Helen se llevó la mano a la garganta y aferró el cuello de la blusa.
– ¿Ayudarte? Dios mío, antes prefiero morir.
Sus palabras y la amargura de su tono cayeron sobre Lynley como un mazazo. Iba a responder, pero no tuvo ocasión porque el agente llegó con una estufa eléctrica para resguardar a Helen del frío durante el resto de la noche.
Capítulo 9
Barbara Havers se detuvo en el amplio sendero, antes de entrar en la casa. La nieve caída durante la noche no era muy abundante, insuficiente para cortar las carreteras. Pese a ello, no era cómodo ni fácil caminar por los terrenos de la finca. Con todo, después de una noche de insomnio, se había despertado al alba para pasear por la nieve, decidida a terminar con la confusión de lealtades que le atormentaba.
La lógica indicaba a Barbara que su responsabilidad fundamental la debía a New Scotland Yard. Plegarse en este momento a los procedimientos, a las disposiciones judiciales y a las reglas del Cuerpo le daría más posibilidades de ascender cuando se produjera una vacante de inspector. Al fin y al cabo, se había examinado el mes pasado (y juraría que esta vez había aprobado) y los cuatro últimos cursos en el centro de entrenamiento los había saldado con las máximas calificaciones. Si jugaba sus cartas con prudencia, no encontraría mejor oportunidad de promocionarse.
Thomas Lynley le estaba poniendo las cosas difíciles. Barbara había compartido con él prácticamente todas sus horas de trabajo durante los quince meses precedentes, y no olvidaba las cualidades que le habían convertido en un soberbio miembro del Cuerpo, un hombre que había ascendido de agente a inspector detective, pasando por sargento, en sus primeros cinco años de servicios. Era perspicaz e intuitivo, dotado de humor y compasión, y apreciado por sus colegas. Además, el superintendente Webberly había depositado su confianza en él. Barbara sabía que tenía mucha suerte de trabajar con Lynley, sabía que debía creer en él a pies juntillas. Lynley aguantaba sus arranques de mal humor, escuchaba con estoicismo sus desvaríos, incluso cuando dirigía sus ataques más virulentos contra él y, a pesar de todo, la animaba a pensar por su cuenta, a ofrecerle sus opiniones, a mostrar su desacuerdo sin ambages. No se parecía a ningún otro oficial que ella hubiera conocido. Estaba en deuda con él, y no sólo por haberle reintegrado al DIC después de que la retirasen de la patrulla uniformada quince meses atrás.
Y ahora se veía en la disyuntiva de decidir a quién debía su lealtad, a Lynley o al ascenso en su carrera. Pues durante su paseo matinal por los bosques había descubierto por casualidad algo que sin duda formaba parte del rompecabezas, y debía decidir lo que iba a hacer con ello. Más aún, decidiera lo que decidiese, debía comprender exactamente qué significaba.
La gélida pureza del aire aguijoneaba a Barbara en la nariz, la garganta, las orejas y los ojos, pero respiró hondo cinco o seis veces. El brillante reflejo del sol sobre la nieve le hizo parpadear. Atravesó con dificultades el sendero, plantó sus pies con firmeza en los peldaños de piedra y entró en el enorme vestíbulo de Westerbrae.
Eran cerca de las ocho. Había movimiento en la casa; pasos en el corredor superior y el sonido de llaves que giraban en sus cerraduras. El olor a bacón y el profundo aroma a café prestaban normalidad a la mañana, como si los acontecimientos de treinta y dos horas antes pertenecieran a una pesadilla. Un suave murmullo de voces se filtraba desde el salón. Al entrar, Barbara vio a lady Helen y a St. James sentados en el extremo este de la estancia, bañados por la luz del sol, compartiendo café y conversación. Estaban solos. Mientras hablaban les observaba, St. James sacudió la cabeza y posó un momento su mano sobre el hombro de lady 11 cien. Fue un gesto de infinita ternura, de comprensión, una ratificación sin palabras de la amistad que les unía y les hacía más fuertes, más capacitados juntos que por separado.
Al contemplar la escena, Barbara pensó en lo fácil que resultaba tomar una decisión a la luz de la amistad. Entre Lynley y su carrera no había elección posible. Su carrera no existiría sin él. Atravesó la sala para reunirse ion ellos.
