Supuso que la mujer se había vestido para el viaje de regreso a Londres con sus padres. Sin embargo, al igual que sus prendas de la noche anterior, la falda negra y el jersey de punto gris le venían anchos, y aunque llevaba medias de malla negra a juego, una pequeña carrera en el tobillo amenazaba con expandirse a medida que avanzara el día. Sobre el respaldo de la silla colgaba una curiosa capa de color azul noche, larga hasta los pies, el tipo de prenda estilo Sarah Woodruff ideal para impresionar a la concurrencia del Cobb. No encajaba en absoluto con la personalidad de Elizabeth.
En cuanto Lynley se sentó frente a ella, resultó evidente que no deseaba pasar un rato con él. Empujó hacia atrás la silla, impertérrita, y empezó a levantarse.
– Me han dado a entender que Joy Sinclair mantuvo relaciones con su hermano Alee durante un tiempo -observó Lynley, como si la mujer no se hubiera movido.
Los ojos de Elizabeth no se apartaron del plato. Volvió a sentarse y empezó a cortar la salchicha en finas láminas, sin probar bocado. Sus manos eran extraordinariamente grandes, incluso para una mujer de su envergadura, protuberantes y carentes de gracia en sus nudillos. Lynley advirtió que estaban surcados de profundos arañazos. Databan de hacía varios días.
– Gatos -dijo Elizabeth con voz casi hosca. Lynley decidió no responder a la evasiva palabra, y ella prosiguió-. Me está mirando las manos. Mis gatos me arañaron. No les gusta que se les interrumpa cuando copulan, pero prefiero que ciertas actividades no se desarrollen en mi cama.
Un comentario cuyo doble sentido inconsciente era muy revelador. Lynley se preguntó qué conclusiones extraería un analista.
– ¿Deseaba que Joy se casara con su hermano?
– Ahora ya no importa, ¿verdad? Alee murió hace años.
– ¿Cómo se conocieron?
– Joy y yo íbamos juntas a la escuela. A veces pasaba las vacaciones entre trimestres en mi casa. Y Alee estaba allí.
– ¿Y se enrollaron?
Elizabeth levantó bruscamente la cabeza. Lynley se maravilló de que un rostro de mujer pudiera resultar tan desprovisto de expresión. Parecía una máscara pintada con mano inexperta.
– Joy se enrollaba con todos los hombres, inspector. Era su don especial. Mi hermano fue uno más de una larguísima lista de predecesores.
– Sin embargo, tengo la impresión de que le tomó más en serio que a los demás.
– Por supuesto. ¿Por qué no? Alee le declaraba su amor con frecuencia, como un perfecto imbécil, al mismo tiempo que le masajeaba su ego. ¿Y cuántos más podían ofrecerle la promesa de llegar a ser condesa de Stinhurst cuando papá falleciera? -Elizabeth hizo un dibujo en el plato con los trozos de salchicha.
– ¿Se vio alterada su amistad por la relación que Joy sostenía con su hermano?
La mujer lanzó una carcajada similar a una ráfaga de viento furioso.
– Nuestra amistad venía determinada por Alee, inspector. Una vez muerto, yo dejé de serle útil a Joy Sinclair. De hecho, sólo volví a verla una vez después de los funerales de Alee. Luego desapareció sin dejar rastro.
– Hasta este fin de semana.
– Sí. Hasta el actual fin de semana. Así era nuestra amistad.
– ¿Tiene por costumbre acompañar a sus padres en viajes relacionados con el teatro?
– De ninguna manera, pero aprecio a mi tía. Era una oportunidad de verla. Por eso vine -una desagradable sonrisa cruzó la boca de Elizabeth, hizo estremecer su nariz y desapareció-. No hay que olvidar, por supuesto, el plan de mamá para enrollarme con Jeremy Vinney. Y no podía desengañar su esperanza de que este fin de semana, por fin, iban a desflorar mi rosa, si la metáfora no le parece excesiva.
Lynley ignoró la insinuación.
– Su familia conoce a Vinney desde hace mucho tiempo -concluyó.
