– No estoy afirmando que sea Stinhurst, señor -dijo Barbara, intentando contener la impaciencia, los nervios y su necesidad de proclamar a gritos el móvil de Stinhurst hasta que Lynley se viera obligado a aceptarlo-. En cuanto a eso, también pudo hacerlo Irene Sinclair, o Sydeham y la Ellacourt, puesto que ambos estuvieron solos. O Jeremy Vinney. Joy estuvo en su habitación un rato antes. Elizabeth nos lo dijo. Por lo que sabemos hasta el momento, deseaba a Joy, fue rechazado de plano, fue a su habitación y la mató en un acceso de ira.
– ¿Y cómo cerró la puerta con llave cuando salió?
– No lo sé. Quizá salió por la ventana.
– ¿En plena tormenta, Havers? Todavía lo está poniendo más difícil que yo -Lynley dejó caer las notas de Havers sobre la mesa, se quitó las gafas y se frotó los ojos.
– Sé que Davies-Jones pudo entrar, inspector. También sé que tuvo la oportunidad. Sin embargo, la obra de Joy Sinclair iba a resucitar su carrera, ¿no? El que Stinhurst retirase su apoyo a la obra no significaba para él que la obra no fuera a representarse. Podía financiarla otra persona. Por todo ello, tengo la impresión de que es la única persona de la casa con un motivo sólido para desear que la mujer siguiera viva.
– No -intervino St. James-. Hay otra, ya que habíamos de resucitar carreras agonizantes. Su hermana Irene.
– Me preguntaba cuánto tardaría en venir a verme.
Irene Sinclair se apartó de la puerta, caminó hacia su cama y se sentó, los hombros hundidos. En consonancia con lo avanzado de la hora se había cambiado para irse a dormir, y sus ropas, al igual que ella, eran comedidas: zapatillas de suela plana, bata de franela azul marino y, asomando por debajo, el cuello alto de un camisón blanco que se alzaba y descendía al compás de su respiración. Sin embargo, había algo extrañamente impersonal en dichas prendas. Eran útiles, sin duda, aunque se adherían con rigidez a una norma de recato asumido; eran frías hasta la exageración, como concebidas y moldeadas para mantener a raya la vida. Lynley se preguntó si la mujer rondaría alguna vez por la casa en téjanos y jersey viejos. Le pareció muy improbable.
El parecido con su hermana era notable. A pesar de que sólo había visto a Joy en fotografías tomadas después de muerta, Lynley reconoció en Irene los rasgos que había compartido con su hermana, rasgos inalterados por los cinco o seis años de edad que las separaban: pómulos salientes, frente amplia, mandíbula levemente cuadrada. Calculó que rebasaría apenas los cuarenta. Era una mujer escultural, con el tipo de cuerpo que las demás mujeres envidian y la mayoría de los hombres sueña con llevarse a la cama. Poseía un rostro digno de Medea y cabello negro que empezaba a encanecer en la parte izquierda de la frente. Cualquier mujer más insegura se lo habría teñido mucho tiempo antes. Lynley se preguntó si el pensamiento había cruzado por la mente de Irene. La observó en silencio. ¿Por qué demonios habría sentido Robert Gabriel la necesidad de descarriarse?
– Alguien le habrá dicho ya que mi hermana y mi marido tuvieron una aventura el año pasado, inspector -dijo la mujer en voz baja-. No es ningún secreto, de modo que no lamento su muerte como debería, como seguramente haré en algún momento. Ocurre que cuando dos personas a las que quieres destrozan tu vida, es difícil perdonar y olvidar. Joy no necesitaba a Robert. Yo sí. Me lo arrebató. Y todavía me duele cuando lo pienso, incluso ahora.
– ¿Había terminado esa aventura? -le preguntó Lynley.
Irene desvió su atención del lápiz de Havers y la dirigió hacia el suelo.
– Sí -la palabra poseía el aroma característico de una mentira, y prosiguió enseguida, como para ocultar el hecho-. Supe incluso cuándo empezó. Una de esas cenas en que la gente bebe demasiado y dice cosas que, de otra forma, no diría. Aquella noche, Joy declaró a los cuatro vientos que nunca había tenido a un hombre capaz de satisfacerla con un solo polvo. Estaba claro que Robert se lo iba a tomar como un desafío personal a resolver lo antes posible. A veces, lo que más me duele es que Joy no amaba a Robert. Nunca quiso a nadie después de que Alee Rintoul muriera.
