Esta culpabilidad le seducía hasta tal punto que se había convertido para Lynley en una eficaz cortina de humo, capaz de ocultar el único detalle crucial en el que no había reparado. Joy Sinclair se había dedicado a escribir una obra para Stuart Rintoul, lord Stinhurst. Y no había ni una referencia a ella en todo el estudio. Ni un borrador, ni un esbozo, ni una lista de personajes, ni un trozo de papel.
Alguien había registrado la casa antes que ellos.
– La dejaré en Acton, sargento -dijo Lynley cuando salieron.
Se dirigió hacia su coche, un Bentley plateado alrededor del cual se había congregado un pequeño grupo de admiradores infantiles, que miraban por las ventanillas y deslizaban sus manos sucias por las brillantes aletas.
– Mañana saldremos temprano hacia Porthill Green. ¿Qué le parece las siete y media?
– Estupendo, señor, pero no hace falta que pase por Acton. Tomaré el metro. Está justo en la esquina de Heath Street con el paso elevado.
Lynley paró y se volvió hacia ella.
– No sea ridícula, Barbara. Tardará una eternidad. Un transbordo y Dios sabe cuántas estaciones. Suba al coche.
Barbara lo interpretó como la orden que era y buscó una manera de negarse sin irritarle. No podía desperdiciar el tiempo que Lynley tardaría en acompañarle a su casa. Pese a lo que él pensara, su jornada laboral aún no había concluido.
Se aferró a la primera excusa que le vino a la cabeza, haciendo caso omiso de lo que él pudiera pensar.
– La verdad, señor, es que tengo una cita. -Y luego, sabiendo que la idea era ridícula, procuró que sonara menos absurda-. Bueno, no exactamente una cita. Conocí a alguien y pensamos… Bueno, que podríamos ir a cenar y a ver la película que acaban de estrenar en el Odeon. -Se estremeció ante este último alarde de creatividad y rezó para que se acabara de estrenar una película en el Odeon, o que, de lo contrario, él no lo supiera.
– Oh, entiendo. ¿Le conozco?
«Mierda», pensó Barbara.
– No, es un tipo que conocí la semana pasada. En el supermercado, para ser exacta. Nuestros carritos chocaron entre las frutas en almíbar y los tés.
– Suena como si una relación importante fuera a dar comienzo. ¿La dejo en el metro?
– No, iré caminando. Nos veremos mañana, señor.
Lynley asintió y se encaminó hacia el coche. Los excitados niños que lo habían estado admirando le rodearon al instante.
– ¿Es suyo el coche, señor?
– ¿Cuánto cuesta?
– ¿Los asientos están forrados de piel?
– ¿Me deja conducirlo?
Barbara oyó la risa de Lynley y vio que se apoyaba contra el coche, cruzaba los brazos y se enfrascaba en animada conversación con el grupo. «Es increíble -pensó ella-. Ha dormido sólo tres horas en las últimas treinta y tres, se enfrenta al hecho de que la mitad de su mundo se está cayendo a trozos, y todavía tiene paciencia para escuchar a los niños.» Al contemplarle con ellos (imaginando que, a pesar de la distancia, podía distinguir las arrugas que se formaban alrededor de sus ojos al reír y el músculo estriado que torcía su sonrisa), se sintió intrigada por lo que sería capaz de hacer para proteger la carrera y la integridad de un hombre semejante.
«Cualquier cosa», decidió, y empezó a caminar hacia el metro.
Nevaba cuando Barbara llegó a casa de St. James, en la calle Cheyne Row de Chelsea, a las ocho de la noche. A la luz dorada de las farolas, los copos de nieve parecían astillas de ámbar que cayeran flotando sobre el pavimento, los coches y el intrincado hierro forjado de los balcones y las verjas. El chubasco era suave en comparación con las tormentas invernales, pero sin embargo bastaba para congestionar el tráfico del Enbankment, a una manzana de distancia. Se había mitigado considerablemente el habitual fragor de la circulación, y algún bocinazo ocasional, producto de los nervios, explicaba el porqué.
