– Doce años.
– Estuve casado cuando tenía veintidós. Toria tenía diecinueve. Ambos éramos unos tontos que pensábamos convertirnos en el siguiente prodigio del West End.
– No lo sabía.
– Ella me abandonó. Hice una gira de invierno por Norfolk y Suffolk. Dos meses allí, un mes aquí. Vivía en habitaciones mugrientas y hoteles malolientes. Hacer abstracción de ello no era tan malo, porque servía para comer y comprar ropa a los niños. Cuando volví a Londres, ella se había marchado, había regresado a su casa de Australia. Mamá, papá y la seguridad. Algo más que un trozo de pan en la mesa. Zapatos en los pies. -La tristeza asomaba a sus ojos.
– ¿Cuánto tiempo estuviste casado?
– Sólo cinco años. Lo bastante, me temo, para que Toria averiguara lo peor de mí.
– No digas…
– Sí. Sólo he visto a mis hijos una vez durante los últimos quince años. Ahora ya son adolescentes, un chico y una chica que ni siquiera me conocen. Y lo peor es que fue por mi culpa. Toria no se largó porque yo fracasara en el teatro, aunque Dios sabe que mis posibilidades de éxito eran muy remotas. Se largó porque yo era un alcohólico. Todavía lo soy. Un alcohólico, Helen. No debes olvidarlo nunca. No dejaré que lo olvides.
Ella repitió lo que Rhys había dicho una noche que paseaban por la orilla de Hyde Park.
– Bien, sólo es una palabra, ¿verdad? Sólo posee la fuerza que nosotros queremos darle.
Rhys movió la cabeza. Helen notaba los violentos latidos de su corazón.
– ¿Ya te han interrogado? -preguntó ella.
– No -rodeó con sus fríos dedos la nuca de la joven, y habló sobre su cabeza con cautela, como si eligiera cada palabra deliberadamente-. Creen que yo la maté, ¿verdad, Helen?
Los brazos de ella le aferraron como poseídos de voluntad propia, proporcionándole la respuesta. Rhys continuó:
– He estado pensando en cómo creen que lo hice. Vine a tu habitación, traje coñac para emborracharte, te hice el amor como maniobra de distracción y después apuñalé a mi prima. Aún falta el móvil, por supuesto, pero no creo que tarden en encontrarlo.
– El coñac estaba abierto -susurró lady Helen.
– ¿Piensan que le puse algo? Santo Dios. ¿Y tú? ¿También lo crees? ¿Crees que vine con la intención de drogarte y Juego asesinar a mi prima?
– Claro que no -Lady Helen levantó los ojos y vio en su rostro una mezcla de cansancio y tristeza, mitigada por el alivio.
– Cuando salí de la cama, la abrí -dijo-. Me moría de ganas de beber, estaba desesperado, pero entonces te despertaste. Te acercaste a mí. Y, con toda franqueza, descubrí que te deseaba más a ti.
– No hace falta que me lo digas.
– Me faltó muy poco para echar un trago. No me había sentido así desde hacía meses. Si no hubieras estado allí…
– No importa. Estaba allí. Y ahora también.
Desde la habitación de al lado les llegó la voz alterada de Lynley, primero, y después el plácido murmullo de St. James. Ambos escucharon. Rhys habló.
– Tus lealtades van a ser puestas brutalmente a prueba, Helen. Lo sabes, ¿verdad? Y, aún en el caso de que te presenten verdades irrefutables, vas a tener que decidir por ti misma por qué vine a tu habitación anoche, por qué quise estar contigo, por qué te hice el amor. Y, sobre todo, qué hice mientras dormías.
– No necesito decidir. En lo que a mí respecta, sólo existe una explicación.
Los ojos de Rhys se ensombrecieron.
– Pero hay dos. La tuya y la mía. Y tú lo sabes.
Cuando St. James y Lynley entraron en el salón, comprendieron enseguida que iba a resultar una cena de lo más desagradable. El grupo se había dispuesto sobre la alfombra oriental del modo más elocuente para expresar el desagrado que les causaba cenar en compañía de New Scotland Yard.
