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Las examinó, dejando a un lado las cartas de los admiradores, confiando en que su intuición le guiaría hasta algo significativo. Lo encontró al cabo de trece cartas.

Era una breve nota de unas nueve líneas enviada por la editora de Joy Sinclair: «¿Cuándo podremos ver el primer borrador de “La horca es demasiado buena”, llevas seis meses de retraso y tu contrato estipula…»

De repente, todo lo que había sobre el escritorio de Joy empezó a cobrar coherencia. Los textos sobre el suicidio, las operaciones de la policía, los artículos sobre las muertes, el título del nuevo libro. Lynley experimentó la oleada de excitación que siempre le asaltaba cuando sabía que seguía la pista correcta.

Se volvió hacia el ordenador. Vio que tenía dos discos insertados, el del programa y el que contendría el trabajo de Joy.

– Havers -aulló-. ¿Qué sabe de ordenadores?

– Un momento -contestó ella-. He de… -Su voz bajó de tono cuando se puso a hablar por teléfono.

Lynley, impaciente, conectó el aparato. Al cabo de un momento aparecieron directrices en la pantalla. Era mucho más sencillo de lo que había imaginado. Sólo había pasado un minuto cuando ya estaba contemplando la copia de La horca es demasiado buena.

Por desgracia, el total del manuscrito (seis meses de retraso y sin duda el motivo de su disputa con la editorial) se reducía a una sola frase: «Hannah decidió matarse la noche del 26 de marzo de 1973.» Eso era todo.

Lynley buscó en vano algo más, aprovechando todas las directrices que el ordenador le ofrecía, pero no había nada. O la obra había sido borrada, o Joy sólo había escrito aquella única frase. «No me extraña que la editora eche espuma por la boca y hable de entablar acciones legales», pensó Lynley.

Desconectó el aparato y volvió a concentrarse en el escritorio. Pasó los diez minutos siguientes intentando encontrar algo más en el material desperdigado. Decepcionado, se dedicó a registrar los cuatro cajones del archivo. Iba por el segundo cuando Havers entró en la habitación.

– ¿Alguna cosa? -preguntó.

– Un libro titulado La horca es demasiado buena, una mujer llamada Hannah que decidió suicidarse y un lugar llamado Porthill Green, P. Green, diría yo. ¿Y usted?

– Empezaba a abrigar la sospecha de que nadie trabaja en Nueva York antes del mediodía, pero conseguí averiguar que el número de Nueva York es el de un agente literario.

– ¿Y los demás?

– La llamada de Somerset fue a casa de Stinhurst.

– ¿Y la carta de Edna? ¿Ha telefoneado a la editorial?

– Joy les vendió una propuesta a principios del año pasado. Quería hacer algo diferente de su tema habitual, el criminal y la víctima, centrándose en el tema del suicidio, sus motivos y sus efectos posteriores. El editor compró la propuesta… Siempre había cumplido los plazos, pero ahí se terminó. No les entregó ni una palabra. Le han estado persiguiendo durante meses. De hecho, han reaccionado ante su muerte como si cada noche hubieran rezado para que se produjera.

– ¿Y los otros números?

– El número de Suffolk es muy interesante. Respondió un chico. Parecía un adolescente, pero no tenía ni idea de quién era Joy Sinclair o para qué les iba a llamar.

– ¿Qué tiene de interesante, pues?

– El nombre del chico, inspector. Teddy Darrow. El nombre de su padre es John. Y habló conmigo desde una taberna llamada Wine's the Plough. Y esa taberna está justo en medio de Porthill Green.

Lynley sonrió y experimentó el entusiasmo que nace de la confirmación.

– Dios mío, Havers, a veces pienso que formamos un equipo invencible. Estamos en el buen camino. ¿Se da cuenta?

Havers no respondió. Estaba echando una ojeada al material acumulado sobre el escritorio.

