Le quemaban los ojos y su corazón latía violentamente, y durante un momento prefirió ignorar que la sargento Havers le estaba hablando. Su voz se quebró de dolor.
– ¡Se sacó ese maldito trasto! ¡Dios mío, inspector, debió sacárselo él mismo!
Lynley vio que se había acercado a la caldera. Estaba arrodillada en el suelo, indiferente al agua, con un trozo de toalla en la mano. Lo utilizó para levantar algo del charco y Lynley observó que era un cuchillo de cocina, el mismo cuchillo que había visto en las manos de la cocinera de Westerbrae tan sólo unas pocas horas antes.
Capítulo 8
Como no había suficiente espacio en la trascocina, el inspector Macaskin se dedicó a pasear por la cocina. Recorrió con la mano izquierda la mesa que ocupaba el centro de la estancia; se mordía los dedos de la derecha con maligna concentración. Sus ojos se trasladaron desde las ventanas que reflejaban su propia imagen hasta la puerta cerrada que conducía al comedor, desde donde oía el llanto ingobernable de una mujer y la voz encolerizada de un hombre. Los padres de Gowan Kilbride, llegados de Hillview Farm, se hallaban reunidos con Lynley y descargaban sobre él sin piedad la furia de su dolor. En el piso superior, encerrados de nuevo bajo llave, los sospechosos esperaban a que la policía les llamase. «De nuevo», pensó Macaskin. Se maldijo en voz alta, atormentado por la convicción de que Gowan Kilbride seguiría vivo si no hubiera insinuado que les dejaran salir de la biblioteca para cenar.
Macaskin giró sobre sus talones cuando la puerta de la trascocina se abrió y St. James salió, acompañado del médico forense de Strathclyde. Corrió a su encuentro. Detrás de ellos, vio que dos técnicos continuaban trabajando en la pequeña habitación, haciendo lo que podían para recoger las pruebas que no habían sido destruidas por el agua y el vapor.
– Hasta que se haya efectuado una autopsia completa, me inclino por la rama derecha de la arteria pulmonar -murmuró el médico a Macaskin. Se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Macaskin le dirigió una mirada interrogativa a St. James.
– Es posible que se trate del mismo asesino -dijo St. James, asintiendo con la cabeza-. Con la mano derecha. Una puñalada.
– ¿Hombre o mujer?
– Yo diría que un hombre, pero no descartaría la posibilidad de que sea una mujer.
– En todo caso, sea quien fuere posee una fuerza considerable.
– O experimenta potentes descargas de adrenalina. Podría haberlo hecho una mujer motivada.
– ¿Motivada?
– Rabia ciega, pánico, miedo.
Macaskin se mordió con demasiada violencia un dedo, y el sabor de la sangre acudió a sus labios.
– ¿Pero quién? ¿Quién? -preguntó inútilmente.
Cuando Lynley abrió la puerta de la habitación de Robert Gabriel, encontró al hombre sentado como un prisionero solitario en su celda. Había escogido la silla más incómoda del cuarto, y se hallaba inclinado, los brazos apoyados sobre las piernas y las manos bien manicuradas colgando.
Lynley había visto a Gabriel en escena, y recordaba con especial admiración su interpretación de Hamlet cuatro temporadas atrás, pero el hombre que tenía delante era muy diferente del actor que había subyugado al público con la psique torturada de un príncipe danés. A pesar de que no rebasaba en mucho los cuarenta, el aspecto de Gabriel empezaba a deteriorarse. Tenía bolsas bajo los ojos y una capa de grasa permanente se había establecido alrededor de su cintura. Llevaba el pelo bien cortado y peinado, pero la laca que lo moldeaba al estilo moderno no conseguía disimular que raleaba; parecía artificial, como si acentuara el color con algún producto. Sobre su coronilla empezaba a formarse una pequeña pero creciente tonsura. Vestido a la moda juvenil, Gabriel se decantaba por camisas y pantalones de un color y textura que parecían más apropiados para pasar un verano en Miami que un invierno en Escocia. Existían contradicciones, síntomas de inestabilidad en un hombre del que cabía esperar confianza en sí mismo y serenidad.
