– Considero que un paseo es un excelente sustituto de la botella, inspector -se limitó a decir Davies-Jones-. Anoche hubiera preferido la botella, con toda franqueza, pero un paseo me pareció una alternativa más inteligente.
– ¿Adonde fue?
– Por la carretera de Hillview Farm.
– ¿Vio a alguien? ¿Habló con alguien?
– No; de manera que nadie puede confirmar mis dichos. Lo comprendo muy bien. Sin embargo, eso es lo que hice.
– Por tanto, también comprenderá que, desde mi punto de vista, pudo utilizar el tiempo de muchas otras formas.
Davies-Jones mordió el cebo.
– ¿Como cuáles?
– Como apoderarse de lo que necesitaba para asesinar a su prima.
– Sí, supongo que pude hacerlo -sonrió desdeñosamente el escocés-. Bajo por la escalera trasera, atravieso la trascocina y la cocina, penetro en el comedor y tomo la daga sin que nadie me vea. El guante de Sydeham representa un problema, pero no dudo de que usted me explicará cómo me las arreglé para tomarlo sin que él se diera cuenta.
– Da la impresión de que conoce bastante bien la disposición de la casa -señaló Lynley.
– Así es. Dediqué las primeras horas de la tarde a examinarla. Me interesa la arquitectura, pero no lo considero un delito.
Lynley dio vueltas al vaso de whisky con aire pensativo.
– ¿Cuánto tiempo estuvo en el hospital?
– Yo diría que eso no es de su incumbencia, inspector.
– Todo lo relacionado con este caso es de mi incumbencia. ¿Cuánto tiempo pasó en el hospital a causa de su problema alcohólico?
– Cuatro meses -respondió Rhys, impávido.
– ¿Era un hospital privado?
– Sí.
– Debió de costarle mucho dinero.
– ¿Qué quiere decir, que apuñalé a mi prima para costearme las facturas con su dinero?
– ¿Joy tenía dinero?
– Claro que tenía dinero. Mucho dinero. Y ya puede estar tranquilo, porque no me ha legado nada.
– ¿Conocía, pues, los términos del testamento? La presión, la cercanía del alcohol y la encerrona a la que había sido arrastrado le hicieron reaccionar.
– ¡Sí, maldita sea! Ha dejado hasta la última libra a Irene y sus hijos. Eso no es lo que quería escuchar, ¿verdad, inspector? -aplastó con rabia el cigarrillo en el cenicero.
Lynley aprovechó la oportunidad que le ofrecía la cólera del hombre.
– El lunes pasado, Joy le pidió a Francesca Gerrafd que le diera a Helen Clyde la habitación contigua a la suya. ¿Sabe algo de eso?
– Que Helen… -Davies-Jones alargó la mano hacia sus cigarrillos, pero luego los apartó-. No. No se lo puedo explicar.
– ¿Puede explicarme cómo supo que Helen vendría, con usted este fin de semana?
– Debí decírselo. Es probable que lo hiciera.
– ¿Insinuó que le gustaría conocer a Helen? Un buen método sería pidiendo que las pusieran en habitaciones contiguas, ¿no?
– ¿Como colegialas? Una treta bastante burda para preparar un crimen, ¿no cree?
– Estoy ansioso por oír sus explicaciones.
– No se me ocurre ninguna, inspector. Pero yo diría que a Joy le interesaba Helen como amortiguador; alguien sin un interés específico en la producción, alguien que no iba a llamar a su puerta para hablar de los cambios en el argumento y la puesta en escena. Los actores son así. No le conceden un momento de respiro al autor.
– Por tanto, usted le habló de Helen. Usted le planteó la idea.
– No hice nada por el estilo. Me ha pedido una explicación. No puedo darle una mejor.
– Sí, por supuesto, excepto que no concuerda con el hecho de que la otra habitación contigua a la de Joy estaba ocupada por Joanna Ellacourt, que no era, precisamente, un amortiguador. ¿Cómo lo explica?
– Me es imposible. No tengo la menor idea de lo que Joy tramaba. Quizá ni ella misma lo sabía. Quizá no signifique nada y usted vaya buscando significados por todas partes.
Lynley asintió con la cabeza, indiferente a la colérica implicación.
