su esposa y su hermano, pero eso no concuerda con que a Helen le dieran la habitación contigua a la de Joy, o con que la puerta del pasillo estuviera cerrada, o con que las huellas de Davies-Jones se encontraran en la llave.
– Si te pones así, Tommy -se limitó a señalar St. James-. Podríamos decir que tampoco concuerda con el hecho de que Sydeham estuviera solo parte de la noche. Y también su esposa, por cierto. Cualquiera de los dos tuvo la oportunidad de matarla.
– La oportunidad, tal vez. Parece que todo el mundo tuvo la oportunidad, pero el problema es el móvil. Por no mencionar el hecho de que la puerta de Joy estaba cerrada con llave, de modo que el asesino entró mediante las llaves maestras o desde la habitación de Helen. Siempre volvemos a lo mismo, ya lo ves.
– También Stinhurst pudo tomar las llaves, ¿no? Él mismo te dijo que había estado antes aquí,
– Al igual que su esposa, su hija y Joy. Cualquiera pudo tomarlas Waves, St. James. Hasta David Sydeham, si bajó al pasillo por la tarde para ver en qué habitación había desaparecido Elizabeth Rintoul cuando les vio llegar a él y a Joanna. Pero eso sería exagerar las cosas, ¿no crees? ¿Por qué iba a sentir curiosidad por descubrir el escondite de Elizabeth Rintoul? Más aún, ¿por qué iba a matar Sydeham a Joy Sinclair? ¿Para ahorrarle a su mujer una obra con Robert Gabriel? No concuerda. En teoría, un férreo contrato la obliga a actuar con Gabriel quiera o no quiera. Matar a Joy no solucionaría nada.
– Volvemos al mismo punto, ¿te das cuenta? La muerte de Joy solamente parece beneficiar a una persona: Stuart Rintoul, lord Stinhurst. Ahora que está muerta, la obra que prometía ser tan embarazosa para él ya no se representará. Nadie la producirá. Lo tiene mal, Tommy. No entiendo por qué dejas de lado ese motivo.
– En cuanto a eso…
Alguien llamó a la puerta. Lynley la abrió y se encontró al agente Lonan en el pasillo, que traía un bolso de señora envuelto en plástico. Lo sostenía frente a él con las dos manos, muy tieso, como un mayordomo que presentara una bandeja de canapés en dudoso estado.
– Es de la Sinclair -explicó el agente-. El inspector pensó que a usted le gustaría echar un vistazo al contenido antes de que el laboratorio lo analice para detectar huellas.
Lynley lo tomó, lo dejó sobre la cama y se ajustó los guantes de látex que St. James, sin decir palabra, había sacado de la maleta que tenía a sus pies.
– ¿Dónde lo encontraron?
– En el salón -contestó Lonan-. Al pie de la ventana y detrás de las cortinas.
Lynley le dirigió una mirada penetrante.
– ¿Estaba escondido?
– Parecía que lo hubiera tirado allí como hizo con el resto de sus cosas en la habitación.
Lynley abrió la cremallera del plástico y dejó caer el bolso sobre la cama. Los otros dos hombres le contemplaron con curiosidad mientras lo abría y desparramaba su contenido, que incluía una interesante colección de objetos. Lynley los fue separando poco a poco, dividiéndolos en dos grupos. En uno colocó los comunes a cientos de miles de bolsos que colgaban del brazo de cientos de miles de mujeres: llaves sujetas a una anilla metálica, dos bolígrafos baratos, un paquete de Wrigleys, una caja de cerillas y un par de gafas oscuras guardadas en un estuche de piel.
El resto del contenido fue a parar al segundo grupo, demostrando que, como muchas mujeres, Joy Sinclair había impreso a un objeto tan mundano como un bolso negro el sello singular de su personalidad. Lynley hojeó primero su talonario de cheques, examinando las entradas en busca de algo anormal, sin encontrar nada. Por lo visto, a la mujer le traía sin cuidado el estado de sus finanzas, pues hacía por lo menos seis semanas que no lo llevaba al corriente. El billetero, que contenía cerca de cien libras en billetes de diverso valor, explicaba esta indiferencia financiera. Sin embargo, ni el talonario ni el billetero retuvieron la atención de Lynley en cuanto sus ojos cayeron sobre los dos últimos objetos que Joy Sinclair llevaba consigo: una agenda y una pequeña grabadora, del tamaño de una mano.
La agenda era nueva y sus páginas apenas habían sido utilizadas. El fin de semana en Westerbrae estaba indicado con grandes letras, así como un almuerzo con Jeremy Vinney que se remontaba a dos semanas atrás. Había referencias a una fiesta con gente del teatro, una cita con el dentista, una especie de aniversario y tres citas señaladas con la inscripción «Upper Grosvenor Street», todas tachadas como si ninguna hubiera tenido lugar. Lynley volvió la página del mes siguiente, no encontró nada y siguió adelante. Las palabras «P. Green» ocupaban toda la semana, y «capítulos 1-3» la semana siguiente. No había nada más, salvo una referencia al «Cumpleaños S» anotada en el día 25.