Joanna Ellacourt había elegido un lugar destacado. Casi derrumbada sobre un sofá de palisandro cerca del hogar, obsequió a los recién llegados con una mirada glacial antes de volverse, tomar un sorbo de lo que parecía un jarabe de color rosa coronado de blanco, y posó su mirada sobre la chimenea Jorge II, como si necesitara memorizar las pilastras verde pálido. Los demás se habían congregado a su alrededor en tresillos y sillas; su inconexa conversación cesó en cuanto los dos hombres entraron.
Lynley paseó la mirada por el grupo, fijándose en que faltaban algunos miembros, especialmente en que dos de los ausentes eran lady Helen y Rhys Davies-Jones. El sargento Lonan se hallaba sentado en el otro extremo de la habitación ante un carrito de bebidas, como un ángel guardián, mirando con fijeza a los reunidos, como a la espera de que uno o varios cometieran un nuevo acto de violencia. Lynley y St. James se acercaron a él.
– ¿Dónde están los otros? -preguntó Lynley.
– Aún no han bajado -replicó Lonan-. La señora acaba de llegar sola.
Lynley vio que la señora en cuestión era la hija de lord Stinhurst, Elizabeth Rintoul, que caminaba hacia el carrito de bebidas como una mujer que se dirigiera al patíbulo. Al contrario que Joanna Ellacourt, ataviada con un vestido ajustado de raso para la cena, como si se tratara de un acontecimiento social de primerísimo orden, Elizabeth llevaba una falda de tweed color tostado y un voluminoso jersey verde, adornado con tres agujeros de polilla que dibujaban un triángulo isósceles sobre su hombro izquierdo. Ambas prendas se veían decididamente viejas y le sentaban mal.
Lynley sabía que tenía treinta y cinco años, pero parecía mucho mayor, como una mujer que se acercara a la edad madura de la peor manera posible. Se había teñido el cabello, tal vez en un intento infructuoso de darle un tono rubio rojizo, con una sombra artificial de color castaño, que había adquirido un lustre de latón. La rígida permanente formaba una pantalla desde detrás de la cual podía observar el rumbo. Tanto el color como el estilo sugerían una elección realizada a partir de una fotografía de revista, sin tener en cuenta las exigencias de sus rasgos o la forma de su cara. Era muy delgada, de facciones puntiagudas y su labio superior empezaba a desarrollar las arrugas de la edad.
Cruzó la habitación con la inquietud reflejada en su cara descolorida. Estrujaba su falda con una mano. No se molestó en presentarse, ni en formalidades preliminares. Estaba claro que había esperado más de doce horas para formular su pregunta y no estaba dispuesta a demorarla ni un solo momento más. Sin embargo, no miró a Lynley cuando habló. Sus ojos (maquillados inexpertamente con una peculiar sombra aguamarina) se limitaron a establecer contacto resbalando sobre su rostro, y a partir de ese instante permanecieron clavados en la pared que había frente a ella, como si se dirigieran al cuadro que colgaba allí.
– ¿Tiene el collar? -preguntó con rigidez.
– ¿Perdón?
Elizabeth extendió la mano sobre su falda.
– El collar de perlas de mi tía. Se lo di a Joy anoche. ¿Está en su habitación?
Se elevó un murmullo del grupo reunido ante la chimenea, y Francesca Gerrard se puso de pie. Se acercó a Elizabeth y la tomó por el codo, intentando llevarla hacia los demás sin mirar a los policías.
– Está bien, Elizabeth -murmuró-. De veras. Está bien.
Elizabeth se apartó con brusquedad.
– No está bien, tía Francie. En primer lugar, yo no quería dárselo a Joy. Sabía que no resultaría. Ahora que ha muerto, quiero recuperarlo -seguía sin mirar a nadie. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y el maquillaje contribuía a acentuar el efecto.
– ¿Había perlas en la habitación? -preguntó Lynley a St. James.
Éste negó con la cabeza.
– Pero yo le di el collar. Todavía no estaba en su habitación. Se había ido a… Por eso le pedí a él que… -Elizabeth se interrumpió, pero su cara no cesaba de agitarse. Sus ojos buscaron y localizaron a Jeremy Vinney-. No se lo diste, ¿verdad? Dijiste que lo harías, pero no fue así. ¿Qué has hecho con el collar?