– Rintoul se ha convertido en un tema recurrente esta noche. ¿Llegaron a estar comprometidos?
– De manera informal. La muerte de Alee cambió a Joy.
– ¿En qué forma?
– ¿Cómo se lo podría explicar? Fue como una llamarada, una explosión de rabia. Fue como si Joy decidiera consagrarse a la venganza después de morir Alee. Pero no para darse satisfacción, sino para destruirse y arrastrarnos a cuantos pudiera en su locura. Una enfermedad se apoderó de ella. Iba de hombre en hombre, uno detrás de otro, inspector. Los devoraba, odiosa y rapazmente. Como si ninguno pudiera hacerle olvidar a Alee y les desafiara de uno en uno a intentarlo.
Lynley se acercó a la cama y depositó los objetos encontrados en el bolso de Joy sobre la colcha. Irene los examinó sin demostrar el menor interés.
– ¿Eran de ella? -preguntó.
Lynley le tendió primero la agenda de Joy. Irene no parecía muy dispuesta a tomarla, como si encerrara una información a la que no deseaba acceder. Pese a todo, identificó cuantas anotaciones pudo: citas con un editor en Upper Grosvenor Street, el cumpleaños de Sally, la hija de Irene, el plazo que se había impuesto Joy para terminar tres capítulos de un libro.
Lynley señaló el nombre escrito a lo largo de toda una semana: «P. Green.»
– ¿Alguien nuevo en su vida?
– ¿Peter, Paul, Philip? No lo sé, inspector. Quizá fuera a marcharse de fin de semana con alguien, pero no sabría decirle. No nos hablábamos muy a menudo. Y cuando lo hacíamos, era sobre todo de negocios. No creo que me hubiera revelado la existencia de un nuevo hombre en su vida, aunque no me sorprendería saber que lo había. Habría sido más que típico en ella. Se lo aseguro -Irene, afligida, tocó con la punta de los dedos algunos objetos: la cartera, la caja de cerillas, los chicles, las llaves. No añadió nada más.
Sin apartar la vista de ella, Lynley apretó el botón de la pequeña grabadora. Irene se encogió apenas al oír la voz de su hermana. El aparato fue desgranando alegres comentarios, exclamaciones vehementes, planes para el futuro. Mientras escuchaba de nuevo a Joy Sinclair, Lynley no pudo evitar el pensamiento de que no parecía una mujer obsesionada por destruir a nadie. A mitad de la cinta, Irene se cubrió los ojos con la mano y bajó la cabeza.
– ¿Le sugiere algo lo que ha oído? -le preguntó Lynley.
Irene sacudió la cabeza con énfasis; una segunda y patente mentira.
Lynley aguardó. Irene intentaba desembarazarse de él, replegándose sobre sí misma física y emocionalmente, consumiéndose mediante un deliberado acto de voluntad.
– No puede enterrarla así, Irene -dijo el detective en voz baja-. Sé que lo desea, y comprendo la razón, pero sabe que si lo intenta su recuerdo la torturará para siempre -vio que se apretaba la cabeza con los dedos-. No ha de perdonarle por lo que le hizo, pero tampoco llegue al extremo de hacer algo que nunca se pueda perdonar.
– No puedo ayudarle -replicó Irene con voz alterada-. No lamento la muerte de mi hermana. ¿Cómo puedo ayudarle, si ni siquiera puedo ayudarme a mí misma?
– Puede ayudar diciéndome algo sobre esta cinta.
Sin piedad, sin escrúpulos, odiándose por hacerlo al mismo tiempo que lo reconocía como parte de su deber, Lynley puso la cinta por segunda vez. Irene no dijo nada cuando terminó. Lynley rebobinó la cinta y la puso de nuevo. Y otra vez.
La voz de Joy alimentaba la impresión de que había una cuarta persona en la habitación. Instaba. Reía. Acosaba. Suplicaba. Y rompió la resistencia de su hermana cuando sus palabras grabadas repitieron por quinta vez: «Por el amor de Dios, que mamá no se vuelva a olvidar de Sally este año.»
Irene se apoderó de la grabadora, manipuló los botones con torpeza hasta conseguir pararla y la arrojó sobre la cama, como si tocarla le contaminara.