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– ¿Cómo supo dónde encontrarla?

– La vi. Después de leer la nota me asomé a la ventana. Debía hacer uno o dos minutos que se había marchado del piso, porque la vi en el límite del pueblo, cargada con una gran maleta, en dirección al canal que atraviesa el marjal de Mildenhall.

– ¿Pensó enseguida en el molino?

– Sólo pensaba en echarle el guante a aquella puta y zurrarla de lo lindo, pero al cabo de un momento se me ocurrió que sería más divertido seguirla, sorprenderle con él y zurrarles a los dos.

– ¿Ella no se fijó en que usted la seguía?

– Estaba oscuro. Avancé por el otro lado del sendero, donde la vegetación es más frondosa. Ella se volvió dos o tres veces. Quizá pensara que la estaba siguiendo, pero continuó andando. Me llevaba cierta ventaja en la curva del canal, así que no vi la desviación al molino y seguí caminando unos… trescientos metros, más o menos. Cuando comprendí que la había perdido, imaginé adonde se había dirigido, pues no había muchas alternativas, de modo que di media vuelta y me encaminé a toda prisa hacia el molino. Encontré su maleta tirada a unos treinta metros.

– ¿La había dejado?

– Pesaba como un muerto. Supuse que al llegar al molino le diría al tipo que fuera a buscarla. Decidí esperar y agarrarle en el sendero. Después, me ocuparía de ella en el molino. -Darrow llenó su vaso por segunda vez y le pasó la botella a Lynley, que rehusó-. Pero nadie vino por la maleta. Esperé unos cinco minutos. Luego, avancé por el sendero para ver mejor. Aún no había llegado al claro cuando el tipo salió disparado del molino. Lo rodeó por un costado. Después oí que un coche arrancaba a toda prisa. Eso es todo.

– ¿Pudo verle?

– Demasiado oscuro. Yo estaba muy lejos. Seguí hacia el molino al cabo de un segundo. Y la encontré. -Dejó el vaso sobre la mesa-. Colgada.

– ¿Igual que en las fotos de la policía?

– Sí, excepto que sobresalía un trozo de papel de un bolsillo. Era la nota que entregué a la policía. Cuando la leí, comprendí que la habían escrito para simular un suicidio.

– Sí, pero no hubiera parecido un suicidio si hubiera dejado la maleta allí, en lugar de llevársela a casa.

– Sí. La puse arriba. Después empecé a gritar, utilizando la nota de su bolsillo. Quemé la otra.

A pesar de los padecimientos del hombre, Lynley experimentó cierta irritación. Una vida había sido arrebatada sin piedad, a sangre fría. Y esa muerte llevaba quince años sin ser vengada.

– ¿Por qué hizo todo eso? -preguntó asombrado-. ¿No deseaba que su asesino fuera entregado a la justicia?

La mirada de Darrow traicionó una irónica fatiga.

– No tiene ni idea de lo que es vivir en un poblacho como éste, ¿verdad, inglés? No tiene ni idea de lo que significa para un hombre que todos sus vecinos se enteren de que han liquidado a la calentorra de su mujer cuando se disponía a largarse con un macarra, que le trabajaba mejor la entrepierna. Y no liquidada por su marido, fíjese bien, cosa que todo el mundo habría comprendido, sino por el propio bastardo que se la estaba follando sin que el marido lo supiera. ¿No se da cuenta de que todo esto se habría aireado si llegan a descubrir que la habían asesinado? -Pese al tono incrédulo de sus palabras, Darrow siguió hablando, como para evitar la respuesta-. De esta forma, al menos, Teddy nunca sabrá qué clase de mujer era su madre. En lo que a mí concierne, Hannah se suicidó. Y la tranquilidad de espíritu de Teddy bien vale que el asesino siga en libertad.

– ¿Es mejor que su madre sea una suicida que su padre un cornudo? -preguntó Lynley.

Darrow descargó un sonoro puñetazo sobre la manchada mesa.

