Geoffrey Rintoul, vizconde Corleagh 1914-1963
Examinaron en silencio la solitaria tumba. Un trozo compacto de nieve cayó de la rama y se desintegró contra la piedra.
– ¿Es el hermano mayor de lord Stinhurst? -preguntó lady Helen.
– Eso parece -contestó Havers-. Muy curioso, ¿verdad?
– ¿Por qué? -Los ojos de St. James exploraron el recinto, buscando más tumbas.
No había ninguna.
– Porque la casa familiar está en Somerset, ¿no?
– En efecto. -St. James sabía que Havers le estaba escrutando, sabía que intentaba averiguar cuánto le había contado Lynley de su conversación privada con lord Stinhurst. Trató de fingir desinterés.
– Entonces, ¿qué hace Geoffrey enterrado aquí? ¿Por qué no está en Somerset?
– Creo que murió aquí -respondió St. James.
– Sabe tan bien como yo que los nobles entierran a los suyos en cementerios familiares, Simon. ¿Por qué no hicieron lo mismo con este cuerpo? Si me va a decir que no les fue posible, ¿por qué no le enterraron en el cementerio de los Gerrard, unos cientos de metros más adelante?
St. James escogió las palabras con cuidado.
– Tal vez amaba este lugar, Barbara. Es tranquilo, y en verano ha de ser muy hermoso, con el lago a sus pies. No se me ocurre otra cosa.
– ¿Ni siquiera considerando que este hombre, Geoffrey Rintoul, era el hermano mayor de Stinhurst y, por tanto, el legítimo lord Stinhurst?
St. James arqueó las cejas con aire burlón.
– No estará insinuando que lord Stinhurst asesinó a su hermano para quedarse con el título… Porque, en ese caso, si deseaba encubrir el crimen, lo más sensato habría sido llevar el cadáver a casa y enterrarlo con las debidas pompa y circunstancia en Somerset.
Lady Helen había escuchado el intercambio de réplicas sin intervenir, pero habló cuando se mencionó la cuestión del entierro.
– Aquí hay algo extraño, Simon. El marido de Francesca Gerrard, Phillip, tampoco está enterrado en el cementerio familiar, sino en una pequeña isla del lago, a poca distancia de la orilla. Vi la isla desde la ventana de mi cuarto nada más llegar, y cuando le comenté a Mary Agnes que había visto una tumba de lo más extravagante, me contó la historia. Según la muchacha, Phillip, el marido de Francesca Gerrard, insistió en ser enterrado allí. Insistió, Simon. Así lo estableció en su testamento. Creo que forma parte del folclore local, porque Gowan me dijo exactamente lo mismo apenas un cuarto de hora después, cuando me subió las maletas.
– Pues ya está -indicó Havers-. Algo muy extraño sucede en estas dos familias. No puede aducir que aquí hay un cementerio familiar de los Rintoul, porque no existen más tumbas. Además, los Rintoul ni siquiera son escoceses. No enterrarían aquí a un miembro de su familia a menos que…
– Se vieran obligados -murmuró lady Helen.
– O lo desearan así -concluyó triunfalmente Havers. Atravesó el recinto y se plantó frente a St. James-. El inspector Lynley le habló del interrogatorio de lord Stinhurst, ¿no?, le contó todo cuanto dijo Stinhurst. ¿Qué ocurre?
St. James consideró por un momento la posibilidad de mentir a Havers. También consideró la posibilidad de decirle la cruda verdad: que Lynley se lo había dicho de forma confidencial y no era asunto de ella. Sin embargo, tenía el presentimiento de que Havers no les había arrastrado a esta excursión para intentar culpar a Stuart Rintoul, lord Stinhurst, de los asesinatos perpetrados los dos últimos días. No le habría costado nada insistir en que el propio Lynley examinara la solitaria tumba, aduciendo su cojera. El hecho de que Havers no hubiera procedido de esta manera le sugería a St. James dos cosas: o estaba reuniendo pruebas por su cuenta para intentar destacarse y denigrar a Lynley ante sus superiores de Scotland Yard, o buscaba su ayuda para impedir que Lynley cometiera una grave equivocación.
