– ¡La única razón por la que mi madre se acordaba del cumpleaños de mi hija es porque Joy se lo recordaba! -gritó. El dolor se reflejaba en su rostro, pero tenía los ojos secos-. ¡Y aun así la odiaba! ¡Odiaba a mi hermana cada minuto y deseaba que muriera! ¡Pero así no! ¡Oh, Dios mío, así no! ¿Sabe lo que es desear sobre todas las cosas que una persona muera, y que de repente ocurra, como si una deidad burlona escuchara tus deseos y sólo concediera los más absurdos?
Santo Dios, el poder de unas simples palabras. Él lo sabía. Por supuesto que lo sabía. Desde la oportuna muerte del amante de su madre en Cornualles, lo sabía de una forma que Irene Sinclair jamás confiaría en comprender.
– Da la impresión de que algo de lo que dice formara parte de una nueva obra. ¿Reconoce el lugar que describe? ¿La vegetación corrompida, el sonido de las ranas y las bombas de agua, la llanura?
– No.
– ¿Las circunstancias de la tormenta de invierno?
– ¡No!
– ¿El hombre que menciona, John Darrow?
El cabello de Irene describió un arco cuando apartó la cabeza.
– John Darrow -dijo Lynley, alertado por el brusco movimiento-. Ha reconocido el nombre.
– Joy habló de él anoche, durante la cena. Dijo algo acerca de invitar a cenar a un hombre melancólico llamado John Darrow.
– ¿Un nuevo romance?
– No, no lo creo. Alguien, creo que lady Stinhurst, le preguntó sobre su nuevo libro. Salió a relucir John Darrow. Joy reía como siempre, pormenorizando las dificultades que le planteaba el manuscrito; dijo que estaba intentando conseguir cierta información que necesitaba. Implicaba a ese John Darrow. Pienso que debe de estar relacionado con el libro.
– ¿El libro? ¿Se refiere a otra obra de teatro?
– ¿Obra? -el rostro de Irene se ensombreció-. No, lo ha entendido mal, inspector. Aparte de una primera pieza de hace seis años y la nueva obra para lord Stinhurst, mi hermana no escribía para el teatro. Escribía libros. Empezó como periodista, pero luego se dedicó al ensayo. Todos sus libros trataban sobre crímenes. Crímenes reales. Asesinatos, sobre todo. ¿No lo sabía?
«Asesinatos, sobre todo. Crímenes reales.» Por supuesto. Lynley se quedó mirando la pequeña grabadora, sin terminar de creerse que le hubieran ofrecido con tanta facilidad la pieza que faltaba al rompecabezas móvil medios oportunidad. Sin embargo, ya tenía lo que buscaba, lo que instintivamente sabía que encontraría. El móvil del asesinato. Todavía oscuro, a la espera de que los detalles le dieran una explicación coherente.
Y la conexión se hallaba también en la cinta, en las últimas palabras de Joy Sinclair: «¿Por qué no le pregunto a Rhys la mejor forma de abordarle? Sabe tratar a la gente.»
Lynley devolvió los objetos de Joy al bolso, sintiéndose más animado y, al mismo tiempo, encolerizado por lo que había ocurrido la noche anterior y por el precio que debería pagar para que la justicia se cumpliera.
Cuando Havers ya había salido al pasillo, las últimas palabras de Irene Sinclair le inmovilizaron en el umbral de la puerta. La mujer se encontraba de pie cerca de la cama, respaldada por el inofensivo papel pintado y rodeada por aquel dormitorio en que no faltaba el menor detalle. Una habitación confortable, que no la exponía a ningún riesgo, no lanzaba desafíos, no exigía nada. Parecía atrapada en su interior.
– En cuanto a esas cerillas, inspector -dijo-. Joy no fumaba.
Marguerite Rintoul, condesa de Stinhurst, apagó la luz del dormitorio. El gesto no nacía del deseo de dormir, pues sabía muy bien que el sueño le estaba negado. Era un último vestigio de vanidad femenina. La oscuridad ocultaba las arrugas que empezaban a socavar su piel. Gracias a ella se sentía protegida. Ya no era la matrona rechoncha de senos, en otro tiempo hermosos, que le caían casi hasta la cintura, de brillante cabello castaño producto de las manipulaciones y teñidos ejecutados por la mejor peluquera de Knightsbridge, de manos manicuradas que exhibían las manchas propias de la edad y ya no acariciaban absolutamente nada.