– ¡Sí! Porque ha vivido conmigo durante estos quince años. Es a mí a quien ha de mirar a la cara cada día. Y cuando lo hace, ve a un hombre, por Cristo, no a una maricona plañidera que no pudo retener a su esposa. ¿Cree que aquel tipo le ofrecía algo mejor? -Se sirvió más licor, derramándolo cuando la botella tropezó contra el vaso-. Le prometió profesores, clases particulares, un papel en una obra, pero cuando todo terminó, ¿qué pasión…?

– ¿Un papel en una obra? ¿Maestros, clases? ¿Cómo lo sabe? ¿Lo decía en su nota?

Darrow se giró con brusquedad hacia el fuego, sin responder. Entonces, Lynley comprendió por qué Joy Sinclair le había llamado por teléfono diez veces, qué buscaba con tanta insistencia al conversar con el hombre. No cabía duda de que, ofuscado por la irritación, le había revelado sin querer la fuente de información que tan desesperadamente necesitaba ella para escribir el libro.

– ¿Consta algo por escrito, Darrow? ¿Algún diario? -inquirió.

No hubo respuesta.

– ¡Por el amor de Dios, no se quede callado a estas alturas! ¿Sabe el nombre del asesino?

– No.

– Entonces, ¿qué sabe? ¿Cómo lo sabe?

– Diarios -dijo-. La tía siempre fue muy suya. Lo escribía todo. Estaban en su maleta. Con las demás cosas.

Lynley hizo un desesperado disparo al azar, sabiendo que si lo formulaba en forma de pregunta el hombre afirmaría que los había destruido años antes.

– Deme los diarios, Darrow. No puedo prometerle que Teddy jamás sabrá la verdad sobre su madre, pero le juro que no la sabrá por mí.

Darrow hundió la barbilla en el pecho.

– No puedo -murmuró.

– Sé que Joy Sinclair se lo restregó por la cara de nuevo -presionó Lynley-. Sé que le hizo daño, pero, por el amor de Dios, ¿merecía morir sola, con un puñal de cuarenta y cinco centímetros clavado en el cuello? ¿Quién merece esa clase de muerte? ¿Qué crimen cometido en la vida merece esa clase de muerte? Y Gowan. ¿Qué me dice del chico? No había hecho absolutamente nada, pero también murió. ¡Piense, Darrow! ¡No puede permitir que esos crímenes queden impunes!

Y de pronto se agotaron las palabras. Sólo cabía esperar a que el hombre se decidiera. El fuego chisporroteó. Una gruesa brasa se desprendió y rodó hasta chocar con la rejilla. Sobre sus cabezas, el hijo de Darrow continuaba dedicado a sus quehaceres. Después de una pausa angustiosa, el hombre levantó su pesada cabeza.

– Subamos al piso -dijo con voz monótona.

Se accedía al piso por una escalerilla exterior en la parte trasera del edificio. Bajo ella, un sendero de grava corría entre un descuidado jardín hasta un portal, más allá del cual se extendían los interminables campos, truncados únicamente por un árbol ocasional, un canal o la forma voluminosa de un molino recortado contra el horizonte. Ningún color destacaba bajo el cielo melancólico, y el aire transportaba, junto con su fuerte olor a turba, el testimonio de las generaciones de inundaciones y putrefacción que conformaban aquella desolada parte del país. A lo lejos, las bombas de drenaje salmodiaban rítmicamente su tu-tump.

John Darrow abrió la puerta de la cocina, cediendo el paso a Lynley. Teddy estaba a cuatro patas, provisto de útiles de barrer, examinando el interior de un mugriento y viejo horno.

El suelo que le rodeaba estaba húmedo y sucio. La radio que descansaba sobre una encimera transmitía la voz acatarrada de un cantante. Cuando entraron, Teddy levantó la vista, exhibiendo una sonrisa desarmante.

– Hemos esperado demasiado para arreglar este lío, papá. Valdría más la pena atacarlo con un escoplo. -Sonrió y se secó la cara con la mano, dejando un rastro mugriento desde el pómulo a la mandíbula.

– Ve abajo, chico -dijo Darrow, en tono afectuoso y brusco al mismo tiempo-. Encárgate de la taberna. El horno puede esperar.