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El chico se mostró muy complacido. Se puso en pie de un salto y apagó la radio.

– Le daré un repaso cada día, ¿de acuerdo? Así estará limpio y reluciente para la Navidad. -Se despidió con la misma sonrisa y un ademán alegre.

– Guardo sus cosas en el desván -le dijo Darrow, cuando el chico se marchó-. Le agradecería que les echase un vistazo antes de que Teddy le sorprenda y quiera imitarle. Hace frío. El abrigo no le sobrará.

Atravesaron una sala de estar escasamente amueblada y un sombrío pasillo al que daban los dos dormitorios del piso. Al final del corredor, una abertura en el techo daba acceso al desván. Darrow empujó la trampilla hacia arriba y dejó caer una escalerilla metálica plegable, nueva a juzgar por su aspecto.

– Subo aquí de vez en cuando -dijo Darrow, como si leyera el pensamiento de Lynley-. Siempre que necesito recordar.

– ¿Recordar?

– Cuando deseo a una mujer -replicó el hombre con sequedad-. Entonces, hecho un vistazo a los diarios de Hannah. Se me pasan las ganas en un momento -se izó escaleras arriba.

El desván no se diferenciaba mucho de una tumba. Era silencioso, falto de ventilación y apenas menos frío que el exterior. Capas de polvo se aposentaban sobre cajas de cartón y baúles, y el menor movimiento levantaba nubes sofocantes hacia el techo. Era una habitación pequeña, que olía a alcanfor, ropas polvorientas y madera podrida. Un débil rayo de luz se filtraba por la única ventana, situada cerca del techo.

Darrow tiró de un cordel que colgaba del techo y una bombilla arrojó un cono de luz sobre el suelo. Señaló con un movimiento de cabeza dos baúles que flanqueaban la única silla de madera. Lynley advirtió que ni la silla ni los baúles mostraban señales de polvo. Se preguntó con cuánta frecuencia visitaba Darrow el sepulcro de su matrimonio.

– Sus cosas no están ordenadas -dijo el hombre-. No presté mucha atención a lo que hacía con ellas. La noche que murió metí la maleta lo más rápido que pude en su cómoda, antes de enviar al pueblo en su búsqueda. Luego, después del funeral, lo guardé todo en esos dos baúles.

– ¿Por qué llevaba su mujer dos abrigos y dos jerséis?

– Avaricia, inspector. No pudo meter nada más en la maleta. Si quería llevarse algo más, debía ponérselo o cargarlo. Supongo que ponérselo le pareció más sencillo. Hacía bastante frío. -Darrow sacó unas llaves del bolsillo y abrió los dos baúles-. Le dejaré a sus anchas. El diario que busca está encima del montón.

Cuando Darrow se marchó, Lynley se caló las gafas de leer. Sin embargo, no tomó enseguida los cinco diarios encuadernados que había sobre las ropas, sino que se puso a examinar sus otras pertenencias, para hacerse una idea de cómo era Hannah Darrow.

Las ropas, si bien de confección barata, aparentaban ser caras. Eran llamativas: jerséis adornados con abalorios, faldas ajustadas, vestidos cortos transparentes, pantalones de perneras estrechas, trasero amplio y cremallera delante. Al examinarlos, comprobó que la tela tiraba de los dientes metálicos. A la mujer le gustaba la ropa ajustada, amoldada al cuerpo.

Una caja grande de plástico rezumaba un extraño olor a grasa animal. Contenía diversas cremas y cosméticos baratos: un estuche de sombras para los ojos, media docena de tubos de un pintalabios muy oscuro, un rizador de pestañas, rímel, tres o cuatro tipos de loción, un paquete de algodón. En un bolsillo encontró una provisión de pastillas anticonceptivas suficiente para cinco meses. Parte de las píldoras había sido utilizada.

Una bolsa de una tienda de Norwich contenía ropa interior nueva, también hortera, del tipo que las chicas inexpertas consideran seductor: braguitas de encaje escarlata, negro o púrpura, complementadas con portaligas del mismo material y color; sujetadores transparentes que llegaban a la altura del pezón y adornados en puntos estratégicos con arcos coquetones, combinaciones largas hasta la cintura, dos camisones de idéntico diseño, cuya parte superior consistía en dos anchas tiras de raso entrecruzadas desde la cintura hasta los hombros, sin cubrir casi nada.

