– Stuart, por favor -Lady Stinhurst se odió por el temblor que agitaba sus palabras, pero ya no podía detenerlas-. Debes decirle la verdad. ¡Se ha pasado veinticinco años creyendo que eres un asesino! No puedes permitir que esto continúe. ¡No puedes hacerlo, Dios mío!
Stinhurst no la miró. Habló en voz muy baja.
– No.
Ella se resistió a creerle.
– ¡No asesinaste a tu hermano! ¡Ni siquiera fuiste el responsable! Hiciste lo que estuvo en tus manos…
– ¿Cómo puedo destruir los únicos recuerdos agradables que tiene Elizabeth? Al fin y al cabo, tiene muy pocos. Deja que los conserve, por el amor de Dios.
– ¿A costa de su amor por ti? ¡No! ¡No lo permitiré!
– Lo harás -su voz era implacable, revestida de la autoridad incuestionable que lady Stinhurst nunca había desobedecido. Pues desobedecer equivalía a salirse del papel interpretado durante toda su vida: hija, esposa, madre. Y nada más. Sostenía el concepto de que sólo existía un vacío más allá de las estrechas fronteras erigidas por aquellos que gobernaban su vida. Su marido habló de nuevo-. Vete a la cama. Estás cansada. Y necesitas dormir.
Como siempre, lady Stinhurst hizo lo que le mandaban.
Eran más de las dos de la mañana cuando el inspector Macaskin se marchó, prometiendo telefonear en cuanto tuviera los informes del forense y de las autopsias. Barbara Havers le vio partir y fue a reunirse en la sala de estar con Lynley y St. James. Estaban sentados a la mesa, con los objetos encontrados en el bolso de Joy Sinclair esparcidos frente a ellos. La grabadora sonaba de nuevo, y la voz de Joy desgranaba los fragmentos de mensajes que Barbara ya se sabía de memoria. Al oírlos ahora, se dio cuenta de que la grabación había adquirido la cualidad de una pesadilla repetitiva, y Lynley la de un hombre obsesionado. Sus ráfagas de intuición no parecían servirle para dar forma a la brumosa imagen de la ecuación crimen-móvil-culpable, sino que llevaban el sello de la invención, del intento de encontrar y acotar la culpabilidad allí donde sólo podía existir gracias a un enorme esfuerzo de imaginación. Barbara, por primera vez en aquel interminable y horrible día, empezó a sentirse inquieta. A lo largo de los meses que habían trabajado juntos, Barbara había llegado a comprender que, pese a su fachada y sofisticación externas, pese a sus tics de clase alta que ella tanto detestaba, Lynley seguía siendo el mejor inspector detective con el que había trabajado. Con todo, Barbara sabía por intuición Que estaba cimentando el caso sobre arenas movedizas. Se sentó y tomó la caja de cerillas que Joy Sinclair llevaba en el bolso para examinarla.
Llevaba una curiosa inscripción, sólo tres palabras: Wine's the Plough. El apostrofe era un vaso de cerveza invertido. «Original -pensó Barbara-. El tipo de recuerdo divertido que una toma, arroja dentro del bolso y olvida.» De todos modos, sabía que sólo era cuestión de tiempo que Lynley se aferrara a la caja como una prueba destinada a reforzar la culpabilidad de Davies-Jones. Porque Irene Sinclair había dicho que su hermana no fumaba. Y todos eran testigos de que Davies-Jones sí fumaba.
– Necesitamos pruebas materiales, Tommy -estaba diciendo St. James-. Sabes tan bien como yo que lo demás son puras conjeturas. Hasta las huellas dactilares de Davies-Jones en la llave pueden ser explicadas a partir de la declaración de Helen.
– Lo sé -replicó Lynley-. Pero hemos de esperar al informe forense del DIC de Strathclyde.
– Faltan unos cuantos días, como mínimo.
Lynley prosiguió como si su amigo no hubiera hablado.
– Estoy seguro de que descubriremos alguna prueba. Un cabello, una fibra. Sabes tan bien como yo que cometer el crimen perfecto es imposible.
