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– Ardo en deseos. Me permitirá examinar mi dudoso pasado y sentirme convenientemente culpable.

– Como debería ser. -Lady Helen regresó al sofá, sacudiéndose unos mechones de pelo que resbalaban sobre sus mejillas. Se quitó los zapatos, dobló las piernas bajo el cuerpo y bebió un poco de café.

Barbara observó que ni siquiera el agotamiento alteraba su gracia. Confiada en sí misma. Absolutamente a sus anchas. Estar en su presencia suponía siempre el ejercicio de sentirse desgarbada y carente de todo atractivo. Al observar la elegancia natural de la joven, Barbara se preguntó cómo podía la esposa de St. James tolerar con tanta placidez que su marido y lady Helen trabajaran codo con codo tres días a la semana en su laboratorio forense, situado en la última planta de la casa.

Lady Helen tomó su bolso y sacó un pequeño bloc negro.

– Después de pasar varias horas con Debrett y Burke y La nobleza provinciana, por no mencionar una charla telefónica de cuarenta minutos con mi padre, que lo sabe todo sobre cualquiera que posea un título, he conseguido trazar un notable retrato de nuestro Geoffrey Rintoul. Veamos. -Abrió el bloc y paseó la vista por la primera página-. Nació el 23 de noviembre de 1914. Su padre fue Francis Rintoul, decimocuarto conde de Stinhurst, y su madre Astrid Selvers, una norteamericana que fue presentada en sociedad al estilo de los Vanderbilt y que, por lo visto, tuvo la audacia de morir en 1924, dejando a Francis con tres niños a los que criar. Así lo hizo, y con gran éxito, si tenemos en cuenta los logros alcanzados por Geoffrey.

– ¿No volvió a casarse?

– Nunca. Tampoco parece que mantuviera asuntillos discretos, pero da la impresión de que la escasa inclinación sexual sea una norma de la familia, como enseguida comprenderás.

– ¿Cómo es posible, considerando la aventura de Geoffrey con su cuñada?

– Una posible incongruencia -admitió St. James.

– Geoffrey se educó en Harrow y Cambridge -prosiguió lady Helen-. Graduado en Cambridge en 1936 con nota sobresaliente en economía y honores diversos en lingüística y oratoria, y así por los siglos de los siglos. Sin embargo, no llamó la atención de nadie hasta octubre de 1942, en que se reveló como el hombre más asombroso. Estaba combatiendo con Montgomery el vigésimo segundo día de la batalla de El Alamein, en el norte de África.

– ¿Su grado?

– Capitán. Iba en un tanque. Por lo visto, durante uno de los peores días de combate, su tanque fue alcanzado e incendiado por una granada alemana. Geoffrey consiguió sacar a dos hombres heridos y arrastrarles casi dos kilómetros hasta ponerles a salvo. A pesar de que también él estaba herido. Fue condecorado con la Cruz de la Victoria.

– No es la clase de hombre que te esperas encontrar enterrado en una tumba solitaria, desde luego -comentó Barbara.

– Y aún hay más -añadió lady Helen-. A petición propia, y pese a la gravedad de sus heridas, suficiente para mantenerle fuera de combate hasta el final de la guerra, fue a parar al frente aliado de los Balcanes. Churchill intentaba conservar cierta influencia británica en la zona, ante la potencial superioridad rusa, y Geoffrey era, evidentemente, un hombre leal a Churchill de pies a cabeza. Cuando regresó a la patria, obtuvo un empleo en Whitehall, dependiente del Ministerio de Defensa.

– Me sorprende que un hombre así no acabara en el Parlamento.

– Se lo pidieron muchas veces. Pero no quiso.

– ¿Y nunca se casó?

– No.

St. James se removió en su silla y lady Helen tendió la mano para detenerle. Se levantó y le sirvió una segunda taza de café sin decir palabra. Se limitó a fruncir el ceño cuando él se sirvió una más que generosa ración de azúcar, y retiró el azucarero de su alcance después de la quinta cucharada.

– ¿Era homosexual? -preguntó Barbara.