– ¿Adonde fue esta noche cuando todo el mundo salió de la biblioteca?
– A mi habitación.
– ¿Qué hizo?
– Me duché y me cambié.
– ¿Y después?
Los ojos de Davies-Jones se desviaron hacia la botella de whisky. No se oía nada, salvo el ruido producido por uno de los ocupantes de la habitación. Era Macaskin, que sacaba un paquete de chicles del bolsillo.
– Fui a la habitación de Helen.
– ¿Otra vez?
– ¿Qué diablos insinúa? -Davies-Jones alzó la cabeza con brusquedad.
– Me parece que está bastante claro. Esa chica le ha proporcionado varias coartadas excelentes, ¿no? Primero anoche, y ahora también.
Davies-Jones le miró con incredulidad antes de estallar en carcajadas.
– Dios mío, es increíble. ¿Cree que Helen es imbécil? ¿Cree que es tan ingenua como para hacer eso por un hombre, no una vez sino dos? ¿En veinticuatro horas? ¿Por qué clase de mujer la toma?
– Sé perfectamente la clase de mujer que es Helen -respondió Lynley-. Absolutamente vulnerable a un hombre que proclama una debilidad que tan sólo ella puede curar. Utilizó ese truco, ¿verdad?, y se la llevó a la cama. Si ahora la hago bajar, descubriré sin lugar a dudas que lo de esta tarde ha sido otra variación sobre el emotivo tema de anoche.
– Y usted no puede soportar ese pensamiento, ¿verdad? Está tan enfermo de celos que dejó de ser objetivo en cuanto supo que me había acostado con ella. Enfréntese a los hechos, inspector, no los manipule para colgarme el muerto, puesto que tiene demasiado miedo para plantarme cara de otra forma.
Lynley se revolvió en su silla, pero Macaskin y Havers se levantaron al instante, consiguiendo que recuperase la cordura.
– Sacadle de aquí -dijo.
Barbara Havers esperó a que Macaskin condujera a Davies-Jones fuera de la habitación. Cuando estuvo segura de que se hallaban en completa intimidad, dirigió una larga y suplicante mirada a St. James. Éste se sentó con ellos a la mesa; Lynley había sacado sus gafas de leer y examinaba las notas de Barbara. Los vasos, los platos de comida a medio consumir, los ceniceros rebosantes y los cuadernos de notas diseminados proporcionaban a la estancia un aspecto de frenética actividad. El aire olía como si una infección lo habitase.
– Señor.
Lynley levantó la cabeza y Barbara vio con pena que parecía exhausto, exprimido por un rodillo de su propia invención.
– Echemos un vistazo a lo que tenemos -sugirió ella.
Lynley miró por encima de las gafas a Barbara, y después a St. James.
– Tenemos una puerta cerrada con llave -respondió con tono sereno-. Tenemos a Francesca Gerrard cerrándola con la única llave disponible, sin contar la que hay dentro de la habitación, sobre el tocador. Tenemos a un hombre en la habitación de al lado que puede entrar con toda facilidad. Ahora vamos a buscar un móvil.
«No», pensó Barbara débilmente. Habló con voz serena e imparcial.
– Ha de admitir que Helen y Joy fueron a parar a cuartos contiguos por casualidad. Ese hombre no pudo saberlo de antemano.
– ¿No? ¿Un hombre con un interés declarado por la arquitectura? Hay casas con habitaciones adyacentes esparcidas por todo el país. No es preciso un título universitario para adivinar que aquí había dos. O que Joy, después de pedir específicamente una habitación cerca de Helen, sería instalada en una de ellas. Imagino que nadie más telefoneó a Francesca Gerrard con peticiones de esa naturaleza.
– Tal como están las cosas por ahora, inspector -insistió Barbara-. La propia Francesca pudo asesinar a Joy. Estuvo en su habitación. Lo ha admitido. También pudo darle la llave a su hermano y dejar que él hiciera el trabajo.
– No hay manera de quitarle de la cabeza a lord Stinhurst, ¿verdad?
– No, no es eso.
– Ya que insiste en Stinhurst, ¿qué me dice de la muerte de Gowan? ¿Por qué le asesinó Stinhurst?