Dejó la novela sobre la mesilla de noche, de modo que la chillona portada se alineara con la delicada incrustación metálica embutida en la madera. Incluso en la oscuridad, el título del libro la miraba con lascivia: Salvaje pasión de verano. Tan patéticamente obvio, se dijo. Y también tan inútil.
Desvió la vista hacia el otro extremo de la habitación, donde su marido estaba sentado en un sillón de orejas junto a la ventana, absorto en la noche, en la débil luz de las estrellas que se filtraba a través de las nubes, en las amorfas sombras y formas que bailaban sobre la nieve. Lord Stinhurst estaba vestido, al igual que ella, sentada en la cama, apoyada contra la cabecera, cubiertas las piernas con una manta de lana. Se encontraba a menos de tres metros de él, pero les separaba un abismo de veinticinco años de secretos y silencios. Había llegado el momento de terminar con ello.
La sola idea de llevarlo a la práctica paralizaba a lady Stinhurst. Siempre pensaba en el aliento que aspiraba como el aliento que le permitiría por fin hablar, pero su educación, su pasado y su medio social conspiraban para estrangularla. Su forma de vivir no la había preparado para un sencillo acto de enfrentamiento.
Sabía que hablar ahora con su marido equivalía a arriesgarlo todo, a adentrarse en lo desconocido, a la posibilidad de estrellarse contra el muro insuperable de décadas de silencio. Por haber intentado antes tales vías de comunicación, sabía lo poco que cabía esperar de sus esfuerzos y el horrible peso que significaría su fracaso. Aun así, había sonado la hora.
Deslizó las piernas sobre el costado de la cama. Un mareo momentáneo le sorprendió al erguirse, pero pasó enseguida. Caminó poco a poco hacia la ventana, consciente de repente del frío que hacía en la habitación y de la desagradable tirantez de su estómago. Un sabor amargo le subió a la boca.
– Stuart -Lord Stinhurst no se movió. Su esposa eligió las palabras con todo cuidado-. Debes hablar con Elizabeth. Debes contárselo todo. Debes hacerlo.
– Según Joy, ya lo sabe. Como también lo sabía Alee.
Como siempre, las últimas palabras cayeron como una pesada cortina entre los dos, como puñetazos descargados sobre el corazón de lady Stinhurst. Aún le veía con toda nitidez, vivo, sensible, dolorosamente joven, marchando al encuentro de la terrorífica muerte destinada a Icaro, pero no fundiéndose, sino quemándose en el cielo. «No estamos destinados a sobrevivir a nuestros hijos -pensó-. Alee no, ahora no.» Había amado a su hijo, le había amado devota e instintivamente, pero invocar su recuerdo, como una herida en carne viva infligida a ambos que el tiempo sólo conseguía emponzoñar, siempre había sido uno de los métodos preferidos por su marido para poner fin a una conversación desagradable. Y siempre surtía efecto. Pero esta noche no.
– Sabe lo de Geoffrey, sí, pero no lo sabe todo. Aquella noche escuchó la discusión. Stuart, Elizabeth escuchó la pelea -Lady Stinhurst se interrumpió, anhelando una respuesta, anhelando una señal indicadora de que podía continuar sin temor. El guardó silencio. La mujer insistió-. Has hablado con Francesca esta mañana, ¿no es cierto? ¿Te ha contado la conversación que tuvo anoche con Elizabeth, después de la lectura?
– No.
– Pues yo lo haré. Elizabeth te vio marchar aquella noche, Stuart. Alec y Joy también te vieron. Todos estaban mirando desde una ventana de arriba -la voz de lady Stinhurst flaqueó, pero se obligó a seguir-. Ya sabes cómo son los niños. Ven algo, oyen algo, y se imaginan el resto. Querido, Francesca dijo que Elizabeth está convencida de que mataste a Geoffrey. Por lo visto, lo cree desde… desde la noche en que ocurrió.
Stinhurst no contestó. No se percibía ningún cambio en él, ni en el ritmo de su respiración, ni en su postura erguida, ni en la mirada fija en los terrenos nevados de Westerbrae. Su esposa, vacilante, apoyó los dedos sobre su hombro. Él se apartó. Ella dejó caer la mano.