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– ¿Sobre qué?

Elizabeth sonrió por última vez, pero fue una reacción que inexplicablemente pareció conjugar la diversión con la idea de haber vencido a un enemigo.

– Sobre «El viento entre los sauces», si tanto le interesa. Conoce la historia, ¿no? El sapo, el tejón, la rata y el topo -se puso en pie, se puso la capa sobre los hombros-. Bien, inspector, si no desea nada más, tengo muchas cosas que hacer esta mañana.

Y se marchó. Lynley oyó el eco de sus carcajadas en el vestíbulo.

Irene Sinclair acababa de saber la noticia cuando Roben Gabriel la localizó en lo que Francesca Gerrard, con franco optimismo, llamaba la sala de juegos. La habitación, situada tras la última puerta del pasillo inferior noreste, y casi oculta detrás de una pila de prendas en desuso, estaba completamente aislada y, una vez dentro, Irene agradeció el olor a moho y madera podrida, así como la acumulación de polvo y mugre. Era obvio que la renovación de la casa aún no había llegado a ese lejano rincón. Irene se alegró.

Una antigua mesa de billar ocupaba el centro de la habitación. El tapete estaba arrugado; las redecillas de los agujeros faltaban o estaban rotas. Había un estante con tacos de billar adosado a la pared. Irene los acarició con aire ausente mientras avanzaba hacia la ventana, desprovista de cortinas, lo que contribuía a acentuar la sensación de frío. Como no llevaba abrigo, se abrazó el cuerpo y se frotó los brazos con las manos, friccionando con fuerza las mangas de lana del vestido, experimentando una especie de dolor.

Poco había que ver desde la ventana, salvo un bosquecillo de alisos desnudos, más allá de los cuales despuntaba el techo de pizarra de un cobertizo para guardar barcas, que parecía brotar de un altozano como una excrecencia triangular. Era una ilusión óptica, inducida por el ángulo de la ventana y la altura del montículo. Irene reflexionó sobre la idea y las ilusiones que alentaba.

– Por el amor de Dios, Renie, te he buscado por todas partes. ¿Qué estás haciendo aquí?

Robert Gabriel cruzó la habitación en dirección a ella. Había entrado sin hacer ruido, consiguiendo cerrar la puerta combada en silencio. Llevaba puesto el abrigo y trató de explicar tal circunstancia.

– Estaba a punto de salir e iniciar una búsqueda -cubrió los hombros de Irene con el abrigo.

Era un gesto mínimo, pero Irene experimentó una clara repulsión a su tacto. Estaba tan cerca que podía oler su colonia y el último vestigio de café que el dentífrico no había eliminado. Se sintió enferma.

Gabriel no dio señales de advertirlo.

– Nos dejan marchar. ¿Sabes si han detenido a alguien?

– No. Ninguna detención. Todavía no -respondió ella, sin decidirse a mirarle.

– Hemos de estar disponibles para la encuesta, por supuesto será una terrible molestia ir y venir de Londres, pero siempre es mejor que quedarse en esta nevera. El agua caliente se ha terminado, y no es probable que reparen esa vieja caldera hasta dentro de tres días. Es demasiado para el cuerpo, ¿no?

– Te oí -dijo ella en un susurro, breve y desesperado. Sabía que él la estaba mirando.

– ¿Me oíste?

– Te oí, Robert. Te oí con ella la otra noche.

– Irene, ¿qué…?

– Tranquilo, no se lo diré a la policía. Nunca lo haría, ¿verdad? Imagino que por eso me buscabas, para asegurarte de que mi orgullo me mantendrá en silencio.