Ambos tenían el aspecto de no haber dormido en i oda la noche. Las arrugas de St. James se veían más profundas que de costumbre. La suave piel de lady Helen parecía frágil, como una gardenia que fuera a marchitarse al menor roce. St. James empezó a ponerse en pie para saludar a Barbara, pero ésta rechazó el gesto de cortesía con un movimiento de la mano.
– ¿Puede acompañarme fuera? -preguntó-. He descubierto algo en el bosque que tal vez le interese ver.
El rostro de St. James reflejó el temor de no poder caminar por la nieve resbaladiza. Barbara se apresuró a tranquilizarle.
– Una parte del camino es de ladrillos, y yo que he practicado un sendero en el bosque mientras andaba. Sólo está a unos sesenta metros.
– ¿Qué es? -preguntó lady Helen.
– Una tumba -contestó Barbara.
Habían plantado el bosque al sur del sendero que daba la vuelta a la gran mansión. No se trataba del tipo de arboleda que crecía espontáneamente en aquella región de Escocia, sembrada de páramos. Había robles ingleses y sésiles, hayas, nogales y sicómoros mezclados con pinos. Una estrecha senda discurría entre ellos, señalizada mediante círculos de pintura amarilla en los troncos de los árboles.
En el aire reinaba ese silencio sobrenatural que nace del aislamiento producido por la nieve al depositarse sobre las ramas y la tierra. El viento estaba en calma y, a pesar de que el motor de un coche interrumpió por un momento la quietud, se desvaneció enseguida. Sólo se oía el incesante rumor de las aguas del lago, que se hallaba a unos veinte metros a su izquierda, al final de la pendiente. Caminar no era fácil, y aunque la sargento Havers había practicado una senda rudimentaria a través del bosque, la nieve era espesa y el terreno irregular, poco apropiado para un hombre que ya tenía bastantes dificultades en superficies llanas y secas.
Tardaron quince minutos en recorrer un trayecto que, en circunstancias normales, sólo les habría insumido cuatro. A pesar de que Helen le prestaba el apoyo de su brazo, St. James tenía el rostro cubierto de sudor cuando por fin Havers les desvió por una bifurcación que ascendía a través de un soto hasta una loma. El exuberante follaje del verano probablemente ocultaba la loma y la bifurcación a la vista de cualquiera que viniera por el sendero principal de la casa, pero en invierno las hortensias que habrían exhibido una profusión de flores rosas y azules, y los nogales que habrían creado una pantalla protectora verdosa, estaban desnudas, permitiendo acceder a la cumbre de la loma. La zona medía unos ocho metros cuadrados y estaba delimitada por una valla de hierro cubierta de nieve, disimulando de esta forma que la valla había sucumbido mucho tiempo atrás a la herrumbre.
– ¿Qué demonios hace esta tumba aquí? -dijo Helen-. ¿Hay alguna iglesia por aquí cerca?
Havers señaló hacia el sur, siguiendo la dirección del sendero principal.
– Hay una capilla clausurada y un panteón familiar no muy lejos, y un antiguo muelle en el lago, justo debajo. Parece que iban en barca a los entierros.
– Como los vikingos -comentó St. James con aire ausente-. ¿Qué hay aquí, Barbara? -abrió la portezuela y dio un respingo cuando el metal chirrió. Sobre la nieve se veían huellas de pisadas.
– Eché un vistazo -explicó Barbara-. También fui a ver la capilla familiar. Cuando me topé con esto en el camino de vuelta sentí curiosidad. Vayan a verlo y díganme qué opinan.
Mientras Havers esperaba en la puerta, St. James y lady Helen se acercaron a la solitaria lápida, que se erguía en la nieve como un augurio gris. La rama desnuda de un olmo rozaba su extremo superior. La piedra no era tan antigua como las que solían encontrarse en sepulturas similares por todo el país. Sin embargo, estaba muy abandonada, a juzgar por los restos negruzcos de líquenes que devoraban la talla, y St. James supuso que, en pleno verano, perifollo y malas hierbas crecerían a sus anchas en el recinto. Con todo, las letras grabadas sobre la piedra eran legibles, aunque estaban algo borradas por la intemperie y el descuido.