– Aun así, si Davies-Jones estuvo previamente en la habitación de Joy, tal como Gowan declaró, ¿qué ganas encontrando un cabello o una fibra de su abrigo? Además, sabes tan bien como yo que el escenario del crimen se desnaturalizó al mover el cadáver, y no hay abogado en todo el país que no lo sepa también. En lo que a mí respecta, insisto en que es preciso descubrir el móvil. Las pruebas serán demasiado endebles. Sólo un móvil puede darles fuerza.
– Por eso me voy a Hampstead mañana. Tengo el presentimiento de que en el piso de Joy Sinclair se hallan las piezas del rompecabezas, dispuestas a encajar.
Barbara no daba crédito a sus oídos. Marcharse tan pronto era una insensatez.
– ¿Y Gowan, señor? Se olvida de lo que intentó decirnos. Dijo que no vio a nadie. Y luego me dijo que la única persona a la que vio anoche fue Davies-Jones. ¿No cree que estaba tratando de modificar su declaración?
– No terminó la frase, Havers -replicó Lynley-. Dijo dos palabras, no vi. ¿No vio a quién? ¿No vio qué? ¿A Davies-Jones? ¿Al coñac que en teoría llevaba? Esperaba verle con algo en la mano porque salió de la biblioteca. Imaginaba que sería licor, un libro. ¿Y si sólo creyó ver lo que vio? ¿Y si más tarde se dio cuenta de que vio algo muy diferente, el arma del crimen?
– Pero ¿y si no vio a Davies-Jones y trataba de decírnoslo? ¿Y si vio a otra persona vestida como Davies-Jones, tal vez con su abrigo? Habría podido ser cualquiera.
– ¿Por qué está tan decidida a demostrar que ese hombre es inocente? -le interrumpió Lynley con brusquedad.
Por el tono rudo Barbara adivinó la dirección que tomaban sus pensamientos, pero no estaba dispuesta a arrojar el guante.
– ¿Por qué está usted tan decidido a demostrar que es culpable?
Lynley agrupó las pertenencias de Joy.
– Busco al culpable, Havers. Es mi trabajo. Y creo que en Hampstead se hallan las pruebas. Esté preparada a las ocho y media.
Se dirigió hacia la puerta. Los ojos de Barbara suplicaron a St. James que mediara en un terreno inaccesible para ella, en que los lazos de la amistad eran más fuertes que la lógica y las leyes que gobiernan una investigación policial.
– ¿Estás seguro de que es prudente regresar a Londres mañana? -preguntó lentamente St. James-. Hay que pensar en la encuesta…
Lynley se volvió en el umbral de la puerta, el rostro oculto por las sombras del cavernoso vestíbulo.
– Como profesionales, Havers y yo no podemos declarar en Escocia. Macaskin se encargará de ello. En cuanto a los demás, anotaremos sus direcciones. No van a abandonar el país, puesto que el teatro londinense es su medio de subsistencia.
Se marchó sin añadir nada más. Barbara luchó por recobrar la voz.
– Creo que Webberly va a pedir su cabeza. ¿No puede detenerle?
– Lo único que puedo hacer es intentar razonar con él, Barbara. Tommy no es idiota. Su intuición casi nunca le engaña. Si cree que se encuentra tras la pista de algo, hemos de esperar a ver lo que descubre.
A pesar de la seguridad de St. James, Barbara tenía la garganta seca.
– ¿Existe la posibilidad de que Webberly le aparte del caso?
– Depende de cómo vayan las cosas.
Algo en su tono de reserva le dijo a Barbara cuanto deseaba saber.
– Piensa que está equivocado, ¿verdad? Usted también cree que es lord Stinhurst, ¿no? Por el amor de Dios, ¿qué le está pasando? ¿Qué le ha ocurrido, Simon?
St. James tomó la botella de whisky.
– Helen -se limitó a contestar.
Con la llave en la mano, Lynley vaciló ante la puerta de Helen. Eran las dos y media. Ya estaría dormida, y su intrusión no sería recibida de buen grado. Pero necesitaba verla. Y no se engañaba sobre el propósito de su visita. No tenía nada que ver con el trabajo policial. Llamó una vez, abrió la puerta y entró.
Lady Helen estaba levantada. Caminó hacia él, pero se detuvo al reconocerle. Lynley cerró la puerta. Al principio no dijo nada, contentándose con tomar nota de los detalles de la habitación y esforzándose en comprender su significado.