– ¡No! Ni siquiera sé de qué estás hablando. Estoy aquí porque quiero llevarte de vuelta a Londres. No quiero que te marches sola. No tiene sentido…

– Esto es lo más divertido -le interrumpió Irene con acritud-. La verdad es que vine por ti. Robert, pensaba que estaba en condiciones de volver contigo, que Dios me perdone. Incluso… -Su voz se quebró y, avergonzada, se apartó de él, como si de esta forma pudiera recuperar el dominio de sí misma-. Incluso te traje una fotografía de nuestro James. ¿Sabes que este año hizo el papel de Mercucio en la escuela? Puse en un doble marco una fotografía de James y otra de ti. ¿Te acuerdas de aquella foto que te hiciste vestido de Mercucio, hace muchos años? No os parecéis mucho, porque James ha heredado mi color de piel, pero creí que te gustaría tener las fotos. Sobre todo por James. No, me estoy mintiendo. Y juré anoche que dejaría de hacerlo. Quise traerte las fotos porque te odiaba y te quería y la otra noche, cuando estábamos juntos en la biblioteca, por un momento pensé que existía una oportunidad de…

– Renie, por el amor de Dios…

– ;No! ¡Os oí! ¡Hampstead otra vez! ¡Hasta el último detalle! Y dicen que la vida no se repite, ¿eh? ¡Qué burla tan repugnante! Sólo me hacía falta abrir la puerta para encontrarte por segunda vez poseyendo a mi hermana. Como el año pasado, con la única diferencia de que esta vez estaba sola. Al menos, nuestros hijos se habrían ahorrado el espectáculo de ver a su padre sudando, jadeando y gimiendo sobre su adorada tía Joy.

– Eso no es…

– ¿Lo que pienso? -Irene sintió que su rostro se anegaba en lágrimas. La irritaban, porque significaban que él todavía era capaz de reducirla a ese estado-. No quiero escucharte, Robert. Ya estoy harta de mentiras brillantes. Basta ya de «Sólo ocurrió una vez». Basta ya.

– ¿Crees que maté a tu hermana? -Gabriel la tomó por el brazo. Tenía el rostro desencajado, tal vez por falta de sueño, tal vez por la culpa.

Ella emitió una carcajada ronca y se soltó.

– ¿Matarla? No, no es tu estilo. Muerta, Joy no te servía de nada, ¿verdad? Al fin y al cabo, follar con cadáveres no es tu especialidad.

– ¡Eso no ocurrió!

– Entonces, ¿qué oí?

– ¡No sé lo que oíste! ¡No sé a quién oíste! Cualquiera podría haber estado con ella.

– ¿En tu habitación?

– En mi… -Sus ojos se agrandaron a causa del pánico-. ¡Renie, por el amor de Dios, no estarás pensando eso!

Ella se desprendió del abrigo, y una nube de polvo se levantó del suelo cuando cayó.

– Lo peor no es saber que siempre has sido un repugnante mentiroso, Robert, sino darme cuenta de que yo también he llegado a lo mismo. Que Dios me ayude. Pensaba que si Joy moría me vería libre de mi dolor. Ahora creo que sólo me liberaré cuando tú mueras también.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Es lo que quieres?

– Con todo mi corazón -Irene sonrió con amargura-. ¡Dios mío! ¡Con todo mi corazón!

Él dio un paso atrás, alejándose del abrigo en el suelo interpuesto entre ambos. Tenía el rostro ceniciento.

– Así sea, mi amor -susurró.

Lynley encontró a Jeremy Vinney en el sendero privado, metiendo su equipaje en el maletero de un Morris alquilado. Vinney se protegía del frío con abrigo, guantes y bufanda; su aliento se condensaba en el aire. El sol bañaba de un brillo rosado su frente abombada, produciendo la sorprendente impresión de que sudaba. Era el primero en marcharse, advirtió Lynley. Una reacción muy extraña para un periodista. Lynley caminó hacia él. Sus pasos resonaron sobre la grava y el hielo.

– Parece que tiene prisa por marcharse -comentó Lynley.

El periodista señaló la casa con un movimiento de cabeza. Sombras oscuras cubrían como tinta los muros de piedra.

– El lugar no invita a quedarse. -Cerró el maletero de un golpe y comprobó que estuviera bien asegurado. Se le cayeron las llaves de la mano y carraspeó mientras se agachaba para recogerlas. Cuando finalmente miró a Lynley, reveló una cara en que el dolor asomaba sutilmente, como sucede cuando se ha sobrevivido a un duro golpe y se empieza a calibrar la inmensidad de la pérdida en relación a la infinitud del tiempo.

– De todos modos, me imaginaba que un periodista sería el último en marcharse -dijo Lynley.

Vinney emitió una breve y áspera carcajada, que parecía guiada por voluntad propia, punitiva y cruel.