Lynley indicó con un gesto de la cabeza a Havers que se acomodara en una segunda silla, en tanto él permanecía de pie. Eligió un punto cercano a una hermosa cómoda de madera dura, desde el que podía observar a sus anchas el rostro de Gabriel.
– Hábleme de Gowan -dijo.
La sargento pasó las páginas de su bloc.
– Siempre pensé que mi madre hablaba como la policía -fue la cansada respuesta de Gabriel-. Veo que estaba en lo cierto -se frotó la nuca como para desentumecerla, se enderezó en la silla y tomó el reloj despertador de la mesilla de noche.
»Me lo regaló mi hijo. Fíjense en este objeto absurdo. Ni siquiera marca ya la hora exacta, pero no he sido capaz de tirarlo a la basura. Es lo que yo llamo devoción paternal. Mamá diría que es complejo de culpa.
– Tuvieron una discusión en la biblioteca a última hora de la tarde.
– Es cierto -rió despectivamente Gabriel-. Según parece, Gowan creía que me había dedicado a saborear un par de buenas cualidades de Mary Agnes. No le gustó nada.
– ¿Lo hizo usted?
– Por Dios, ahora me recuerda a mi ex esposa.
– Vaya. Sin embargo, no ha respondido a mi pregunta.
– Hablé con la chica -le replicó Gabriel-. Eso es todo.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. Ayer, en algún momento. Al poco de llegar. Yo estaba deshaciendo las maletas cuando llamó a la puerta, en teoría para entregarme toallas limpias que no necesitaba. Se quedó a charlar el rato suficiente para descubrir si yo conocía a alguno de los actores que se disputan encarnizadamente el primer puesto de su lista de maridos idóneos. -Gabriel aguardó con aire beligerante, pero continuó al no producirse una nueva pregunta-. ¡Está bien, está bien! Puede que la haya sobado un poco, es probable que la besara. No lo sé. -¿Puede que la haya sobado? ¿No sabe si la besó? -No le prestaba atención, inspector. Ignoraba que debería dar cuenta de todos mis segundos a la policía de Londres.
– Habla como si sobar y besar fueran actos reflejos -señaló Lynley con impasible cortesía-. ¿Qué necesita para recordar su comportamiento? ¿Seducción completa, intento de violación?
– ¡Está bien! ¡Ella se moría de ganas! Pero no maté al chico después.
– ¿Después de qué?
Gabriel tuvo la lucidez de parecer, al menos, inquieto.
– Dios mío, sólo la magreé. Quizá le metí la mano debajo de la falda, pero no me la llevé a la cama.
– Entonces no, al menos.
– ¡De ninguna manera! ¡Pregúnteselo a ella! Le dirá lo mismo que yo -se apretó los dedos contra las sienes, buscando alivio al dolor. Su cara, contusionada tras la escaramuza con Gowan, reflejaba agotamiento-. Escuche, no sabía que Gowan tenía el ojo puesto en la chica. Ni siquiera le había visto. No sabía que existía. En lo que a mí concierne, podía quedarse con la chica. Por Dios, si ni siquiera protestó. Le hubiera resultado difícil, porque estaba haciendo todo lo posible por disfrutar.
Un cierto orgullo, el que suelen exhibir los hombres aficionados a comentar sus conquistas sexuales, vibraba en la última frase del actor. Por pueril que la supuesta seducción parezca a los demás, el que habla siempre satisface algún deseo indefinido. Lynley se preguntó cuál era el de Gabriel.
– Hábleme de anoche -dijo.
– No tengo nada que decir. Tomé una copa en la biblioteca. Hablé con Irene. Después me fui a la cama.