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Lynley y Havers entraron primero en la sala de estar. Tres chorros oblicuos que penetraban por una amplia ventana sobresaliente bañaban la estancia de una difusa luz dorada, deslizándose por una alfombra de color hongo que tenía el aspecto y el olor de haber sido colocada recientemente. Muy poco más revelaba la personalidad de la propietaria de la casa, a excepción de las sillas de asiento bajo agrupadas alrededor de mesas altas, que señalaban cierta inclinación por el diseño moderno. Los gustos artísticos de Joy Sinclair terminaban de confirmarlo. Tres óleos al estilo de Jackson Pollock estaban apoyados contra una pared, a la espera de ser colgados, y sobre una de las mesas se erguía una escultura angular de mármol, de tema indefinido.

En la pared este, puertas dobles comunicaban con el comedor, apenas amueblado, con la misma tendencia al ascetismo elegante del diseño moderno. Lynley se acercó a las cuatro puertas cristaleras que había detrás de la mesa, frunciendo el ceño ante la sencillez de sus cerraduras y la facilidad con que el más inexperto ladrón entraría. La verdad era que Joy Sinclair no poseía objetos de gran valor, admitió, a menos que el mercado del mueble escandinavo estuviera en su apogeo o que los cuadros de la sala de estar fueran auténticos.

La sargento Havers se sentó a la mesa, extendió el correo delante de sí y se humedeció los labios con aire pensativo, empezando a abrir las cartas.

– Una chica popular. Aquí habrá una docena de invitaciones.

– Hummm. -Lynley se asomó al jardín trasero, cercado por muros de ladrillo. Era un cuadrado de superficie justa para dar cabida a un fresno, un círculo pequeño a su alrededor para plantar flores y un pedazo de césped cubierto por una fina capa de nieve. El detective entró en la cocina.

Detectó en ella el mismo persistente anonimato que en las otras dos habitaciones. Una larga fila de armarios blancos interrumpidos por aparatos negros, una reluciente mesa de pino, con dos sillas, apoyada contra una pared, manchas brillantes de color distribuidas estratégicamente por la estancia: un almohadón rojo aquí, una tetera azul allí, un delantal amarillo colgado de una percha detrás de la puerta. Lynley se apoyó en la encimera y paseó la vista a su alrededor. Las casas siempre revelaban algo acerca de sus propietarios, pero ésta poseía una artificialidad deliberada, algo creado por un interiorista al que una mujer por completo desinteresada en su entorno personal había concedido manga ancha. El resultado era una obra de buen gusto, moderadamente lograda. Pero no le revelaba nada.

– ¡Una factura del teléfono horripilante! -Gritó Havers desde el comedor-. Da la impresión de que se pasaba la mayor parte del tiempo charlando con media docena de tíos dispersos por todo el mundo. Parece que pidió una copia de sus llamadas.

– ¿Como cuáles?

– Siete llamadas a Nueva York, cuatro a Somerset, seis a Gales y… déjeme ver… diez a Suffolk. Todas muy breves, excepto dos más largas.

– ¿Hechas a la misma hora? ¿Seguidas?

– No, a lo largo de cinco días. El mes pasado. Intercaladas entre las llamadas a Gales.

– Investigue todos los números. -Lynley se dirigió hacia las escaleras mientras Havers abría otro sobre.

– Aquí hay algo, señor. «Joy, no has respondido a ninguna de mis cartas o llamadas telefónicas. Espero tener noticias tuyas antes del viernes, o de lo contrario pondré el asunto en manos de nuestra asesoría legal. Edna.»

Lynley se detuvo, ya con un pie sobre el primer peldaño.

– ¿Su editora?

– La redactora jefe. Y escrito en papel de la editorial. Huele a problemas, ¿no?

Lynley meditó en informaciones previas: la referencia en la cinta grabada a sacarse de encima a Edna, las citas fallidas en Upper Grosvenor Street que constaban en la agenda.

– Telefonee a la editorial, sargento. Averigüe lo que pueda. Después haga lo mismo con las llamadas de larga distancia. Voy arriba.