– De serlo, también era la discreción personificada. Puede aplicarse a cualquier otra relación que haya mantenido. Ni el menor rastro de escándalo. Nada de nada.

– ¿Ni siquiera nada que le relacione con la esposa de lord Stinhurst, Marguerite Rintoul?

– Absolutamente nada.

– Demasiado bueno para ser cierto -observó St. James-. ¿Qué has averiguado, Barbara?

Ya iba a sacar el bloc del bolsillo, cuando Cotter entró con la comida prometida: pastel para St. James y lady Helen, y una bandeja con carnes frías, quesos y pan para Barbara. Acompañada de un tercer trozo de pastel que redondeaba su cena improvisada. Le dio las gracias con una sonrisa. Cotter le guiñó un ojo, comprobó el nivel de la cafetera y desapareció por la puerta. Sus pasos resonaron en la escalera del vestíbulo.

– Primero come -aconsejó lady Helen-. Me temo que con ese trozo de pastel delante de mí no atendería a lo que dijeras. Continuaremos cuando termines de cenar.

Barbara agradeció la comprensión delicadamente velada tan típica de lady Helen, y cayó como un buitre sobre la comida, devorando tres trozos de carne y dos enormes tajadas de queso, como un prisionero de guerra. Por fin, con el pastel y otra taza de café delante, sacó el cuaderno de notas.

– Me pasé unas cuantas horas fisgando en la biblioteca pública, y lo único que pude averiguar es que no hubo nada de extraño en la muerte de Geoffrey. Lo saqué casi todo de artículos periodísticos sobre la encuesta. Se desató una tormenta espantosa la noche que murió en Westerbrae, para ser exacta en las primeras horas de la madrugada del uno de enero del sesenta y tres.

– Muy plausible, si tenemos en cuenta el tiempo que ha hecho este fin de semana -observó lady Helen.

– Según el oficial que dirigió la investigación, un tal inspector Glencalvie, el tramo de la carretera donde ocurrió el accidente estaba cubierto por una placa de hielo. Rintoul perdió el control en la pendiente, saltó por encima de la cuneta y dio varias vueltas de campana.

– ¿No salió despedido?

– Por lo visto no, pero se rompió el cuello y su cuerpo se quemó.

Lady Helen se volvió hacia St. James.

– Eso podría significar que…

– En nuestros días ya no es posible cambiar un cadáver por otro, Helen. Sin duda le identificaron por las placas dentales y los rayos X. ¿Hubo algún testigo del accidente, Barbara?

– Lo más parecido a un testigo fue el propietario de Hillview Farm. Oyó el choque y fue el primero en llegar al lugar.

– ¿Quién es?

– Hugh Kilbride, el padre de Gowan. -Meditaron sobre esta información durante un momento. El fuego crepitó y chisporroteó cuando las llamas alcanzaron un grueso nudo de savia-. Por eso sigo pensando -prosiguió Barbara lentamente-. En lo que quería decir Gowan con aquellas dos palabras, «no vi». Al principio creí que existía una relación con la muerte de Joy, pero quizá no sea así. Quizá se refería a algo que su padre le dijo, un secreto que guardaba.

– Es una posibilidad, qué duda cabe.

– Y hay algo más.

Les contó el registro que había llevado a cabo en casa de Joy Sinclair, haciendo hincapié en la ausencia de materiales relacionados con la obra que estaba escribiendo para lord Stinhurst.

El interés de St. James aumentó.

– ¿Había señales de que hubieran entrado por la fuerza en la casa?

– No vi ninguna.

– ¿Es posible que alguien más tuviera llaves? -preguntó lady Helen-. No encaja, ¿verdad? Toda la gente interesada en la obra se encontraba en Westerbrae, de modo que nadie pudo… A menos que alguien volviera a Londres a toda prisa y lograra sacar algo del estudio antes de que vosotros llegarais. Aunque tampoco parece verosímil, ni siquiera posible. Además, ¿quién podría tener una llave?

– Irene, supongo. Robert Gabriel. Quizá incluso… -Barbara vaciló.

– ¿Rhys? -preguntó lady Helen.