Ante esta aparición inesperada, el detective Lonan masculló en silencio unas palabras de estupor, y se preguntó si la noticia habría llegado a oídos del inspector Macaskin. Londres enviaba artillería pesada, el científico forense Simon Allcourt-St. James. El detective se apartó de la furgoneta y avanzó con paso decidido hacia el helicóptero, donde los recién llegados estaban devolviendo la escalerilla al interior y recogiendo el equipaje.
– ¿Ha pensado en el hecho de que mi maleta podía contener algo frágil, Havers? -preguntó Lynley.
– Así que se trae bebida estando de servicio, ¿eh? -fue la acida respuesta-. Si ha cogido whisky de casa, peor para usted. Es como llevarse carbón a Newcastle, ¿no cree?
– Suena como si hubiera esperado meses para utilizar esa frase. -Lynley dio las gracias al piloto con un ademán y un gesto mientras Lonan se acercaba.
– Le oí hablar una vez en Glasgow -dijo sin preámbulos Lonan, estrechando la mano de St. James. Lonan percibió lo fina que era incluso a través del guante, aunque aferraba la suya con sorprendente fuerza-. Fue una conferencia sobre los asesinatos de Cradley.
– Ah, sí. Puso a un hombre entre rejas basándose en su vello púbico -murmuró la sargento Havers.
– Lo que es, como mínimo, metafóricamente falso -añadió Lynley.
Era obvio que St. James estaba acostumbrado a los duelos verbales de sus compañeros, porque se limitó a sonreír y dijo:
– Estuvimos de suerte al descubrirlo. Dios sabe que sólo contábamos con unas irreconocibles marcas de dientes en el cadáver.
Lonan ansiaba comentar todas las quijotescas tortuosidades de aquel caso con el hombre que, cuatro años antes, las había desvelado ante un estupefacto jurado. Sin embargo, cuando ya se disponía a dar una demostración de su aguda perspicacia, se acordó del inspector Macaskin, que aguardaba su llegada en la comisaría, armado de su proverbial y tensa impaciencia.
– La furgoneta está allí -dijo, dejando para otro momento su ingenioso comentario sobre la deformación de marcas de dientes conservadas en carne sumergida en formol.
Señaló con un gesto de la cabeza el vehículo policial y, mientras los visitantes lo miraban, los rasgos de Lonan expresaron una muda disculpa. No había pensado que vendrían tres, ni que St. James sería uno de ellos. De haberlo sabido, habría insistido en irles a buscar con un medio de transporte más adecuado, quizá el nuevo Volvo del inspector Macaskin, que contaba con asientos delanteros y traseros y una calefacción que funcionaba. El vehículo hacia el que les guiaba tenía sólo dos asientos delanteros, reventados hasta el punto de dejar al descubierto el relleno y los muelles, y una única silla plegable, encajada en la parte posterior entre dos equipos de análisis, tres trozos de cuerda, varias piezas dobladas de tela alquitranada, una escalerilla, una caja de herramientas y un montón de trapos grasientos. Era un engorro. De todos modos, si el trío de Londres se dio cuenta, no hizo el menor comentario. Se colocaron de una forma lógica, con St. James delante y los otros dos atrás. Lynley ocupó la silla, ante la insistencia de la sargento Havers.
– No querría por nada del mundo que se ensuciara su bonito abrigo -dijo la mujer antes de dejarse caer sobre la tela alquitranada. A continuación, desenrolló unos centímetros de la bufanda que le protegía la cara.
Lorian aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a la sargento Havers. «Estilo hogareño», pensó, inspeccionando sus facciones regordetas, cejas espesas y mejillas redondas. Era evidente que no se había ganado el derecho a estar en compañía tan eminente gracias a su físico. Decidió que debía de ser una especie de wunderkind [1] de la criminología, y consideró seriamente la posibilidad de vigilar todos sus movimientos.
– Gracias, Havers -le respondió con placidez Lynley-. Dios sabe que una mancha de grasa me reduciría a la inutilidad más completa en menos de un minuto.
– Pues celebrémoslo con un cilindrín -resopló Havers.
