– Agente -dijo Lynley con aire pensativo-. Me gustaría quedarme con esto. El contenido, la bolsa no. ¿Quiere consultarlo con Macaskin antes de que se largue?
El agente asintió y se marchó. Lynley esperó a que la puerta se cerrase para volverse hacia la cama, tomar la grabadora y conectarla, echando una mirada a St. James.
Tenía una voz encantadora, ronca y melodiosa. Era potente, seductora, con esa sensualidad involuntaria que algunas mujeres consideran una bendición y otras una maldición. El sonido era discontinuo y los ruidos de fondo diferentes, tráfico, el metro, un breve estruendo de música, como si Joy extrajera la grabadora del bolso para almacenar una idea súbita dondequiera se le ocurriese.
«Intentar sacarme de encima a Edna al menos durante dos días. No hay nada que informar. Quizá crea que he tenido la gripe… ¡Aquel pingüino! Antes le gustaban los pingüinos. Será perfecto… Por el amor de Dios, que mamá no se vuelva a olvidar de Sally este año… John Darrow tenía la mejor opinión de Hannah hasta que las circunstancias le obligaron a tener la peor… Buscar billetes y un lugar decente donde quedarse. Esta vez llevar un abrigo más grueso… Jeremy. Jeremy. Dios, ¿por qué me pone tan nerviosa? No es una proposición para toda la vida… Estaba oscuro, y aunque la tormenta… Fantástico, Joy. ¿Por qué no te limitas a seguir con una noche oscura y tormentosa y envías a la mierda la creatividad de una vez por todas…? Recuerda aquel olor peculiar: verduras podridas y objetos que el río arrastró después de la última tormenta… El sonido de las ranas y las bombas de agua y la interminable llanura… ¿Por qué no le pregunto a Rhys la mejor forma de abordarle? Sabe tratar a la gente. Me podrá ayudar… Rhys quiere…»
Lynley desconectó la grabadora. Levantó los ojos y vio que St. James le estaba mirando. Para ganar tiempo antes de que lo inevitable sucediera entre ellos, Lynley reunió los artículos y los introdujo en una bolsa de plástico que St. James había sacado de su maleta. La cerró y la acercó a la cómoda.
– ¿Por qué no has interrogado todavía a Davies-Jones? -preguntó St. James.
Lynley caminó hacia su maleta, que descansaba sobre un banco al pie de la cama, la abrió y sacó la ropa que pensaba ponerse para la cena, meditando sobre la pregunta de su amigo. Sería muy fácil decir que las circunstancias iníciales no le habían permitido interrogar al gales, que hasta el momento el caso se desarrollaba dentro de una lógica y que había seguido intuitivamente esa lógica para ver hasta dónde le conducía. Esa explicación contenía algo de verdad, pero, más allá de ella, Lynley reconocía una realidad suplementaria y desagradable. Luchaba con la necesidad de evitar el enfrentamiento, una necesidad con la que aún no había llegado a un acuerdo, tan extraña le resultaba.
Oía los movimientos ágiles, enérgicos y eficientes de Helen en la habitación de al lado. Los había oído miles de veces a lo largo de los años, los había oído sin darse cuenta. Los sonidos, ahora, se habían amplificado, como si pretendieran imprimirse para siempre en su conciencia.
– No quiero herirle -dijo por fin.
St. James estaba sujetando la abrazadera a un zapato negro. Hizo una pausa, el zapato en una mano y la abrazadera en la otra. Su cara, por lo general inexpresiva, reflejaba sorpresa.
– Tienes una forma muy extraña de demostrarlo, Tommy.
– Ya hablas como Havers. ¿Qué quieres que haga? Helen está decidida a no ver lo obvio. ¿Debo aclararle los hechos ahora, o me muerdo la lengua y dejo que se comprometa más con ese hombre, permitiendo que sufra una espantosa decepción cuando descubra que la ha utilizado?
– Si la ha utilizado -apostilló St. James.
Lynley se puso una camisa limpia, abrochó los botones con disimulado nerviosismo y se anudó la corbata.