– ¿Mucho tiempo? Conoce a papá desde el principio de los tiempos, a ambos lados de las candilejas. Hace años, en provincias, se vanagloriaba de ser el sucesor de Olivier, pero papá le puso las peras a cuarto, de modo que Vinney se dedicó a la crítica de teatro, donde sigue todavía, machacando alegremente cada año todas las obras que puede. Pero esta nueva obra… Bueno, mi padre le tenía mucho cariño. La reapertura del Agincourt y todo eso. Supongo que mis padres querían que viniera para asegurarse buenas críticas. Ya sabe a qué me refiero, sólo en el caso de que Vinney decidiera aceptar un… soborno muy poco apetecible, digamos -señaló su cuerpo con un brusco movimiento de la mano-. Mi persona a cambio de un comentario favorable en el Times. Satisfaría las necesidades de mis padres, ¿entiende? El deseo de mi madre de colocarme por fin. El deseo de mi padre de conquistar Londres.
Había vuelto con toda deliberación al tema anterior, pese a los esfuerzos de Lynley por llevar la conversación hacia otros derroteros. El accedió a seguirle la corriente.
– ¿Por eso fue a la habitación de Jeremy Vinney la noche que Joy murió?
Elizabeth levantó la cabeza.
– ¡Claro que no! Ese enano baboso con dedos como salchichas peludas -clavó el tenedor en el plato-. Por mí, Joy podía quedarse con ese monstruo. Pienso que es patético, siempre haciendo la pelota a la gente del teatro, confiando en que su cercanía le proporcionará el talento del que careció para triunfar en el escenario hace años. ¡Patético! -la súbita explosión de rabia pareció desconcertarla. Como para negarlo, desvió la mirada y dijo-. Bueno, quizá por eso mamá le consideró un candidato idóneo para mí. Dos burbujas patéticas derivando juntas hacia el ocaso. Dios, qué imagen tan romántica.
– Pero fue a su habitación…
– Buscaba a Joy, por culpa de tía Francie y sus jodidas perlas. Ahora que lo pienso, es probable que mamá y tía Francie lo hubieran planeado de antemano. Joy habría salido como un rayo de la habitación, contentísima con su nueva adquisición, y me habría dejado sola con Vinney. Estoy segura de que mamá ya había acudido a su habitación con pétalos de flores y agua bendita; tan sólo faltaba el acto en sí. Qué pena. Tantos esfuerzos para nada.
– Parece muy segura de lo que sucedió entre ellos en la habitación de Vinney. Tengo mis dudas. ¿Vio a Joy? ¿Está segura de que se hallaba con él? ¿Está segura de que no era otra persona?
– Yo… -Elizabeth se interrumpió. Jugueteó con el cuchillo y el tenedor-. Claro que era Joy. Les oí, ¿no?
– Pero no la vio.
– ¡Oí su voz!
– ¿Susurrando? ¿Murmurando? Era tarde. Hablaría en voz baja, ¿verdad?
– ¡Era Joy! ¿Quién, si no? ¿Y qué otra cosa podían estar haciendo a medianoche, inspector? ¿Leer poesía? Créame, cuando Joy iba a la habitación de un hombre era con una única idea en su mente. Lo sé.
– ¿Hacía eso con Alee cuando le visitaba en su casa?
Elizabeth apretó los labios. Devolvió la atención a su plato.
– Dígame qué hizo cuando salió de la lectura la otra noche.
Elizabeth dibujó un triángulo perfecto con los trozos de salchicha. Después empezó a cortar los trozos circulares por la mitad. Lo hizo poco a poco y con gran concentración. Pasó un momento antes de que respondiera.
– Fui a ver a mi tía. Estaba disgustada. Quería consolarla.
– Le tiene mucho cariño.
– Parece sorprendido, inspector, como si fuera un milagro que apreciase a alguien. ¿No es cierto? -ante la negativa de Lynley a seguirle la corriente, la mujer soltó el cuchillo y el tenedor, empujó la silla hacia atrás y le miró desafiante-. Acompañé a tía Francie a su habitación. Le apliqué una compresa en la frente. Charlamos.