Lynley sacó una pitillera de oro, y se la tendió junto con un encendedor de plata. A Lonan el corazón le dio un vuelco. «Fumadores», pensó, y se resignó a una sesión de ojos escocidos y pulmones obstruidos. Sin embargo, Havers no encendió el cigarrillo, porque St. James, al oír la conversación, abrió su ventanilla y dejó entrar una corriente de aire helado que le golpeó en plena cara.
– Vale, ya sé de qué va la película -refunfuñó Havers. Se metió en el bolsillo seis cigarrillos, impávida, y devolvió la pitillera a Lynley-. ¿Siempre ha sido tan sutil St. James?
– Desde el día en que nació -replicó Lynley.
Lonan puso en marcha la furgoneta con una sacudida, y se dirigieron hacia la oficina del DIC de Oban.
Una única energía regía la vida del inspector Ian Macaskin, del DIC de Strathclyde: el orgullo. Adoptaba una serie de formas diversas e independientes entre sí. La primera era de tipo familiar. Le gustaba informar a la gente de que había superado todas las circunstancias adversas. Casado a los veinte años con una chica de diecisiete, su matrimonio duraba ya veintisiete años, había criado dos hijos, y los había visto terminar la universidad y encauzar sus carreras, uno como veterinario y el otro como biólogo marino. Después, había el orgullo físico. Medía un metro setenta y cinco y pesaba lo mismo que cuando era un policía de veinte años. Conservaba su cuerpo en perfecta forma gracias a remar por el canal de Kerrera todas las noches de verano, y realizando un esfuerzo equivalente durante el invierno en la máquina de remar que tenía en el salón. Aunque su cabello había encanecido por completo hacía diez años, todavía era espeso, y brillaba como plata bajo los fluorescentes de la comisaría de policía. Y esta misma comisaría era su último motivo de orgullo. A lo largo de su carrera, nunca había cerrado un caso sin detener a un sospechoso, y dilapidaba considerables energías en asegurarse de que sus hombres pudieran decir lo mismo de ellos. Dirigía una rigurosa unidad de investigaciones cuyos oficiales pasaban revista a cada detalle como sabuesos tras la pista de un zorro. La energía nerviosa personificada se mordía las uñas hasta las raíces, y combatía esta mala costumbre chupando pastillas de menta, mascando chicle o devorando bolsas de patatas fritas. El inspector Macaskin no recibió al grupo de Londres en su despacho, sino en la sala de conferencias, un cubículo de tres por cuatro y medio, muebles incómodos, luz inadecuada y escasa ventilación. La había elegido a propósito.
No le gustaba nada cómo había empezado el caso. A Macaskin le gustaba clasificar, le gustaba poner cada cosa en su sitio, sin líos ni errores. Cada persona implicada debía interpretar el papel asignado. Las víctimas mueren, la policía interroga, los sospechosos responden y los chicos del laboratorio reúnen pruebas. No obstante, y sin contar a la víctima, por fortuna fallecida, los sospechosos interrogaban y la policía contestaba desde el primer momento. En cuanto a pruebas, la cosa era muy diferente.
– Explíqueme eso de nuevo -la apacible voz del inspector Lynley contenía un tono implacable, y Macaskin adivinó que Lynley no había sido informado de las peculiares circunstancias que rodeaban su asignación al caso. Estupendo. El detalle decantó las simpatías de Macaskin por el detective de Scotland Yard en el acto.
Todos se habían quitado los abrigos y tomado asiento alrededor de la mesa de pino, excepto Lynley, que seguía de pie, las manos en los bolsillos y un destello amenazador acechando en sus ojos.
A Macaskin le complació repasar la historia de nuevo.
– Apenas hacía treinta minutos que había llegado a Westerbrae esta mañana cuando recibí un mensaje para que telefoneara a mi gente del DIC. El jefe de policía me informó de que Scotland Yard se iba a encargar del caso. Eso es todo. No le saqué ni una palabra más. Sólo instrucciones de dejar algunos hombres en la casa, volver aquí y esperarles. Según creo, un sabihondo de su organización decidió que ésta sería una operación del Yard. Se lo comunicó a nuestro jefe de policía y, para guardar las formas, colaboramos con una «llamada de auxilio». Ustedes son el resultado.