Si la personalidad de Joy Sinclair parecía estar ausente de la planta baja, su presencia se manifestó con caótico abandono en cuanto Lynley llegó al final de la escalera. Allí se hallaba el centro neurálgico del edificio, una mezcolanza ecléctica de posesiones personales coleccionadas y atesoradas. Joy Sinclair se encontraba en todas partes, en las fotos que cubrían las paredes del estrecho pasillo, en un armario rebosante de toda clase de objetos, desde lencería a brochas para pintar, en la cortina de ropa interior tendida en el cuarto de baño, incluso en el aire, que conservaba un débil aroma a sales de baño y perfume.

Lynley entró en el dormitorio. Consistía en un aluvión de almohadas multicolores, muebles de caña rotos y prendas de vestir. Sobre la mesa próxima a la cama sin hacer había una foto que el detective examinó brevemente. Un joven delgado y de aspecto sensible estaba de pie junto a una fuente en el Gran Patio del Trinity College de Cambridge. Lynley reparó en las entradas del cabello, reconoció algo familiar en el conjunto de cabeza y hombros. Alee Rintoul, imaginó, y dejó la foto en su sitio. Prosiguió hacia la parte delantera de la casa. El estudio de Joy no era muy diferente de las demás habitaciones y, tras echar una rápida ojeada, Lynley se preguntó cómo podía alguien dar a luz un libro en una atmósfera tan desordenada.

Pasó por encima de una pila de manuscritos, cerca de la puerta, y caminó hacia dos mapas colgados de la pared sobre un procesador de textos. El primer mapa era grande, un plano regional oficial del tipo que los libreros venden a los turistas que desean realizar un recorrido minucioso de una zona concreta del país. Era de Suffolk, aunque incluía partes de Cambridgeshire y Norfolk. Lynley comprendió que Joy lo había empleado para algún tipo de investigación, a juzgar por el círculo rojo que rodeaba el nombre de un pueblo y la gran X trazada a unos cinco centímetros de distancia, no lejos de Mildenhall Fen. Lynley se puso las gafas para ver mejor. «Porthill Green», leyó debajo del círculo rojo.

Y después, al cabo de un momento, estableció la relación «P. Green» en la agenda de Joy. No era una persona, sino un lugar.

Había más círculos en otros puntos del plano: Cambridge, Norwich, Ipswich, Bury St. Edmunds. Las carreteras que comunicaban estas poblaciones con Porthill Green estaban marcadas, así como la que unía Porthill Green con la X cercana a Mildenhall Fen. Lynley consideró las implicaciones que se derivaban del plano, mientras oía en el piso de abajo a la sargento Havers haciendo una llamada tras otra, murmurando por lo bajo de vez en cuando si una respuesta no le complacía, debía esperar más de la cuenta o el número comunicaba.

Lynley fijó la vista en el segundo plano de la pared. Era un dibujo hecho a lápiz de un pueblo cuyos edificios eran similares a los de cualquier lugar de Inglaterra. Estaban identificados de forma genérica como «iglesia», «verdulería», «taberna», «casa», «gasolinera». El plano no le aportó nada nuevo, a menos que se tratase de un somero bosquejo de Porthill Green. Si tal era el caso, sólo indicaría el interés de Joy en el lugar, pero no el motivo ni lo que había hecho allí en caso que lo hubiera visitado.

Lynley centró su atención en el escritorio. Reinaba el mismo desorden confuso que en el resto de la habitación, del tipo cuyo causante sabe exactamente dónde está cada cosa, pero que desconcierta a cualquier otra persona. Libros, planos, blocs y papeles cubrían la superficie, junto con una taza de té sucia, varias estilográficas, una grapadora y un tubo de pomada antiinflamatoria para músculos fatigados. Lo examinó durante varios minutos, mientras la voz de Havers proseguía hilvanando conversaciones.

Lynley llegó a la conclusión de que debía existir cierta lógica en aquel batiburrillo, y no tardó en descubrirla. Aunque el conjunto de los materiales amontonados carecía de un sentido preciso, al tomar los elementos por separado se detectaba un hilo racional. Había una pila de libros que parecían ser obras de consulta: tres textos de psicología relativos a la depresión y al suicidio, y dos libros de texto sobre las operaciones de la policía británica. Otra pila consistía en una colección de artículos periodísticos que detallaban toda clase de muertes. Una tercera pila agrupaba una colección de folletos y opúsculos que describían diversas regiones del país. Una última pila se componía de corresponderá, un nutrido grupo de cartas que, probablemente, no habían obtenido respuesta.