Joseph Cotter, que en la vida de St. James ejercía el doble papel de criado y suegro, abrió la puerta a Barbara. Era un hombre calvo que, según los cálculos de la sargento, no sobrepasaba los cincuenta años, de corta estatura y robusto, tan poco parecido a su alta y esbelta hija que, durante algún tiempo después de conocer a Deborah St. James, Barbara ni siquiera sospechó el parentesco que la unía con este hombre. Transportaba un servicio de café en una bandeja de plata, y hacía cuanto podía para no tropezar con un perro salchicha de pelo largo y un rechoncho gato gris que, desde el suelo, solicitaban sus atenciones. Los tres arrojaban sombras grotescas sobre la chapa de madera oscura que forraba la pared.
– ¡Largo, Peach! ¡Alaska! -dijo, antes de volver su cara rubicunda para saludar a Barbara. Los animales retrocedieron la respetable distancia de quince centímetros-. Entre, señorita… Sargento. El señor St. James está en el estudio. -Examinó a Barbara con ojo crítico-. ¿Todavía no ha comido, jovencita? Ese par acaba de terminar. Le prepararé algo en un abrir y cerrar de ojos. ¿Acepta?
– Gracias, señor Cotter. Cualquier cosa me irá bien. Me temo que no he probado bocado desde esta mañana.
Cotter meneó la cabeza. -Policía. -dijo con breve y elocuente desaprobación-. Espere aquí, señorita. Le prepararé algo bueno.
Golpeó una vez a la puerta que había al pie de la escalera y entró sin aguardar respuesta. Barbara le siguió hasta el interior del estudio de St. James, una habitación con estanterías abarrotadas de libros que llegaban hasta el techo, montones de fotografías y toda clase de fetiches intelectuales; era uno de los lugares más agradables de la casa.
Ardía un fuego en la chimenea, y los olores combinados del cuero y el coñac producían un aroma agradable, muy parecido al que imperaba en los clubes de caballeros. St. James ocupaba una silla cerca del hogar, la pierna apoyada en una gastada otomana y, frente a él, lady Helen Clyde se hallaba acuclillada en una esquina del sofá. Estaban sentados en silencio, como un matrimonio anciano o un par de amigos demasiado íntimos para necesitar el vínculo de la conversación.
– Ha llegado la sargento, señor St. James -anunció Cotter, depositando el café sobre una mesita baja situada frente al fuego. Las llamas arrancaron destellos de la porcelana y se reflejaron como oro líquido sobre la bandeja-. No ha comido en todo el día, de modo que me ocuparé de ello al instante si se sirven ustedes mismos el café.
– Creo que nos las arreglaremos sin molestarle más que dos o tres veces, Cotter. ¿Será tan amable de cortar otro trozo de pastel de chocolate para lady Helen, si queda? Se muere de ganas, pero ya sabe cómo es. Demasiado bien educada para pedir más.
– Miente como siempre -interrumpió lady Helen-. En realidad es para él, pero sabe que usted le expresará su desaprobación.
Cotter les miró alternativamente, sin dejarse engañar por su intercambio verbal.
– Dos trozos de pastel de chocolate -dijo significativamente-. Y también cena para la sargento. -Se marchó, haciendo revolotear el brazo de su chaqueta negra.
– Pareces acabada -le dijo St. James a Barbara cuando Cotter desapareció.
– Todos parecemos acabados -recalcó lady Helen-. ¿Café, Barbara?
– Diez tazas, como mínimo -contestó. Se quitó el abrigo y la capucha, los dejó caer sobre el sofá y se acercó al fuego para restablecer la circulación de sus dedos entumecidos-. Está nevando.
Lady Helen se encogió de hombros.
– Después de este último fin de semana, son las dos últimas palabras que deseo oír. -Tendió a St. James una taza de café y sirvió dos más-. Espero que tu día haya sido más productivo que el mío, Barbara. Después de pasarme cinco horas investigando el pasado de Geoffrey Rintoul, me siento como si trabajara para uno de esos comités del Vaticano que recomiendan candidatos para la canonización -sonrió a St. James-. ¿Soportarás escucharlo de nuevo?