– ¿Puedo entrar?
Darrow no levantó la vista mientras reflexionaba en la petición y en las escasas respuestas que le permitía.
– No es sobre Teddy, ¿verdad?
– ¿Su hijo? No tiene nada que ver con él.
El hombre abrió del todo la puerta, aparentemente satisfecho, se echó hacia atrás y dejó entrar a Lynley en la taberna. Era un establecimiento humilde, acorde con el pueblo al que servía. Su única decoración parecía ser una variedad de letreros apagados situados detrás y por encima de la barra de formica, que identificaban los licores disponibles. Había muy pocos muebles: media docena de mesas pequeñas rodeadas de taburetes y un banco que corría bajo las ventanas del frente. Estaba acolchado, pero el sol había transformado el rojo original en un rosa oxidado. Exhibía una abundante colección de manchas. En el aire flotaba un intenso olor a quemado, una combinación de humo de cigarrillos, fuego apagado en un hogar ennegrecido y ventanas que llevaban cerradas demasiado tiempo para protegerse del invierno.
Darrow se situó detrás de la barra, tal vez en un intento de tratar a Lynley como a un cliente, a pesar de la hora y la placa que le identificaba como policía. Por su parte, Lynley siguió el mismo ejemplo, aunque significaba permanecer de pie cuando hubiera preferido conducir la conversación sentado a una mesa.
Darrow, un hombre de aspecto brutal, que emanaba un decidido aire a violencia reprimida, frisaría en los cuarenta y cinco años. Tenía la complexión de un boxeador, cuadrado, de largos y potentes miembros, ancho de pecho y unas orejas incongruentemente pequeñas y bien formadas que se aplastaban contra su cráneo. Sus ropas armonizaban con su aspecto. Sugerían a un hombre que podía realizar la metamorfosis de cantinero en camorrista en un abrir y cerrar de ojos. Llevaba una camisa de lana, cuyas mangas subidas revelaban unos brazos hirsutos, y pantalones anchos para facilitar los movimientos. Al contemplarle, Lynley dudó de que se produjeran batallas campales en Wine's the Plough si el propio Darrow no las provocaba.
Guardaba en el bolsillo las solapas de Muerte en la oscuridad, que se había llevado del estudio de Joy Sinclair. Las sacó de forma que el sonriente rostro de la autora quedara boca arriba.
– ¿Conoce a esta mujer? -preguntó.
Los ojos de Darrow brillaron significativamente.
– La conozco. ¿Y qué?
– La asesinaron hace tres noches.
– Hace tres noches estaba aquí -replicó Darrow con seguridad-. El sábado es el día que vienen más clientes. Cualquiera del pueblo se lo dirá.
No era la reacción que Lynley esperaba. Sorpresa, confusión o reserva, pero no una declaración automática de inocencia. Como mínimo, era extraño.
– Ella vino a verle -afirmó Lynley-. El mes pasado llamó por lo menos diez veces a la taberna.
– ¿Y qué?
– Confío en que usted me lo diga.
El tabernero pareció calibrar el tono sereno de Lynley. Que su exhibición de hosca beligerancia no produjera la menor reacción en el detective de Londres parecía desconcertarle.
– Yo no quería saber nada de ella -dijo-. Quería escribir un libro impertinente.
– ¿Sobre Hannah?
Los músculos del rostro de Darrow se tensaron.
– Sí, sobre Hannah. -Se dirigió a una botella invertida de Bushmill's Etiqueta Negra y empujó la espita con un vaso. Bebió el whisky de dos o tres lentos tragos, dando la espalda a Lynley-. ¿Quiere uno? -preguntó, sirviéndose otro.
– No.
El hombre asintió y volvió a beber.
– Apareció como surgida de la nada. Traía un montón de recortes de periódico sobre los libros que había escrito, me habló de los premios que había recibido y… Yo qué sé. Se imaginaba que le iba a contar todo lo de Hannah y que, encima, le daría las gracias por su atención. Bueno, no quise. No se lo permití. Y no iba a permitir que mi Teddy se viera mezclado en toda esa mierda. Como si no hubiera bastante con que su madre se matara y las mujeres del pueblo propagaran habladurías hasta que tuvo diez años. No podía permitir que la historia se repitiera, que lo sacara todo a la luz otra vez. torturando al chico.