Debajo de la ropa había un montón de fotografías. Todas eran de Hannah, posando junto a una cerca, riendo sobre un caballo o sentada en una playa con el cabello revuelto por el viento. Tal vez eran fotos publicitarias, o acaso servían para confirmarle que era hermosa o para saber que existía.

Lynley tomó el diario. La cubierta estaba agrietada. Algunas páginas se habían pegado y la humedad había arrugado otras. Las hojeó con cuidado hasta llegar a la última anotación, a un tercio del principio. Fechada el 25 de marzo de 1973, estaba escrita con la misma letra infantil de la nota del suicidio, pero al contrario que ésta se hallaba plagada de faltas de ortografía y otros errores.

Está decidido. Me voy mañana por la noche. Anoche hablamos horas y horas hasta planearlo todo. Cuando terminamos, quise hacerle el amor, pero él dijo no tenemos mucho tiempo, Han, y por un momento pensé que a lo mejor se había enfadado porque hasta me apartó la mano pero luego sonrió con esa sonrisa suya derretidora y dijo cariño tendremos mucho tiempo para eso todas las noches de la semana cuando lleguemos a Londres. ¡Londres! ¡¡¡LONDRES!!! ¡Mañana a esta hora! Dice que tiene el piso preparado y que se ha encargado de todo. Se me hará insufrible la espera hasta mañana pensando en él. Cariño. ¡Cariño!

Lynley levantó la vista. Contempló la única ventana del desván y las motas de polvo que flotaban en el diminuto rectángulo de luz. No había considerado la posibilidad de que le conmovieran las palabras de una mujer muerta tantos años atrás, una mujer que se pintaba con colores llamativos, que se vestía con la vista puesta en la sensualidad, y que conseguía excitarse ante la idea de una nueva vida en la ciudad, un lugar que ella imaginaba henchido de promesas y sueños. Sus palabras le habían emocionado. Era como una planta sedienta de agua, alegre y optimista, que la pericia y atención de alguien hacía estremecer por primera vez. Pese a que se refería con torpeza a la sensualidad, escribía con una inocencia inconsciente. Hannah Darrow, inexperta en la vida, se había convertido en la víctima perfecta.

Siguió repasando el diario, buscando el punto en que empezaba su relación con el hombre no identificado. Lo encontró el 15 de enero de 1973 y, al leerlo, sintió que el fuego de la certidumbre comenzaba a arder en sus venas.

Me lo he pasado de muerte hoy en Norwich lo que cuesta creer después de la pelea con John. Mamá y yo fuimos de compras dijo que me levantaría el ánimo. Recogimos a tía Pammy y nos la llevamos también. (Había estado empinando el codo desde la mañana y olía a ginebra… era espantoso). A la hora de comer vimos un anuncio de teatro y Pammy dijo que nos merecíamos un extra y nos llevó a la obra, sobretodo creo porque quería dormir la mona lo que hizo con sonoros ronquidos hasta que el hombre de detrás dio una patada en la butaca. ¿Puedes creer que nunca había estado ante en una obra? Iba de una duquesa a la que ponían la mano de un hombre muerto y termina estrangulada y después todo el mundo se apuñala entre sí. Y un hombre no para de decir que es un lobo. Una obra estupenda. Y los vestidos era muy bonitos nunca había visto nada parecido todos aquellos trajes largos y pelucas. Las mujeres eran muy guapas y los hombres llevaban unos pantalones muy divertidos con bolsitas delante. Y al final le dieron flores a la señora que hacía de duquesa y la gente se levantó y aplaudió. Leí en el programa que van por todo el país haciendo obras. Qué divertido. Me dio ganas de hacer algo yo también. Odio estar encerrada en PGreen. A veces la taberna me da ganas de gritar. Y John siempre quiere hacerlo y yo no quiero. No he estado bien desde el niño pero él no me cree.

Luego seguía una semana en que la joven describía de mal humor su vida en el pueblo, la rutina de lavar ropa, atender al niño, hablar con su madre por teléfono cada día, limpiar el piso y trabajar en la taberna. Daba la impresión de que no tenía amigas. Parecía que sólo la televisión y el trabajo ocupaban su tiempo. Lynley encontró el 25 de enero el siguiente apunte interesante: