Estas últimas palabras despertaron la amargura en Lynley, que inútilmente trató de combatirla. Se dijo que, de no ser por la presencia de Helen en Westerbrae y la demoledora revelación de su relación con Rhys Davies-Jones, habría penetrado en la red de mentiras tejida por Stinhurst, habría encontrado la tumba de Geoffrey Rintoul y extraído sus propias conclusiones sin la generosa ayuda de sus amigos. Por el momento, aferrarse a ese pensamiento era la única forma de conservar su autoestima.
– Voy a pedirle que haga una declaración completa en el Yard -dijo Lynley.
– Por supuesto -respondió Stinhurst, y la negación que siguió a su aceptación fue tan mecánica como inmediata-. Yo no maté a Joy Sinclair, Thomas. Te lo juro.
– No lo hizo. -El tono de lady Stinhurst era más resignado que perentorio. Lynley no replicó. La mujer prosiguió-. Si hubiera salido de la habitación aquella noche, me habría enterado, inspector.
Lady Stinhurst no podía haber elegido una razón que cuadrara menos con la convicción de Lynley. Éste se volvió hacia Havers.
– Llévese a lord Stinhurst para la declaración preliminar, sargento. Ocúpese de que lady Stinhurst vuelva a su casa.
– ¿Y usted, inspector? -preguntó Havers.
Lynley reflexionó sobre la pregunta, calculando el tiempo que necesitaba para asumir todo cuanto había sucedido.
– Yo iré directamente -dijo.
Lynley volvió a entrar en el edificio cuando el taxi que llevaba a lady Stinhurst a la casa familiar de Holland Park se puso en marcha, y lord Stinhurst salió del teatro Agincourt escoltado por la sargento Havers y el agente Nkata. No le hacía gracia la idea de toparse sin querer con Rhys Davies-Jones, y no cabía duda de que el hombre se hallaba en el interior. Aun así, algo le impedía demorarse, tal vez como una forma de expiación por los pecados que había cometido al sospechar de Davies-Jones como asesino, haciendo lo imposible para que Helen compartiera sus sospechas. Sobreponiendo la pasión a la razón, había escarbado en busca de datos que acusaran al gales, ignorando los que apuntaban en otras direcciones.
«Y todo porque pretendía ignorar de la manera más estúpida lo que Helen significaba en mi vida, hasta que fue demasiado tarde», pensó con ironía.
– No te esfuerces en consolarme -balbuceó una mujer desde el extremo opuesto del bar, fuera de su ángulo de visión-. He venido aquí para hablar de tú a tú. Me dijiste que debíamos hablar con el corazón en la mano. ¡Pues bien, adelante! ¡Hablemos, sin ambages, con el corazón en la mano, incluso sin pararnos en barras!
– Jo… -respondió David Sydeham.
– Ya no es un secreto que te quiero. Nunca lo fue. Te quiero desde que te rogué que me leyeras el nombre del ángel de piedra con tus dedos. Sí, este mal de amor se remonta hasta entonces, y jamás me ha abandonado. Y ésta es mi historia…
– Joanna, cierra el pico. ¡Te has saltado diez líneas, como mínimo!
– ¡No!
Las palabras de Sydeham y Joanna Ellacourt se abrieron paso hacia el cerebro de Lynley. Cruzó el vestíbulo, llegó al bar, le arrebató sin más preámbulos el libreto a Sydeham y recorrió la página en silencio hasta localizar el parlamento de Alma en Verano y humo. Como no llevaba gafas, vio las letras algo borrosas, pero lo bastante legibles. Y absolutamente diáfanas.
No te esfuerces en consolarme. He venido aquí para hablar de tú a tú. Me dijiste que debíamos hablar con el corazón en la mano. ¡Pues bien, adelante! ¡Hablemos sin ambages, con el corazón en la mano, incluso sin pararnos en barras! Ya no es un secreto que te quiero. Nunca lo fue. Te quiero desde que te rogué que me leyeras el nombre del ángel de piedra con tus dedos. Sí, recuerdo los largos atardeceres de nuestra infancia…
Por un momento Lynley había supuesto que Joanna Ellacourt no estaba utilizando las palabras escritas por Tennessee Williams, sino hablando con voz propia. Al igual que el joven agente Plater cuando leyó la nota de Hannah Darrow quince años antes en Porthillireen.
Capítulo 14
Un embotellamiento de tráfico provocó que llegara a Porthill Green pasada la una del mediodía, y ya las nubes se aglutinaban sobre el horizonte como enormes borlas de lana gris. Se estaba gestando una tormenta. Wine's the Plough aún no había cerrado, pero Lynley prefirió dirigirse a una cabina, inclinada precariamente en dirección al mar, que entrar en la taberna al instante y enfrentarse a John Darrow. Llamó a Scotland Yard. Sólo tardó unos momentos en escuchar la voz de la sargento Havers, y a juzgar por los ruidos de conversación y roce de platos que se oían de fondo, adivinó que le habían pasado la llamada al comedor de oficiales.
– Maldita sea, ¿qué le ha pasado? -preguntó ella, y a continuación suavizó la pregunta-. ¿Dónde está usted, señor? Le ha llamado el inspector Macaskin. Han terminado la autopsia de Sinclair y Gowan. Macaskin me encargó que le dijera que han fijado la muerte de la Sinclair entre las dos y las tres y cuarto. Añadió con muchos rodeos que no habían perturbado su sueño. Supongo que fue una forma elegante de comunicarme que no habían hallado señales de violación o coito. Dijo que el equipo forense aún no había terminado de analizar lo que sacaron de la habitación. Volverá a telefonear cuando hayan terminado.
Lynley bendijo la minuciosidad y las ganas de colaborar de Macaskin, que no se había dejado influenciar por la entrada en escena de Scotland Yard.
– Hemos tomado declaración a Stinhurst, y no he logrado que se contradijera ni una sola vez acerca de lo sucedido en Westerbrae el sábado por la noche, a pesar de que le he obligado a repetir la historia muchas veces -bufó Havers, malhumorada-. Su abogado acaba de llegar, el típico vejestorio relamido enviado por su esposa, puesto que su señoría no se ha rebajado a rogar a gentuza como yo o Nkata que le dejaran utilizar el teléfono. Le hemos encerrado en una de las salas de interrogatorio, pero a menos que alguien aparezca con pruebas de peso o un testigo bien untado, tendremos serios problemas. ¿Me puede decir, en nombre de Dios, dónde está usted?
– En Porthill Green -acalló sus protestas rápidamente-. Escuche, no voy a discutirle que Stinhurst está involucrado en la muerte de Joy, pero no pienso dejar en suspenso el asunto Darrow. No perdamos de vista el hecho de que la habitación de Joy Sinclair estaba cerrada con llave, Havers. Le guste o no, nuestra ruta de acceso se centra todavía en la habitación de Helen.
– Pero ya llegamos a la conclusión de que Francesca Gerrard podía haberle dado…
– La nota del suicidio de Hannah Darrow estaba copiada de una obra de teatro.
– ¿Una obra? ¿Qué obra?
Lynley dirigió su mirada hacia la taberna. El humo que brotaba de la chimenea se retorcía como una serpiente recortada contra el cielo.
– No lo sé, pero espero que John Darrow me lo aclare. Creo que nos lo va a decir.
– ¿Adónde nos llevará esto, inspector? ¿Qué voy a hacer con su preciosa señoría mientras usted corretea por los Fens?
– Hágale repetir su historia una vez más. En presencia de su abogado, si es preciso. Ya conoce la rutina, Havers. Prepárelo con Nkata. Altere las preguntas.
– ¿Y después?
– Déjelo en libertad.
– Inspector…
– Sabe tan bien como yo que de momento no podemos acusarle de nada. Tal vez destrucción de pruebas por quemar los libretos, pero nada más, salvo que su hermano fue espía de los rusos hace veinticinco años y que obstruyó la acción de la justicia al permitir la muerte de Geoffrey. De hecho, creo que detener a Stinhurst en este momento no reportaría ningún beneficio a nuestro caso. Además, sabe muy bien que su abogado exigirá que le acusemos de algo en concreto o le dejemos en libertad.