– ¿Sí? Entonces, ¿para qué crees que la visitó anoche en su habitación?
Su pregunta no recibió respuesta. Lynley sentía la mirada de su amigo clavada en su cara. Sus dedos lucharon con el lío en que había convertido la corbata -¡Maldita sea! -murmuró con rabia.
Al oír la llamada, lady Helen abrió la puerta, esperando encontrar en el pasillo a la sargento Havers, a Lynley o a St. James, dispuestos a escoltarla hasta el comedor como si fuera la principal sospechosa o una testigo clave que necesitara protección policial. Sin embargo, era Rhys. No dijo nada, vacilante, como si no estuviera seguro del recibimiento que le dispensarían. Pero, cuando lady Helen sonrió, entró en la habitación y cerró la puerta a su espalda.
Se miraron como amantes culpables, ansiosos por encontrarse a escondidas. La necesidad de tranquilidad, de sigilo, de unión manifiesta, acentuaba la sensibilidad, acentuaba el deseo, acentuaba y fortalecía el reciente lazo creado entre ellos. Cuando él extendió los brazos, lady Helen buscó refugio en ellos sin dudarlo ni un momento.
Henchido de deseo, sin pronunciar una palabra, él la besó en la frente, en los párpados, en las mejillas y, por fin, en la boca. Los labios de Helen se abrieron en respuesta y le aferró con más fuerza, como si su presencia pudiera borrar las cosas horribles sucedidas durante el día. Ella sintió que todo el cuerpo de Rhys se apretaba contra el suyo, provocando una dulce agonía, y empezó a temblar, invadida por una oleada de deseo inesperada y turbadora. Se derramó sobre ella por sorpresa y recorrió su sangre como fuego líquido. Sepultó su rostro en el hombro de Rhys, y las manos de éste la acariciaron con posesiva sabiduría.
– Cariño, cariño -susurró Rhys. No dijo nada más, porque al oír sus palabras Helen movió la cabeza y buscó su boca de nuevo-. Te he echado de menos, pequeña -murmuró al cabo de un momento-. Pero creo que ya te habrás dado cuenta.
Lady Helen le alisó las sienes plateadas y sonrió, experimentando cierto alivio sin saber bien por qué.
– ¿De dónde ha sacado un perverso gales ese acento tan típico de Escocia?
Rhys torció la boca, se puso rígido y lady Helen adivinó, antes de que él contestara, que había hecho una pregunta inoportuna.
– Del hospital -contestó él.
– Oh, Dios mío, lo siento mucho. No pensé…
Rhys meneó la cabeza, la apretó más contra él y apoyó la mejilla en su cabello.
– No te lo he contado todo, ¿verdad, Helen? Creo que no me apetece que lo sepas.
– Pues no…
– No. El hospital estaba en las afueras de Portree, en Skye. En pleno invierno. Mar gris, cielo gris, tierra gris. Las barcas zarpaban hacia tierra firme, y yo deseaba encontrarme a bordo de una de ellas. Solía pensar que Skye me llevaría a beber sin cesar. Esos lugares ponen a prueba tu valor más que ninguno. La única forma de sobrevivir era echar tragos a escondidas de una botella de whisky o confiar en la pericia de los escoceses. Elegí los escoceses. Eso, al menos, era lo que me aconsejaba mi compañero de cuarto, que se negaba a hablar de otra cosa. -Pasó los dedos por su cabello, apenas la sombra de una caricia, insegura y vacilante-. Helen, por el amor de Dios. Por favor. No quiero que te apiades de mí.
«Era su estilo», pensó ella. El estilo de siempre. Debía ponerle fin, eliminar todas las expresiones absurdas de compasión que se interponían entre él y el resto del mundo. La compasión le ponía en desventaja, prisionero de una enfermedad incurable. Ella asumió su dolor.
– ¿Cómo puedes creer que me apiado de ti? ¿Piensas que lo de anoche sucedió por ese motivo?
– Tengo cuarenta y dos años -suspiró entrecortadamente Rhys-. ¿Lo sabes, Helen? ¿Sabes que soy quince años mayor que tú? ¿O son más, Dios mío?