– ¿Hannah era su esposa?
– Sí. Mi esposa.
– ¿Cómo se enteró Joy Sinclair de su existencia?
– Dijo que había pasado nueve o diez meses estudiando suicidios, hasta que encontró uno que le pareció interesante. El de Hannah. Dijo que le saltó a la vista. -Su voz era amarga-. ¿Se da cuenta, tío? Le saltó a la vista. Han no era una persona para ella, sino un trozo de carne. Le contesté que se fuera al infierno. Tal que así.
– Diez llamadas telefónicas dan a entender que era bastante persistente.
– Me daba igual -resopló Darrow-. No iba a conseguir nada. Teddy era demasiado pequeño para saber lo que ocurrió, así que no pudo hablar con él. Y a mí no iba a sonsacarme nada.
– ¿Debo entender que sin su cooperación no habría podido escribir el libro?
– Sí. Ni libro ni nada. Y así seguirá siendo.
– ¿Vino sola a verle?
– Sí.
– ¿Nunca vino acompañada? ¿No la esperaba nadie en el coche?
Darrow entornó los ojos, intrigado. Los desvió un instante hacia las ventanas.
– ¿Qué quiere decir?
A Lynley le pareció una pregunta muy directa. Se preguntó si Darrow trataba de contemporizar.
– ¿Vino con algún amigo?
– Siempre lo hizo sola.
– Su mujer se suicidó en 1973, ¿verdad? ¿Le explicó alguna vez Joy Sinclair por qué estaba tan interesada en un suicidio tan lejano en el tiempo?
El rostro de Darrow se ensombreció. Un rictus de asco deformó sus labios.
– Le gustaba lo de la silla, inspector. Tuvo la cara dura de decírmelo. Le gustaba lo de la jodida silla.
– ¿La silla?
– Exacto. Han perdió un zapato cuando hizo volcar la silla de una patada. Y a esa tía le encantaba el detalle. Lo calificó de… conmovedor. -Se sirvió otra ración de Bushmill's-. Perdone usted, pero me importa una mierda quién mató a esa puta.
St. James y su mujer se hallaban en el último piso de su casa, dedicados a sus respectivos quehaceres: St. James en el laboratorio forense y Deborah en la habitación de revelado anexa. La puerta de comunicación estaba abierta. Y St. James, por puro placer, dedicó unos momentos a contemplar a su esposa, levantando la vista del informe que preparaba para la defensa de un juicio cercano. Deborah examinaba con el ceño fruncido una colección de sus fotografías. Tenía un lápiz encajado detrás de la oreja y el rizado cabello recogido hacia atrás mediante una serie de horquillas. La luz del techo formaba un halo alrededor de su cabeza, pero las sombras ocultaban la mayor parte de su cuerpo.
– Atroz. Patético -murmuró, escribiendo algo en el reverso de una foto y tirando otra al cubo de la basura que había a sus pies-. Maldita luz… Por Dios, Deborah, ¿dónde aprendiste los elementos básicos de la composición? Dios mío, ésta es todavía peor.
St. James lanzó una carcajada. Deborah le miró.
– Lo siento -dijo-. ¿Te he distraído?
– Tú siempre me distraes, mi amor. Demasiado, me temo, sobre todo cuando he estado separado de ti veinticuatro horas o más.
Las mejillas de la joven se ruborizaron un poco.
– Bueno, después de un año me alegro de que todavía exista una sombra de romanticismo entre nosotros Yo… Es una tontería, pero ¿de veras pasaste sólo una noche en Escocia? Te he echado de menos, Simon. He descubierto que ya no me gusta ir a la cama sin ti. -El rubor se acentuó cuando St. James se levantó del alto taburete y salió del laboratorio para reunirse con ella en la semioscuridad de la habitación de revelado-. No, mi amor… Lo que quería decir… Simon, así no podremos terminar el trabajo -simuló protestar cuando él la tomó entre sus brazos.
– Bueno, terminaremos otras cosas, ¿no crees? -rió él en voz baja antes de besarla-. Dios. Sí. Cosas mucho más importantes -murmuró al cabo de un momento.