Havers le dio la espalda y se alejó.
– Muy bien. No debí preguntárselo. Usted es su amigo, Simon. Claro que se lo contó. -Se caló la gorra con rudeza para que le cubriera la frente y las orejas y miró con tristeza hacia el lago.
St. James decidió que merecía saber la verdad. Merecía el tributo de la confianza de alguien y la oportunidad de demostrar que era digna de ella. Le contó la historia de lord Stinhurst tal como Lynley se la había relatado.
Havers le escuchó, arrancando un par de hierbas muertas de la valla mientras St. James desgranaba la tortuosa saga de amor y traición que concluyó con la muerte de Geoffrey Rintoul. Entornó los ojos, deslumbrados por el brillo de la nieve sobre el sol, y los clavó en la sepultura. Cuando St. James terminó, le hizo una sola pregunta.
– ¿Lo cree?
– No se me ocurre por qué un hombre de la posición de lord Stinhurst iba a difamar a su esposa delante de un desconocido. Ni siquiera para salvar su piel -añadió, anticipándose a los reparos de Havers.
– ¿Demasiado noble para ello? -preguntó ella en tono cortante.
– No. Demasiado orgulloso.
– Pues si es una cuestión de orgullo, como dice usted, una cuestión de guardar las apariencias, ¿no habría guardado las apariencias al ciento por ciento?
– ¿Qué quiere decir?
– Si lord Stinhurst quería fingir que todo era status quo, Simon -intervino lady Helen-. ¿No habría enterrado a Geoffrey en Somerset, además de mantener vivo su matrimonio durante todos estos años? De hecho, me parece que enterrar a su hermano en el panteón familiar le habría resultado a la larga menos doloroso que seguir casado durante treinta y seis años con una mujer que le había engañado con su propio hermano.
La típica clarividencia de Helen. St. James tuvo que admitirlo para sus adentros, aunque no lo manifestó. No quería hacerlo, evidentemente, pero la sargento Havers pareció leerlo en su rostro.
– Ayúdame a descubrir el secreto de la familia Rintoul, por favor -dijo con desesperación-. Simon, te juro que Stinhurst oculta algo. Y creo que el inspector Lynley ha renunciado a averiguarlo. Quizá por orden del Yard. No lo sé.
St. James, atrapado entre la confianza de Lynley y la inalterable convicción de Barbara en la culpabilidad de Stinhurst, vaciló, pensando en las dificultades que iba a crearse si le ayudaba.
– No será fácil. Si Tommy averigua que te has puesto a investigar por tu cuenta, Barbara, lo pagarás caro. Insubordinación.
– El DIC te echará -añadió lady Helen en voz baja-. Volverás a la calle.
– ¿Creéis que no lo sé? -el rostro de Havers, aunque pálido, reflejaba resolución-. ¿A quién van a echar si descubren que se han encubierto ciertas cosas? Podrían salir a la luz gracias a los esfuerzos de algún periodista, Jeremy Vinney, por ejemplo. De esta forma, si sólo yo investigo a Stinhurst, el inspector queda protegido. Todo el mundo supondrá que me ordenó hacerlo.
– Te preocupa Tommy, ¿verdad?
Havers eludió la repentina pregunta de lady Helen.
– Me paso el tiempo odiando a ese odioso petimetre -respondió-. Pero si le despiden no será por culpa de un idiota como Stinhurst.
La ferocidad de su réplica hizo sonreír a St. James.
– Te ayudaré -dijo-. Puede valer la pena.
Solamente había un ocupante en el comedor cuando Lynley entró, a pesar de que sobre el amplio bufete de nogal se habían dispuesto varios escalfadores, de los que emanaban olores típicos del desayuno, desde arenques ahumados a huevos. Elizabeth Rintoul daba la espalda a la puerta y no se volvió para ver quién se reunía con ella para desayunar, como indiferente al sonido de las pisadas. Clavó el tenedor en la única salchicha de su plato y le dio vueltas, examinando el serpenteante reguero de grasa que dejaba en el plato. Lynley se proveyó de una taza de café y una tostada fría, y se sentó a la mesa.