– De modo que hemos encontrado al John Darrow del que Joy hablaba durante la cena y en la grabación -musitó Lynley-. Ya tenemos la explicación para la referencia en su agenda a «P. Green». Ya tenemos el motivo para que llevase esa caja de cerillas en su bolso… Debió de estar en la taberna. Y ahora hemos de buscar la relación entre el libro de Joy y John Darrow, entre John Darrow y Westerbrae. -Miró fijamente a Havers-. Pero hubo otra serie de llamadas, ¿verdad? A Gales.

Lynley vio que Havers hojeaba los recortes de periódico como si necesitara escudriñar cada uno de ellos. Sin embargo, no daba la impresión de que los estuviera leyendo.

– Eran a Llanbister. A una mujer llamada Anghared Mynach.

– ¿Por qué Joy la telefoneó?

Havers vaciló de nuevo.

– Buscaba a alguien, señor.

Lynley entornó los ojos. Cerró el cajón cuyo contenido estaba examinando.

– ¿A quién?

Havers frunció el entrecejo.

– A Rhys Davies-Jones. Anghared Mynach es su hermana. Estaba viviendo con ella.

Barbara leyó en el rostro de Lynley que asimilaba rápidamente una serie de ideas. Sabía muy bien qué conjunto de hechos estaba combinando en su mente: el nombre de John Darrow, mencionado durante la cena la noche que Joy Sinclair fue asesinada; la referencia a Rhys Davies-Jones en la cinta grabada por Joy; las diez llamadas telefónicas a Porthill Green, y las seis intercaladas a Gales. Seis llamadas a Rhys Davies-Jones.

Barbara, para evitar una discusión sobre el particular, se acercó a la pila de manuscritos amontonados cerca de la puerta del estudio. Empezó a hojearlos con curiosidad, advirtiendo el gran interés de Joy en el asesinato y la muerte: un esbozo para un estudio sobre el Destripador de Yorkshire, un artículo inacabado sobre Crippen, al menos sesenta páginas sobre la muerte de lord Mounbatten, las galeradas encuadernadas de un libro titulado El cuchillo se clava una vez y tres zafias ediciones de otro libro titulado Muerte en la oscuridad. Pero faltaba algo.

Barbara centró su atención en el escritorio, mientras Lynley se enfrascaba de nuevo en el archivo. La sargento abrió el cajón superior. Joy guardaba en él los discos del ordenador, clasificados en dos largas filas. Una etiqueta en la esquina superior derecha indicaba el tema. Barbara leyó los títulos. Mientras lo hacía, la confirmación de sus sospechas fue creciendo en su interior. El segundo y tercer cajones contenían hojas de papel, sobres, cintas para las impresoras, grapas, papel carbón antiguo, cinta magnética, tijeras. Pero no lo que estaba buscando. Nada que se le pareciera.

Barbara se dirigió al archivo cuando Lynley se desplazó hacia las estanterías.

– Ya lo he registrado, sargento -dijo Lynley.

Barbara buscó una excusa.

– Una corazonada, señor. Sólo tardaré un momento.

La verdad es que tardó casi una hora, y a esas alturas Lynley ya se había guardado en el bolsillo las solapas del último libro de Joy Sinclair, había vuelto al dormitorio y pasado a registrar el armario que había al final de la escalera. Barbara le oía rebuscar sistemáticamente entre su contenido. Pasaban de las cuatro cuando la sargento terminó de investigar en el archivo y descansó un momento, satisfecha con la validez de su hipótesis. Ahora debía decidir si se lo contaba a Lynley o callaba hasta recabar más datos, datos que él no podría rechazar.

¿Por qué Lynley no había caído en la cuenta?, se preguntó. ¿Cómo era posible que lo hubiera pasado por alto? Ante la ausencia de pruebas palpables, sólo veía lo que quería ver, lo que necesitaba ver, una pista que condujera directamente a la culpabilidad de Rhys Davies-Jones.